Blogia
Daniel Gascón

¿POR QUÉ EXISTE LA PAZ?

¿POR QUÉ EXISTE LA PAZ?

 

Steven Pinker escribe sobre la paz y la violencia:

“En el último siglo, imágenes violentas de los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, Camboya, Ruanda, Darfur, Iraq, y muchas otros tiempos y lugares han quedado inscritos en nuestra conciencia colectiva. Estas imágenes han llevado a una creencia común: que la tecnología, los estados nación centralizados y los valores modernos han traído una violencia sin precedentes.

Nuestros tiempos aparentemente turbulentos se presentan rutinariamente en contraste con imágenes idílicas de sociedades de cazadores-recolectores, que supuestamente vivían en un estado de armonía con la naturaleza y los demás. La doctrina del buen salvaje –la idea de que los humanos son pacíficos por naturaleza y se corrompen por la acción de las instituciones modernas- aparece con frecuencia en la escritura de intelectuales públicos como, por ejemplo, el filósofo español José Ortega y Gasset, que argumentaba que “la guerra no es un instinto, sino una invención”.

Pero ahora que los investigadores de ciencias sociales han empezado a contar cuerpos en distintos periodos históricos, han descubierto que la teoría romántica lo entiende todo al revés: lejos de volvernos más violentos, algo en la modernidad y sus instituciones culturales nos ha hecho menos violentos. En realidad, nuestros antepasados eran mucho más violentos que nosotros. De hecho, la violencia ha estado en declive durante largos periodos históricos, y ahora vivimos probablemente el momento más pacífico de nuestra especie sobre la tierra hasta ahora.

Una historia de violencia

En la década de Darfur e Iraq, esa afirmación puede parecer disparatada o incluso obscena. Pero si tenemos en cuenta las pruebas, vemos que el descenso de la violencia es un fenómeno fractal: vemos el descenso a  lo largo de milenios, siglos, décadas y años. Cuando el arqueólogo Lawrence Keeley examinó las muertes violentas entre los cazadores-recolectores contemporáneos –la mejor manera de imaginar cómo vivía la gente hace 10.000 años- descubrió que la pobabilidad de que un hombre muriera a manos de otro estaba entre el 60 % en una tribu hasta el 15 % en el extremo más pacífico. En cambio, la posibilidad de que un europeo o un estadounidense fuera asesinado por otro fue de menos de 1 % durante el siglo XX, un periodo de tiempo que incluye dos guerras mundiales. Si la tasa de mortalidad de la guerra tribal hubiera prevalecido en el siglo XX, habría habido 2.000 millones de muertos en vez los ya de por sí bastante horribles 100 millones.

Los textos antiguos revelan una asombrosa falta de miramientos por la vida humana. En la Biblia, supuesta fuente de nuestros valores morales, Dios urge a los hebreos a masacrar al último residente de una ciudad invadida: “Id y destruid completamente a ese pueblo malvado, los amalecitas”, dice un pasaje típico del libro de Samuel. “Guerread con ellos hasta que los hayáis exterminado”. La Biblia también prescribe la lapidación para castigar una larga lista de infracciones no violentas, que incluye la idolatría, la blasfemia, la homosexualidad, el adulterio, faltar al respeto a los padres, y coger madera el Sabbath. Los hebreos, por supuesto, no eran más violentos que otras tribus; uno también encuentra frecuentes proclamaciones orgullosas del genocidio en las primeras historias de los hindúes, cristianos, musulmanes y chinos.

Pero desde la Edad Media a los tiempos modernos, podemos ver una constante reducción en formas socialmente sancionadas de violencia. Muchas historias convencionales revelan que la mutilación y la tortura eran formas habituales de castigar infracciones que hoy se sancionan con una multa. En la Europa anterior a la Ilustración, crímenes como robar en una tienda o bloquear el camino real con tu carro de bueyes podía costar que te cortaran la lengua o las manos, etcétera. Muchos de esos castigos se administraban públicamente, y la crueldad era una forma popular de entretenimiento.

