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Daniel Gascón

HUME CONTRA ROUSSEAU

HUME CONTRA ROUSSEAU

 

A.C. Grayling escribe sobre The Philosophers' Quarrel: Rousseau, Hume, and the Limits of Human Understanding [La disputa de los filósofos: Rousseau, Hume y los límites del entendimiento humano], de Robert Zaretsky y John T. Scout.

 “Rousseau tenía habilidad para molestar a las autoridades en cualquier lugar en el que estuviera, y si no las autoridades, a sus vecinos o a los criados de su anfitrión o directamente a su anfitrión, y por tanto tenía que ir de un sitio a otro con más frecuencia de lo que suele sucederle a la gente polémica y difícil. Y Rousseau era enfáticamente polémico y difícil. Cuando lo obligaron a abandonar su Suiza natal en 1765 tenía una elección: uno de los estados alemanes de Federico el Grande, o Inglaterra. Tras muchas dudas, escogió esta última. David Hume estaba terminando un periodo de trabajo diplomático y aceptó encantado la idea de llevar a Rousseau –a quien no había conocido aún- a Inglaterra y a mandarlo allí, seguro de que mucha gente querría ayudar al famoso y admirado exiliado, y de que se podía pedir al rey Jorge III que le concediera una pensión. Hume tenía razón en todos los aspectos. En lo que se equivocaba completa y desastrosamente era en lo que concernía al propio Rousseau.

No es que no lo hubieran advertido: Voltaire, el barón d’Holbach y en realidad casi todo el mundo que Hume conocía en Francia, le aconsejaron que tuviera cuidado. Cuando Hume le dijo a d’Holbach lo rápido que se habían unido él y Rousseau en sus primeros encuentros en París, y lo mucho que le apetecía encontrarse con Roussseau en Inglaterra, d’Holbach dijo: “Aunque siento echar un jarro de agua fría sobre sus placenteras esperanzas e ilusiones, pronto verá que está engañado. Usted no conoce a su hombre.  Le digo porque está alimentado a una víbora en su pecho”

Y así se demostró. Rousseau era un genio, pero también era un genio egoísta, paranoico, al menos medio loco, un ególatra, dolorosamente sensible en lo que a él se refería y groseramente indiferente a los demás: sus necesitadas efusiones de afecto podían –y habitualmente lo hacían- convertirse en un momento en malevolencia y rencor. Hume era un hombre benévolo, un defensor cordial del sentido común y la cortesía; algo que asumía que los demás también serían, y este fue su fatídico error con Rousseau. Cuando, tras acomodar a Rousseau, a su perro y a su concubina en un encantador retiro campestre, y gestionarle una pensión del rey, la recompensa de Hume fue recibir largas e iracundas acusaciones epistolares de Roussseau que le achacaban traición, conspiración y negrura de corazón, se sintió aturdido y después –de manera infrecuente- enfurecido. Se defendió, el intercambio de cartas se publicó en Francia e Inglaterra para alimentar la curiosidad de un público sediento, porque los dos eran famosos y tenían seguidores, Hume entre los salonnières y Rousseau entre los románticos.

Zaretsky y Scott cuentan la historia con habilidad, tratándola como debería tratarse: como un drama, lleno de ruido y de furia, y que en este caso significa mucho.

Lo mucho que hay en cuestión es el conflicto entre dos perspectivas profundamente diferentes. Aquí es donde Zaretsky y Scout entienden mal la filosofía. Empiezan pensando en Hume y Rousseau como dos gigantes de la Ilustración. Pero Rousseau está, por supuesto –y conforme avanza el libro, sus autores tienen que concederlo cada vez más- lejos de ser una figura de la Ilustración. Era un romántico, y de pura cepa. Para él no eran el conocimiento, la razón empírica, o las creencias impulsadas por el sentido común y la estructura de la psicología humana los que debían servir de guía en la filosofía y la vida –como era la visión de Hume- sino las sensaciones, sentimientos, pasiones e impulsos. Hume pronto descubrió que Rousseau tenía pocas lecturas y poco conocimiento pero era un genio nato, de un alto orden, pero indisciplinado, desinformado y subjetivo. En una carta a un amigo escrita antes de la debacle, aunque seguía elogiando el genio de Rousseau (algo que por otra parte nunca dejó de hacer), Hume escribió: “Ha leído muy poco en su vida… ha visto muy poco, y no tiene ningún tipo de curiosidad… Ha reflexionado, propiamente hablando, y estudiado muy poco, y no tiene muchos conocimientos”. Y Hume identificaba exactamente lo que había hecho de Rousseau el hombre que era: “Sólo ha sentido, durante todo el curso de su vida y en este aspecto, su sensibilidad se eleva más allá de lo que yo he visto nunca”.

Hume se oponía a la creencia racionalista de que una razón a priori puede revelar verdades últimas sobre el universo, el hombre y dios. En lugar de esta tradicional visión filosófica elogiaba la razón empírica y el sentido común, las verdaderas virtudes de la Ilustración. Zaretsky y Scout no ven la distinción entre la razón de los racionalistas y la de los empiristas (que es la razón de la Ilustración), y por tanto construyen una paradoja, donde no existe, del hecho de que Hume fuera un hombre de la Ilustración que atacara la razón. Por su parte, Hume no veía, porque no se la tomaba en serio, la creciente atmósfera contraria a la Ilustración del Romanticismo. Cuando Rousseau repentina y violentamente lo atacó con toda la fuerza de la lógica subjetivista de la emoción –Rousseau se sentía maltratado, luego era maltratado; percibía la traición de Hume, luego Hume lo había maltratado- Hume se quedó momentáneamente paralizado. Sus amigos le aconsejaron no responder; pero incluso un individuo tan tranquilo y compuesto encontraba difícil soportar esa ingratitud y calumnia.

El Baron d’Holbach describió a Rousseau como “un charlatán filosófico, lleno de afectación, orgullo, rarezas e incluso villanías”. Va a favor del crédito de Hume que nunca pensó que Rousseau fuera un charlatán, aunque ahora estaba de acuerdo con el resto del análisis de d’Holbach, y siguió admirando el genio y la elocuencia de Rousseau aunque predijo que la extravagancia de las ideas del suizo reduciría su valor a los ojos de la posteridad.

De Zaretsky y Scott aprendemos mucho sobre Hume, Rousseau, Voltaire y otros miembros de la constelación de talentos que formaron la Edad de la Ilustración, incluso aunque algunos de ellos (como Rousseau) estuvieron en ella en lugar de formando parte de ella. No puede haber bastantes libros así, o suficientes lectores. Sacan ese tiempo y esos debates vívidamente a la luz, y recuerdan que lo que importaba entonces todavía importa ahora: no es lo menos importante recordar los peligros de la filosofía del sentimiento y la pasión –la prescripción de Rousseau- en la que lo que uno siente es la justificación de todo, aunque el mundo alrededor, si ha mejorado en algo, lo ha hecho gracias al sentido común empírico –la prescripción de Hume. Esa es la verdadera disputa, que la riña entre Rousseau el sensible y Hume el filósofo ilumina perfectamente”.

He tomado la imagen de David Hume aquí.

 

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