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Daniel Gascón

LA PRUEBA

LA PRUEBA

-Estamos cerca –me dijo Ignacio-, ya verás.

Llevábamos un cuarto de hora andando por el arcén de una carretera secundaria. Mi hermano Ignacio, que tenía trece años, debía hacer una prueba para entrar en el filial del Real Zaragoza. Mis padres no podían llevarlo y, aunque yo tenía uno de los últimos exámenes de Filología Hispánica al día siguiente, me habían pedido que lo acompañase. Metí El libro de la vida en la mochila, nos montamos en el autobús y nos bajamos en la parada de Miralbueno. Desde allí había que caminar hasta el campo. Mi hermano mediano, Fernando, que tenía quince años, había dicho que se pasaría más tarde.

El campo estaba en una meseta pequeña, en medio del secarral. Había muchos coches aparcados alrededor. Me dio un poco de vergüenza que Ignacio y yo hubiéramos llegado andando. Hacía calor y al ver el campo pensé en los monasterios en el desierto que salen en los tebeos del oeste.

-Éste es –dijo Ignacio.

Ignacio señaló a un chico de unos treinta años, vestido con ropa deportiva. Era el ojeador que le había dicho que se hiciera la prueba. Se habían visto varias veces; el ojeador había hablado con mi padre. Le preguntó a Ignacio cómo estaba y le dijo que lo vería luego.

Ignacio estaba nervioso. Casi no había hablado en el camino –había pasado el viaje escuchando el MP3; al principio me había preguntado si quería uno de los auriculares- y se esforzaba en mantener la compostura. Todos los chicos de mi familia habíamos jugado a fútbol. Yo nunca había sido bueno, ni había tenido ambiciones futbolísticas y ahora no estaba en ningún equipo. Fernando jugaba bastante bien en un equipo mediocre; le habían ofrecido entrar en un club que estaba en preferente, pero había preferido quedarse en el equipo de sus amigos. Ignacio había heredado el estilo de mi padre, tiraba bien y era zurdo y muy rápido. Todo el mundo se fijaba en él: los que iban al campo y los entrenadores de los equipos rivales se quedaban impresionados. En el último año y medio Ignacio había perdido un poco de entusiasmo; parecía que el fútbol ya no le divertía. Cuando tenía un buen día en el campo, seguía llamando la atención por su clase, pero ya no marcaba tantos goles ni creaba tanto peligro como antes. Que lo hubieran llamado era una buena noticia, pero también nos había sorprendido.

Ignacio siempre había tenido mucho carácter, y se peleaba conmigo y con Fernando y mis hermanas y mis padres, pero últimamente también había tenido problemas con los profesores y el entrenador. Aunque sacaba buenas notas siempre había alguna asignatura en la que un profesor le ponía una calificación más baja de lo que él creía que merecía, y de vez en cuando tenía algún problema de disciplina. Sus explicaciones siempre eran rocambolescas: una vez le tiró un boli un compañero, rebotó en la pared y la capucha golpeó a la profesora en el pie. Ésa era la versión de Ignacio. La profesora sólo dijo que le había tirado con saña la capucha de un bolígrafo.

Ignacio saludó a algunos de los chicos. Eran de otros equipos, y también habían venido a hacer la prueba. Tenían que jugar un partido. Casi todos habían acudido con sus padres, que en general parecían tipos lamentables; algunos iban con sus madres. Ignacio señaló a un chico que estaba cerca de la portería.

-Mira, ése es el Mesa. Es un facha.

Era un chaval alto y fuerte, mucho más grande que Ignacio. Llevaba una pulsera con la bandera de España y tenía la cabeza rapada.

-Bah, hombre, no exageres –dije por decir algo. Mi hermano no me contestó.

Ignacio dijo que iba a cambiarse, con una solemnidad innecesaria, casi troyana. Me dio el MP3 para que se lo guardase. Fui hacia el bar, pedí una coca cola y me senté en una de las mesas, cerca del armario que guardaba los trofeos. Miré las fotos de los equipos y escuché una conversación. Eran dos hombres y una mujer. Se conocían desde hacía tiempo. Uno de los hombres y la mujer tenían hijos que jugaban en el equipo. El otro hombre parecía trabajar en el club. Era grande, llevaba gomina en el pelo y un bigote espantoso y había engordado, pero alguno de sus comentarios me hizo pensar que era un ex futbolista.

Salí y me senté en una de las gradas, entre los dos banquillos. Intenté ponerme un poco lejos de los padres. No me gustaba el ambiente. En el bar había visto algo de clan, de secta exclusiva –los padres de los hijos que jugaban en el filial de un equipo de primera-, que me repugnaba. Tampoco me gustaban muchos de los padres que iban al fútbol, sobre todo los que les daban instrucciones a sus hijos, o gritaban a los entrenadores o al árbitro, como si supieran algo de algo. Y aun así, eso me parecía comprensible por la tensión del momento, aunque cuando yo jugaba detestaba que mi padre, que nunca insultaba a nadie, me diera indicaciones. Pero esa tarde estábamos en una prueba y me pareció que era obsceno ver jugar a los críos: parecía que los estuviéramos espiando. Todo el mundo estaba muy serio, yo pensaba que se preguntaban si su hijo triunfaría y podrían dejar la oficina y dedicarse a representarle.