También tenemos muy buenas estadísticas para la historia del asesinato de uno-a-uno, porque desde hace siglos los muchos ayuntamientos europeos han registrado causas mortales. Cuando el criminólogo Manuel Eisner examinó los registros de cada pueblo, ciudad, región y nación que pudo encontrar, descubrió que la tasa de homicidios había declinado de 100 muertes al año por cada 100.000 personas a menos de una muerte por 100.000 personas en la Europa moderna.

Y desde 1945 en Euopa y América hemos visto caídas en el número de muertes por guerras civiles, disturbios étnicos y golpes militares, incluso en Sudamérica. En el mundo, el número de muertes en batalla ha caído de 65.000 por conflicto y año a menos de 2.000 en esta década. Desde el final de la Guerra Fría a principios de los años 90, hemos visto menos guerras civiles, una reducción del 90 % en el número de muertes por genocidio, y una inversión del ascenso del crimen violento de la década de 1960.

Ante estos hechos, ¿por qué tanta gente imagina que vivimos en una era de violencia y asesinato? La primera razón, yo creo, es que estamos mejor informados. Como dijo una vez James Payne, la Associated Press es mejor cronista de las guerras que se producen por el mundo que los monjes del siglo XVI.

También está en marcha una ilusión cognitiva. Los psicólogos cognitivos saben que cuanto más fácil es recordar un acontecimiento, más probable es que creamos que volverá a ocurrir. Truculentas imágenes de zonas de guerra en televisión se graban con fuego en la memoria, pero nunca vemos informes de mucha más gente que se muere en la cama en la cama a avanzada edad. Y en los dominios de la opinión y la defensa, nadie ha atraído nunca a seguidores diciendo que las cosas parecen ir a mejor. Tomados juntos, esos factores ayudan a crear una atmósfera de terror en la mente contemporánea, que sin embargo no resiste la confrontación con la realidad.

Finalmente, está el hecho de que nuestro comportamiento a menudo no se alza a la altura de nuestras crecientes expectativas. En parte, la violencia ha caído porque la gente se hartó de la carnicería y la crueldad. Es un proceso psicológico que parece seguir continuando, pero va más rápido que los cambios en el comportamiento. Así que hoy algunos de nosotros nos indignamos –y con razón- si un asesino es ejecutado en Texas por inyección letal tras 15 años de apelaciones. No consideramos que hace unos 200 años una persona podía ser quemada en la hoguera por criticar al rey tras un juicio de 10 minutos. Deberíamos mirar la pena capital como una prueba de cómo han subido nuestros estándares, en vez una evidencia de lo bajo que han caído.

Expandiendo el círculo

¿Por qué ha disminuido la violencia? Los psicólogos sociales dicen que al menos el 80 % de la gente ha fantaseado con matar a alguien que no les gusta. Y los humanos modernos todavía encuentran placer en la observación de la violencia, a juzgar por la popularidad de la novela policíaca, los dramas de Shakespeare, las películas de la serie Saw, Grand Theft Auto, y el hockey.

Lo que ha cambiado, por supuesto, es la disposición de la gente a llevar a la realidad esas fantasías. El sociólogo Norbert Elias sugirió que la modernidad europea aceleró un “proceso civilizador” señalado por aumentos de autocontrol, planificación a largo plazo y la sensibilidad hacia las ideas y los sentimientos de los demás. Éstas son las funciones que la neurociencia cognitiva atribuye al córtex prefrontal. Pero esto sólo hace que nos preguntemos por qué los humanos han ejercitado cada vez más esa parte de su celebro. Nadie sabe por qué nuestro comportamiento ha ido a parar al control de los mejores ángeles de nuestra naturaleza, pero hay cuatro sugerencias posibles.

La primera es que el filósofo del siglo XVII Thomas Hobbes tenía razón. La vida en el estado de naturaleza es desagradable, brutal y corta, no por una sed primigenia de sangre, sino por la inevitable lógica de la anarquía. Y cualquier ser con un módico interés en sí mismo podría sentirse tentado de invadir a sus vecinos y robar sus recursos. El resultante miedo a una ataque podría tentar a los vecinos a golpear primero en una autodefensa preventiva, lo que haría que el primer grupo golpease preventivamente, etcétera. Este peligro puede disminuir por medio de una política de disuasión –no golpear primero, tomar represalias si te golpean-, pero, para garantizar su credibilidad, los grupos deben vengar todos los insultos y saldar todas las cuentas, lo que produce ciclos de vendetta sangrienta.

