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Daniel Gascón

CONTRA GORE VIDAL

 

1.

Escribe Christopher Hitchens:

“Hace más de diez años, estuve en una mesa redonda en Nueva York para examinar la vida y obra de Oscar Wilde. Me acompañaba el heroico gay Quentin Crisp, tal vez el único hombre que ha tenido éxito con el papel de Lady Bracknell en La importancia de llamarse Ernesto. Inevitablemente surgió la pregunta: ¿Existe un Oscar Wilde de nuestro tiempo? El moderador propuso a Gore Vidal, y, en realidad, una vez que el nombre había sido mencionado, no parecía existir ningún rival evidente.

Como Wilde, Gore Vidal combinaba la severidad y el ingenio subversivo (La importancia de llamarse Ernesto es en realidad una sátira muy mordaz de la Inglaterra victoriana) y tuvo el raro don de ser divertido al tratar asuntos serios, así como de tratar con seriedad asuntos divertidos. Como Wilde, fue capaz de combinar las opiniones políticas radicales con un estilo de vida que era cualquier cosa menos solemne. Y también como Wilde, casi nunca estaba ‘apagado’: su conversación privada era tan entretenida y sorprendente como sus apariciones públicas más preparadas. Los admiradores de los dos hombres, y de su perversidad polimorfa, podrían discutir felizmente si cualquiera de ellos era mejor en la ficción o en el ensayo.

Yo tuve la suerte de conocer un poco de Gore en aquellos días. El precio de conocerlo era la exposición a algunos de sus rasgos menos adorables, que incluyen la memoria de paquidermo de los deslices u ofensas más leves y una tendencia muy pequeña a sacar la cuestión judía en contextos en los que no corresponde. Uno era consciente, también, de que sospechaba que Franklin Roosevelt había tenido un papel oscuro para producir Pearl Harbor y seguía admirando al brillante Charles Lindbergh, líder de la derecha aislacionista de Estados Unidos en la década de 1930. Sin embargo, estos tics y manías, que critiqué por escrito, parecían más o menos bajo control, y mientras tanto, seguía diciendo cosas que uno querría haber dicho. De cierto bladengue escritor espiritual llamado Idries Shah: ‘Estos libros son mucho más difíciles de leer que de escribir’. De un párrafo de Herman Wouk: ‘Esto no es malo en absoluto, salvo como prosa.’ Me dijo sobre Teddy Kennedy, que atravesaba su mala época de la cara roja, hinchada, y de irlandesidad abandonada, que tenía ‘todo el encanto de ciento cincuenta kilos de ternera podría’. ¿Quién sino Gore podría iniciar un debate diciendo que las tres palabras más desalentadoras del idioma inglés son ‘Joyce Carol Oates’? En una entrevista, me dijo que el trabajo de su vida era ‘hacer frases’. Habría sido más exacto decir que hizo una carrera a base de pronunciarlas.

Sin embargo, si en algo es cierto que a todos nos cambió el 11 de septiembre de 2001, probablemente es más cierto decir que a Vidal lo hizo más como era, y acentuó una cepa chiflada que poco a poco se impuso como dominante. Si te fijas en sus escritos de esa época, agrupados en un par de libros baratos titulados Soñando con la guerra y Perpetual War for Perpetual Peace, encontrarás las nociones más estúpidas de Michael Moore o de Oliver Stone expresadas en un lenguaje que se queda algo lejos del ideal de Wilde. ‘Mientras tanto, a los Medios se les asignó su tarea familiar de incitar a la opinión pública en contra de Osama bin Laden, que todavía no se ha demostrado que fuera el cerebro’. Vidal firmó esa frase, pésima en muchos sentidos distintos, en noviembre de 2002. Una pequeña antología de piezas medio argumentadas y medio escritas, destinada a escandalizar, insinuaba o afirmaba que la administración conocía de antemano los atentados de Nueva York y Washington, y buscaban un pretexto para construir un gasoducto largamente deseado que atravesara todo Afganistán. (No hay muchos signos de ello, aunque tampoco está claro que los afganos no le fueran a dar la bienvenida.) Como autoridad académica para esta empresa conspirativa, Vidal se basó en gran medida en el que pensaba que se había producido ‘el mejor, el informe más equilibrado’, del 11-S, de un tal Nafeez Mosaddeq Ahmed, del Instituto de Investigación y Desarrollo de Medidas, cuyo libro The War on Freedom había llegado hasta nosotros por medio de lo que Vidal llamaba ‘una editorial pequeña y local, pero de buena reputación.’ Tras una investigación, Ahmed resultó ser un individuo ridículo con la compulsión de vocear rumores a medio cocinar; su ‘Instituto’, un pequeño circo de una habitación en una ciudad costera de Inglaterra, Brighton; su editor, un grupo llamado ‘Media Monitors Network’, asociado en con el ‘Árbol de la Vida’, cuya página web (ahora cerrada) solía ofrecer consejos sobre el asunto siempre incómodo de la autoedición. Y pensar que una vez hubo un momento en el que Gore Vidal podía convocar a Lincoln a las páginas de una novela o discutir asuntos de estrategia con Henry Cabot Lodge...