Saqué el libro y empecé a leer. Al cabo de un rato salieron los jugadores. Los del equipo llevaban unos petos amarillos. Los jugadores que se habían presentado a la prueba llevaban camisetas de colores diferentes. Un padre pasó a mi lado, llegó hasta la barra y empezó a asesorar a su hijo.

-Luis, lo que hemos dicho antes, ¿eh?

Ignacio me hizo un gesto y se puso a calentar. Yo levanté el pulgar. No quería darle ningún consejo. Primero, porque no tenía ni idea. Y, segundo, porque pensaba que sólo podía ponerle nervioso.

-El chico ese juega en el Torre Medina, ¿no?

-Sí –dije. Era un hombre pequeño, de unos setenta años.

-Juega muy bien, yo lo he visto. Muy rápido. Ha jugado contra mi nieto alguna vez. El año pasado, creo. Mi nieto es ese de ahí. Juega en el Casetas.

-Ah, sí, claro...

Los dos equipos se estaban colocando sobre el campo. El abuelo le dio un par de voces a su nieto, le dijo “Hala, chaval” o algo así. Volví a abrir mi libro. El abuelo me preguntó qué leía. Me había caído bien y le contesté, pero mientras le respondía pensé que yo era un miserable por no decirle nada a mi hermano, por no animarle o transmitirle mi sabiduría, a fin de cuentas era su hermano mayor. Justo antes de que empezase el partido bajé corriendo hacia la valla que había al lado del campo.

-Ignacio, Ignacio.

Ignacio se acercó. Ya iba un poco sudado.

-Tú tranquilo, tío. Ya sabes, la cosa redonda es el balón y hay que meter gol.

Ignacio sonrió y fue a ponerse en su sitio.

Quería leer a Santa Teresa, pero me parecía mal. Vi el partido, que provocaba mucho más sufrimiento que cualquier ascesis. Los jugadores del equipo estaban en un lado, los nuevos en otro. Al principio los habituales jugaban mucho mejor: estaban más conjuntados. En el equipo de los nuevos destacaban dos y ninguno era mi hermano. Al contrario, Ignacio parecía despistado, y en la única ocasión en la que había tocado el balón lo había perdido tontamente. En los siguientes cinco o seis minutos no tocó bola, y yo me estaba deprimiendo muchísimo. Entonces llegó mi hermano Fernando, que había pasado la tarde en la ciudad. Vino muy despacio hasta la grada, mordisqueaba un flash. Se sentó a mi lado.

-¿Llevan mucho rato?

-No, ocho minutos o así.

-¿Qué tal está jugando Ignacio?

-Todavía está un poco dormido.

Uno de los de fuera vio al portero adelantado. Tiró; el balón terminó saliendo por la línea de banda.

-La idea era buena, pero hay que tirar con más fe –dijo un hombre en la banda, supongo que su padre; nos reímos.

Yo tenía ocho años más que Fernando y diez más que Ignacio. A los dos los había cuidado de niños. Yo había vivido fuera y cada vez teníamos menos relación, sobre todo con Ignacio, que a veces se enfadaba y rompía  o escondía algo y se quejaba de que todos estábamos contra él, pero nos llevábamos bien. Muchas veces jugábamos partidos los tres juntos. Normalmente jugábamos solos, pero a veces también venía algún amigo suyo. Lo mejor era cuando venía mi padre. A veces los partidos eran muy reñidos y nos enfadábamos; otras veces hacíamos el tonto, y una vez rompimos el cristal de la ludoteca del barrio. Mi padre me había dicho que, aunque los tres éramos muy distintos en todo, en el campo nos movíamos de forma parecida. Una ex novia me había dicho lo mismo.

-Bueno –dijo Fernando-, lo que está claro es ahora mismo a Ignacio no le cabe un alfiler por el culo.

Nos echamos a reír. Fernando me ofreció su flash, pero lo rechacé. Fernando era el más tranquilo de la familia, pero era evidente que los dos estábamos nerviosos. Y, para ser sincero, esa sensación me gustó. Me eché un poco hacia delante y metí el libro en la mochila. En un contraataque, Ignacio recibió el balón mirando hacia su portería, se giró rápidamente y lo cruzó hacia la banda derecha: el extremo de su equipo avanzaba hacia la pelota. Se había levantado un poco de viento y en ese momento tuve la certeza de que todo iba a salir bien.

Este cuento apareció en Literaturas.com

4 comentarios

Ccz -

Me ha "enganchado" esta narración. Escribes de maravilla.

HjV -

En "chico de unos treinta años" lo tuve que dejar. Lo siento.

Juan M. González -

Me ha gustado el estilo tan sencillo y al mismo tiempo tan efectivo con el que cuentas la historia. Transmite, no sabría decirte por qué, una cierta melancolía. El retrato de los padres se ajusta perfectamente a la realidad.

Javier López Clemente -

Tus fascinantes relatos sobre fútbol deberían empezar a pensar en agruparse, achicar espacios o plantear un contra ataque.

Me gustan.

Salu2 Córneos.