Un estado con el monopolio de la violencia puede evitar estas tragedias. Los estados pueden infligir castigos desinteresados que eliminan los incentivos de la agresión, calmando ansiedades por un ataque preventivo y eliminando la necesidad de mantener una tendencia excesivamente propensa a las represalias. En realidad, Manuel Eisner atribuye el descenso del homicidio en Europa a la transición de sociedades de caballeros y guerreros a los gobiernos centralizados del principio de la modernidad. Y, hoy, la violencia sigue siendo enconada en zonas de anarquía, como regiones fronterizas, estados fallidos, imperios caídos y territorios disputados por bandas, gángsters y contrabandistas.

James Payne sugiere otra posibilidad: que la variable crítica de la indulgencia de la violencia responde a la idea más amplia de que la vida es barata. Cuando el dolor y la muerte temprana son elementos cotidianos de la propia vida, uno siente menos reparo a la hora de aplicárselos a otros. Conforme la eficacia tecnológica y científica alargan y mejoran nuestras vidas, le damos más valor a la vida en general.

Una tercera teoría, defendida por el periodista Robert Wright, invoca la lógica de los juegos de suma cero: escenarios en los que dos agentes pueden salir adelante si cooperan, intercambiando bienes, dividiéndose el trabajo o compartiendo los beneficios de la paz. Cuando la gente aprende conocimientos que puede compartir de forma barata con otros, a desarrollar tecnologías que les permiten gastar sus bienes e ideas sobre territorios mayores con un coste más bajo, su incentivo para cooperar de manera constante aumenta, porque los demás son ahora más valiosos vivos que muertos.

Después está el escenario dibujado por el filósofo Peter Singer. La evolución, sugiere, legó a la gente un pequeño elemento de empatía, que por defecto sólo aplican a un círculo reducido de amigos y parientes. A lo largo de milenios, los círculos morales de la gente se han extendido para abarcar comunidades cada vez más grandes: el clan, la tribu, la nación, los dos sexos, otras razas, e incluso animales. El círculo puede haber crecido por crecientes redes de reciprocidad, como propone Wright, pero también por la inexorable lógica de la regla dorada: cuanto más sabe uno de otros seres vivos, más duro es privilegiar el interés propio sobre el suyo. El ascensor de empatía puede aumentar gracias al cosmopolitismo,  el periodismo, la autobiografía, y la ficción realista que hace que la vida interior de otra gente, y la precariedad de la suerte de uno mismo en la vida, resulte más palpable: la sensación de “ese podría ser yo”.

Sean cuales sean sus causas, el descenso de la violencia tiene profundas implicaciones. No es una licencia para ser complacientes. Disfrutamos la paz que encontramos hoy porque a las generaciones pasadas les horrorizaba la violencia de su tiempo e intentaron acabar con ella, y nosotros deberíamos trabajar para terminar con la horrible violencia de nuestro tiempo. Tampoco es necesariamente una razón para ser optimista sobre el futuro inmediato, ya que el mundo nunca había tenido líderes nacionales que combinasen sensibilidades premodernas con armas modernas.

Pero el fenómeno nos obliga a pensar de nuevo nuestra idea de la violencia. La falta de humanidad del hombre hacia el hombre ha sido durante mucho tiempo un asunto que se prestaba a la moralización. Sabiendo que algo la ha rebajado dramáticamente, también podríamos tratarlo como un asunto de causa y efecto. En vez de preguntar: “¿Por qué existe la guerra?”, podríamos preguntar “¿Por qué existe la paz?”. Si nuestro comportamiento ha mejorado tanto desde los días de la Biblia, debemos estar haciendo algo bien. Y sería agradable saber qué es exactamente”.

En la imagen, Pinker.

 

0 comentarios