Se hizo cada vez más difícil hablar con  Vidal después de esto (y también menos divertido), pero luego me di cuenta de algo en su último libro de memorias, Navegación de cabotaje, que contaba la historia de su vida hasta 2006. A pesar de que contenía una buena ración de insultos dirigidos a Bush y Cheney, no tenía ni siquiera un gesto hacia la materia delirante que el señor Ahmed había ofrecido. Eso podía significar dos cosas: o bien Vidal ya no lo creía o no estaba preparado para poner esas cosas tristes, tonto y siniestras en un volumen publicado por Doubleday, leído por sus pares literarios e intelectuales, y dedicado a la fallecida Barbara Epstein. La segunda interpretación, aunque algo despreciable, sería mejor que nada y sin duda mucho mejor que la primera.

Pero acabo de leer una larga entrevista de Johann Hari en The Independent de Londres (Hari es un admirador bastante devoto) donde Vidal decide volver a los viejos barrios para complacer los instintos más bajo de él mismo y de sus seguidores. Dice abiertamente que la administración Bush estaba ‘probablemente’ en el ajo de los ataques del 11-S, una complicidad criminal que ‘ciertamente encajaría muy bien con ellos’; que Timothy McVeigh fue ‘un muchacho noble,’ no peor que los generales Patton y Eisenhower; y que ‘Roosevelt se encargó de que entrábamos en la guerra’ incitando a los japoneses a atacar Pearl Harbor. Poniéndose un poco al día, Vidal dice que el experimento estadounidense puede ser descrito como ‘un fracaso’; el país se encontrará pronto ‘en algún lugar entre Brasil y Argentina, que es su sitio’; el presidente Obama será enterrado entre los escombros -roto por ‘la casa de locos’- después de que Estados Unidos sea humillado en Afganistán y los chinos emerjan como líderes supremos. A continuación, seremos la ‘carga del hombre amarillo’, y Pekín ‘nos tendrá llevando los coches de coolies, o lo que sea que utilizan para el transporte’. Los temas asiáticos no parecen producir al mejor Vidal: antes decía que Japón dominaba la economía mundial, y ante ese sólo peligro ‘ahora hay sólo una manera de salir. Ha llegado el momento de que Estados Unidos haga causa común con la Unión Soviética’. Eso fue en 1986: acaso no el año ideal para proponer un abrazo a Moscú, y sin duda no tan buen año como 1942, cuando Franklin Roosevelt unió fuerzas con la URSS, contra Japón y la Alemania nazi, en una guerra que Vidal nunca deja de decir que fue (a) culpa de los Estados Unidos y (b) una contienda en la que no merecía la pena luchar.

Para redondear la entrevista, el obviamente sorprendido Hari buscó de un cambio de ritmo y preguntó a Vidal si quería decir algo acerca de sus rivales, recientemente fallecidos John Updike, William F. Buckley, Jr., y Norman Mailer. No pudo terminar su pregunta antes de ser interrumpido. ‘Updike no era nada. Buckley era nada con un instinto para la publicidad. Mailer también era un publicista fallido, pero al menos de vez en cuando daba señales de tener un cerebro en funcionamiento’. Uno descubre con tristeza, como en los ladridos y derrames anteriores, la absoluta falta de elegancia o generosidad, así como la ausencia de ingenio o profundidad. Una ligereza sarcástica y cansada ha robado el lugar de las primeras, y el resentimiento lúgubre ha depuesto a los segundos. Oh, para terminar, entonces, ya que Vidal se encontraba en Londres, ¿tenía algo que decir acerca de Inglaterra? ‘Este no es un país, es un portaaviones estadounidense.’ Cielo santo.

