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Daniel Gascón

LA LITERATURA Y LA HISTORIA

LA LITERATURA Y LA HISTORIA

Aunque Philip Roth (Newark, 1933) ha abordado la historia en numerosas ocasiones –por ejemplo, en su estupenda trilogía sobre la segunda mitad del siglo XX: “Pastoral americana” (Alfaguara, 1999), “Me casé con un comunista” (Alfaguara, 2000) y “La mancha humana” (Alfaguara, 2001)-, su alter-ego Nathan Zuckeman se siente culpable porque haber nacido en Estados Unidos le ha librado de los sufrimientos de los judíos europeos: imagina que se casa con Anna Frank en “The Ghost Writer”, en “The Prague Orgy” viaja a Praga para rescatar la obra de un escritor asesinado por los nazis. En “La contravida”, su hermano Henry le reprocha que critique las tradiciones judías: “Cuando nuestros abuelos fueron a América, ¿estaban escapando de sus padres? Se estaban escapando de la historia”. Roth, que ha entrevistado a Aharon Applefield y Primo Levi en “El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras” (Seix Barral, 2003), parece compartir esa inquietud. “La conjura contra América” (Mondadori, 2005) parte de una especulación: ¿qué habría pasado si los judíos americanos no se hubieran escapado de la historia?

“La conjura contra América” es una ucronía y una falsa autobiografía donde Philip Roth presenta a su familia real, que componen Herman Roth –brillantemente retratado en “Patrimonio. Una historia verdadera” (Seix Barral, 2003)-, que vende seguros para la compañía Metropolitan y apoya a Roosevelt; Bess, la madre que aparecía en “Patrimonio” y “The Facts”; Sandy, el hermano mayor, y Phil, que tiene siete años cuando comienza la novela y vive obsesionado por su colección de sellos y el miedo: “El temor gobierna estas memorias” es el comienzo del libro. Para ellos, como para un millón de familias “el hecho de ser judíos no era un contratiempo ni una desgracia ni un logro del que estar ‘orgulloso’. Era aquello de lo que no podían librarse, de lo que de ninguna manera podían pensar ni siquiera en librarse. El hecho de ser judíos procedía de ser ellos mismos, como sucedía con el hecho de ser americanos”. Todo cambia cuando Charles A. Lindbergh, héroe de la aviación, simpatizante nazi y partidario del aislacionismo en la Segunda Guerra Mundial, gana las elecciones de 1940 frente a Roosevelt. El nuevo presidente firma un pacto de no agresión con Hitler y crea una Oficina de Absorción Americana, cuyo objetivo es “estimular a las minorías nacionales y religiosas de Norteamérica a incorporarse de un modo más profundo en la sociedad en general, aunque”, matiza el narrador, “en la primavera de 1941 la única minoría por la que la OAA parecía interesarse en serio era la nuestra”.

Algunos elogian a Lindbergh por apartar el país de la contienda, y otros vaticinan un régimen fascista en Norteamérica. Roth cuenta las reformas de la nueva administración en pocas páginas, a menudo imitando el estilo de los informativos de la época: lo que le interesa es observar cómo los grandes acontecimientos repercuten en la esfera privada. El clima de paranoia crea tensiones en la familia y sus vecinos; Phil ve cómo se enfrentan sus modelos. El padre está en contra del nuevo gobierno, escucha al comentarista radiofónico Walter Winchell (el crítico más feroz de Lindbergh, que acabará pasándose a la política) y confía en la tradición democrática estadounidense. Sandy guarda un retrato de Lindbergh: “Algo externo había transformado el significado de aquellos dibujos, convirtiéndolos en lo que no eran, así que les dijo a nuestros padres que los había destruido y, al actuar así, él mismo se había convertido en lo que no era”. Ésa es una de las obsesiones de Roth –el protagonista de “La mancha humana” es un negro que se hace pasar por judío; en “Pastoral americana” una chica de buena familia se une a una banda terrorista de extrema izquierda; en “La conjura contra América” Philip Roth se transforma en víctima del racismo- y uno de los temas del libro: Sandy participa en el programa de la OAA, pasa un verano en una granja de Kentucky, y se convierte en propagandista del presidente Lindbergh, mientras que su primo Alvin se alista en el ejército canadiense y vuelve sin una pierna.

Cuando la Metropolitan empieza a enviar a sus empleados judíos a lugares alejados de la costa Este, algunas familias se refugian en Canadá. El padre deja el trabajo y sigue viviendo en Newark. Su obstinación y sentido de la justicia adquieren proporciones heroicas: “Había dos clases de hombres fuertes: los que eran como tío Monty y Abe Steinheim, despiadados en su afán de ganar dinero, y los que eran como mi padre, implacablemente obedientes a su idea del juego limpio”.

Al final, la tragedia estalla con el asesinato de Winchell, que provoca disturbios y asesinatos. La solución de la trama es melodramática: la desaparición de Lindbergh provoca una ráfaga de autoritarismo y la reelección de Roosevelt; las inclinaciones nazis de Lindberg obedecían a motivos sentimentales y Estados Unidos vuelve al buen camino.

Aunque tiene buenos momentos –como la visita a Washington y la conversación telefónica entre Seldom y Bess - “La conjura contra América” no es una de las mejores novelas de Philip Roth, que ha escrito sobre el racismo y la familia de manera más convincente en “Patrimonio” o en su trilogía histórica. No se sabe si Roth ha querido lanzar una advertencia contra el peligro del autoritarismo, recordar que había antisemitas y aislacionistas como Henry Ford y el propio Lindbergh en los Estados Unidos, o formular un elogio de la democracia americana, y al final parece tratar los testimonios del Holocausto como si fueran un género literario.

“La conjura contra América”. Philip Roth. Barcelona, Mondadori, 2005. Traducción de Jordi Fibla.

    Esta reseña apareció en el suplemento Artes & Letras.


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