EL ESCRITOR Y EL TIRANO
1.
Enrique Krauze escribe en Letras libres sobre la biografía de García Márquez de Gerald Martin:
“Tres despachos que Martin considera ‘memorables’, pero no glosa siquiera, fueron escritos por García Márquez tras una larga estancia en la isla en 1975 y se titularon ‘Cuba de cabo a rabo’. Los publicó en agosto-septiembre de ese año la revista Alternativa, que fundó en Bogotá en 1974. ¡Y vaya que eran memorables! Sabrosos, como todos los suyos, declaraban una profesión absoluta de fe en la Revolución encarnada en la heroica figura del comandante (a quien García Márquez, a pesar de permanecer tres meses en la isla, no conocía aún): ‘Cada cubano parece pensar que si un día no quedara nadie más en Cuba, él solo, bajo la dirección de Fidel Castro, podría seguir adelante con la Revolución hasta llevarla a su término feliz. Para mí, sin más vueltas, esta comprobación ha sido la experiencia más emocionante y decisiva de toda mi vida.’
Lo fue, al grado de que en 34 años García Márquez no se ha apartado públicamente de esa visión epifánica. ¿Qué vio, que cualquiera podía ver? Logros tangibles en los servicios de salud y educación (aunque no se preguntó si para alcanzarlos era necesario el mantenimiento de un régimen totalitario). ¿Qué no vio? La presencia de la URSS, salvo como generosa proveedora de petróleo. ¿Qué dijo no haber visto? ‘Privilegios individuales’ (aunque la familia Castro se había adueñado de la isla como patrimonio personal), ‘represión policial y discriminación de ninguna índole’ (aunque desde 1965 se habían creado los campos de concentración para homosexuales, antisociales, religiosos y disidentes, llamados eufemísticamente Unidades Militares de Ayuda a la Producción o umap). ¿Qué sí vio, finalmente? Lo que quería ver: a cinco millones de cubanos pertenecientes a los Comités de Defensa Revolucionaria no como los ojos y el garrote de la Revolución sino como su espontánea, multitudinaria y ‘verdadera fuerza’ o, más claramente –en palabras de Fidel Castro, citadas con elogio por el propio García Márquez–, ‘un sistema de vigilancia colectiva revolucionaria para que todo el mundo sepa quién es y qué hace el vecino que vive en la manzana’. Vio multitud de ‘artículos alimenticios e industriales en los almacenes de venta libre’ y profetizó que ‘en 1980 Cuba sería el primer país desarrollado de América Latina’. Vio ‘escuelas para todos’, restaurantes ‘tan buenos como los mejores de Europa’. Vio ‘la instauración del poder popular mediante el voto universal y secreto desde la edad de dieciséis años’. Vio a un viejo de 94 años embebido en sus lecturas ‘maldecir al capitalismo por todos los libros que dejó de leer’.
Pero sobre todo vio a Fidel. Vio ‘el sistema de comunicación casi telepática’ que había establecido con la gente. ‘Su mirada delataba la debilidad recóndita de su corazón infantil [...] ha sobrevivido intacto a la corrosión insidiosa y feroz del poder cotidiano, a su pesadumbre secreta [...] ha dispuesto todo un sistema defensivo contra el culto a la personalidad.’ Por eso, y por su ‘inteligencia política, su instinto y honradez, su capacidad de trabajo casi animal, su identificación profunda y confianza absoluta en la sabiduría de las masas’, había logrado suscitar el ‘codiciado y esquivo’ sueño de todo gobernante: ‘el cariño’.