Desde hace algunos años, el material rutinario del viejo ha sido el del último romano: la eminencia estoica que con ojos limpios prevé el fin próximo de la noble república. Ese acto no requiere una toga, pero exige un poco de dignidad. Las frases de Vidal tenían a veces a cierta rotundidad y extravagancia, pero ahora ha descendido directamente a lo barato, e incluso a la falsificación. ¿Qué pinta este patricio en los mercados de alcantarilla, donde los paranoicos farfullan y la expresión original es degradada por toda suerte de vulgaridades?

Si Vidal lee esto alguna vez, supongo que sé lo que va a decir. Cuando le preguntaron por nuestras diferencias hace poco en una reunión pública en Nueva York, respondió: ‘Sabe, él se consideró durante muchos años mi heredero. Y desafortunadamente para él, no me morí. Simplemente sigo y sigo’. (Un relato del acontecimiento decía que esta respuesta no tan afilada había dejado a la gente riendo ‘a mandíbula batiente’: en su declive, Vidal tiene fans como David Letterman, que se ríen en todos los momentos equivocados por miedo a sospechar que no lo están pasando bien.) Pero su primera frase, precisamente, invierte la verdad. Hace muchos años me escribió espontáneamente -tengo la correspondencia- y se ofreció libremente a designarme como su sucesor vivo, su dauphin o delfino. Amablemente me dedicó varios libros de este modo, y le pedí permiso para usar la frase de su carta en la solapa de uno de los míos. Dejé de utilizar la cita después del 11-S, como él sabe bien. No tengo ningún deseo de cometer parricidio literario, o de asesinar al personaje de Vidal; un personaje que, en cualquier caso, parece haberse suicidado

 

No me importa lo más mínimo su intento torpe y desagradable de reescribir su relación conmigo, pero me opongo a la historia chiflada, revisionista y negacionista que está vendiendo, así como a la forma terrible, rencorosa, y miserable -’sigo y sigo’, de hecho- en la que ha terminado por hacerlo. Oscar Wilde nunca fue mezquino, y tampoco se convirtió en un Anciano Marinero”.

2.

Félix Romeo ha escrito:

‘Gore Vidal (West Point, 1925) es más listo que Norman Mailer, y bastante más cínico. En Soñando la guerra, Gore Vidal despliega su conocimiento de la historia y de la geopolítica y parece que realmente estuviera interesado en explicar lo que sucede, que su indignación responde a un deseo de aclarar la verdad, pero por lo único por lo que realmente muestra interés es por Gore Vidal. Si Norman Mailer asume el viejo papel del escritor comprometido, Gore Vidal desea convertirse en ‘nosotros, el pueblo’. Si Norman Mailer propone una fábula apocalíptica del futuro, Gore Vidal se proyecta en el pasado para equipararse a los padres de la patria. Su modelo, aunque no lo mencione, lo encuentra en una figura muy conocida: H. D. Thoreau, autor de Walden, crítico con la democracia americana, promotor de la desobediencia civil y fuente de inspiración permanente para los movimientos alternativos. Gore Vidal saquea a H. D. Thoreau en su crítica a Estados Unidos y al militarismo, pero no se detiene en su defensa, casi naïf, del amor y de la bondad.

Gore Vidal propone que Estados Unidos vuelva a ser un país aislado, una envidiada arcadia republicana. Pero ese tiempo arcádico nunca ha existido: ¿no recuerda Gore Vidal, el defensor de la historia, la brutal esclavitud a que fueron sometidos los afroamericanos y su posterior segregación racial, el puritanismo, la guerra civil, la pena de muerte, la actuación salvaje contra los nativos? Si recuerda estas cosas no parece prestarles mucha atención.

 Soñando la guerra tiene mucho que ver con Estúpidos hombres blancos, el ensayo de Michael Moore. Gore Vidal y Michael Moore desearían ser representantes políticos y no lo ocultan; se ven a sí mismos como ventrílocuos destacados de ‘la voz del pueblo’. Por ello, y comprenden que no puede ser de otra manera, son perseguidos sin descanso. Fomentar teorías de la conspiración es la mejor manera de empezar a sentirse perseguido. Gore Vidal no cree que haya una prensa libre en Estados Unidos, pero ¿no ha publicado los artículos y entrevistas que se recogen en Soñando la guerra en la prensa estadounidense? ¿No han aparecido en The Nation, en Newsweek o en L. A. Weekly? ¿No se publican y tienen éxito, del que no se corta en jactarse, sus críticos libros?”.

Aquí, el resto de la reseña de Félix Romeo sobre libros de Mailer, Vidal y Laqueur.

 

En las imágenes, Hitchens, Wilde, Vidal (una y dos) y Romeo.

 

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