Aquellas virtudes se sustentaban, según García Márquez, en la ‘facultad primordial y menos reconocida’ de Fidel: su ‘genio de reportero’. Todos los grandes hechos de la Revolución, sus antecedentes, detalles, significación, perspectiva histórica, estaban ‘consignados en los discursos de Fidel Castro. Gracias a esos inmensos reportajes hablados, el pueblo cubano es uno de los mejores informados del mundo sobre la realidad propia’. Esos discursos-reportajes, admitía García Márquez, ‘no habían resuelto los problemas de la libertad de expresión y la democracia revolucionaria’. La ley que prohibía toda obra creativa opuesta a los principios de la Revolución le parecía ‘alarmante’ pero no, desde luego, por su limitación a la libertad sino por su futilidad: ‘cualquier escritor que ceda a la temeridad de escribir un libro contra ella, no tiene por qué tropezar con una piedra constitucional [...] la Revolución será ya bastante madura para digerirlo’. La prensa cubana le parecía todavía deficiente en información y sentido crítico, pero se podía ‘pronosticar’ que sería ‘democrática, alegre y original’ porque estaría fincada en ‘una nueva democracia real [...] un poder popular concebido como una estructura piramidal que garantiza a la base el control constante e inmediato de sus dirigentes’. ‘No me lo crea a mí, qué carajo. Vayan a verlo’, concluía García Márquez.
Años más tarde, en una entrevista para The New York Times, Alan Riding le preguntó ¿por qué, si viajaba tanto a La Habana, no se establecía allí?: ‘Sería muy difícil para mí llegar ahora y adaptarme a las condiciones. Extrañaría demasiadas cosas. No podría vivir con la falta de información.’”
2.
Más adelante, dice Krauze:
“Martin hubiera podido extraer mucho jugo del libro Gabo y Fidel de Ángel Esteban y Stéphanie Panichelli (que sólo menciona en la bibliografía). Allí se recoge el testimonio de Miguel Barnet, poeta cubano amigo de García Márquez y presidente de la Fundación Fernando Ortiz. Barnet hace la crónica de las fiestas en la ‘mansión de Siboney’, describiendo incluso la vestimenta de ‘Gabo’, el anfitrión. Fidel y ‘Gabo’ –dice Barnet– ‘son verdaderos especialistas en cultura culinaria, y saben apreciar los buenos platos y los buenos vinos. Gabo es ‘el gran sibarita’, por su afición a los dulces, el bacalao, los mariscos y la comida en general’. Por otra parte, Manuel Vázquez Montalbán, escritor español amigo de Castro, recogió este testimonio del ‘gran Smith’, quizás el mejor cocinero cubano: ‘Gabo es un gran admirador de mi cocina y me ha prometido un prólogo para el libro de mis vivencias, que está casi concluido.’ En ese libro, cada uno de los platos se asocia a un personaje relevante para quien fue pensado. El de ‘Gabo’ es ‘Langosta a lo Macondo’, y el de Fidel Castro, un ‘Consomé de tortuga’.
Por esos días, la cartilla de racionamiento cubana (vigente desde marzo de 1962) contenía, al mes y por persona, las siguientes delicias: siete libras de arroz y treinta onzas de frijoles, cinco libras de azúcar, media libra de aceite, cuatrocientos gramos de pastas, diez huevos, una libra de pollo congelado, media libra de picadillo condimentado (de pollo), a los que se pueden sumar como alternativa en el apartado de ‘productos cárnicos’ pescado, mortadela o salchichas”.
3.
Gerald Martin habla de una visita posterior del dictador a Moscú: “Mientras estaba en Moscú, Fidel le compró a García Márquez una gran remesa de su caviar favorito.”
4.
En su reseña en Artes & Letras, Félix Romeo citaba una frase de Reinaldo Arenas que también aparece en la biografía:
“Que un escritor como el señor García Márquez, que ha escrito y ha vivido en el mundo occidental, donde su obra ha tenido una inmensa repercusión y acogida que le han garantizado un modo de vida y un prestigio intelectual, que un escritor como él, amparándose en la libertad y posibilidades que ese mundo le brinda, use de ellos para hacerle la apología del totalitarismo comunista que convierte a los intelectuales en gendarmes y a los gendarmes en criminales, es sencillamente indignante”.
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