FORMAS MIXTAS
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Una entrevista con Carmen Iglesias.
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Ismael Grasa sobre la educación:
Podríamos partir de la idea, por tanto, de que hay que confiar en las personas, a diferencia de lo que sucede en los planteamientos totalitarios. El deseo de justicia emerge de cada hombre, y tendrá reflejo en sus instituciones. Las personas, por sí mismas, pueden ser capaces de crear obras bellas, respetar mutuamente sus ideas y poner freno a los abusos. El pensamiento totalitario parte, por el contrario, del principio de que la población, dejada a su libre arbitrio y comercio, inevitablemente da lugar a injusticias que cada vez se han de volver más insostenibles, hasta que sea precisa la intervención de un elemento impuesto y exterior, un proyecto ideológico que ha de llevar a cabo en exclusiva el Estado. Según esto, el hombre, por sí solo, tendría a reproducir el mal y a apartarse de la verdad. El Estado, y su sistema educativo, serían la fuente del bien. Y para ello, por tanto, los profesores deberían estar sometidos a una vigilancia por la que los ideólogos del Estado se asegurasen de que están siendo fieles al proyecto que se pretende alcanzar. El profesor, según esto, dejaría de ser un mediador del saber para convertirse en un supuesto instrumento corrector del mal, y en mediador, consciente o no, de ideología. El profesor que pretenda transmitir saber, o amor al saber, un saber por saber, pasa a ser visto como alguien reaccionario, porque su tarea primera, bajo esta nueva perspectiva, es corregir la injusticia social. Y puesto que nada suele ser más desigual que el saber, y que las capacidades y disposiciones para aprender, la enseñanza, entendida como un sistema de compensación, se vuelve en sí ya algo conflictivo. La pedagogía y los recursos tienden a centrarse en los alumnos más problemáticos, lo cual es comprensible, siempre y cuando se atienda correctamente a los alumnos que muestran una buena disposición hacia el saber, permitiéndoles que lleguen hasta allí donde sean capaces. Y aquí me viene a la cabeza una anécdota que el poeta Ángel Guinda le contó al escritor Félix Romeo. A Guinda, que estaba haciendo una campaña política en Aragón por un partido de izquierdas, le reprocharon en un pueblo que acudiese en un coche deportivo, a lo que respondió: “Quiero la riqueza para todos, no la pobreza para todos.”
El Estado, de entrada, se ha de asegurar de que se cumplan los derechos básicos, como es el de educación, lo cual no significa que sea él quien haya de impartirlo en términos de exclusividad. Es deber del Estado, como ha explicado bien el liberalismo matizado de John Rawls, velar por que tienda a haber una igualdad de oportunidades entre los ciudadanos, porque lo contrario sería injusto. Ha de haber ayudas y compensaciones, porque no existe, ni ha existido en un pasado, un punto de partida de justicia completa. O, dicho de otro modo, el capitalismo estricto, basado en el derecho natural de propiedad y libre intercambio, no deja de ser también un modo de utopía, aunque sea una utopía que se proyecta hacia el pasado: la idea de que las desigualdades estarían justificadas porque partimos de un punto primigenio de condiciones de igualdad, cuando lo cierto es que no hace falta rastrear mucho para descubrir que no siempre las riquezas proceden de unas condiciones de legitimidad óptima, por así decirlo. De modo que, si realmente somos antiutópicos, parecemos condenados a dar lugar a formas mixtas de gobierno. Y, en lo que toca a la educación, habría que pensar que la labor del Estado no tiene por qué ser, insisto, la de impartirla, sino el velar por que los derechos se cumplan, según el principio de que el Estado ha de llegar ahí donde no llega la sociedad civil. Ha de vigilar, por ejemplo, para que no se formen barrios de marginación y pobreza, o para que nadie quede excluido por nacimiento de las esferas más altas de la sociedad. Tiene, ciertamente, un elemento “corrector” que llevar a cabo, pero esta corrección no va contra la sociedad, sino que se suma a ella. Por eso la enseñanza privada, o en régimen de concierto económico, no debería verse en principio como una “deslealtad”, o fruto del egoísmo y de la insolidaridad de los padres –como es percibida en muchos ámbitos de la sociedad española, y supongo que en otros países– sino como algo normal y deseable. El problema, y vuelvo aquí a nuestro país, es que el debate sobre la educación concertada se mezcla con el de la educación religiosa, al ser esta clase de centros mayoritario. Y sí, ciertamente, no parece algo conveniente que colegios vinculados a una confesión religiosa reciban dinero público, siendo el Estado laico. Pero, aunque esta es una cuestión que puede encender los ánimos religiosos o antirreligiosos en una discusión, no debería enturbiar la idea central de que el Estado no tiene por qué tener el monopolio de la educación.
En mi opinión, es preferible que la religión no esté en los colegios a que esté. Me parece que la educación religiosa impide hablar sobre las cosas de verdad, con respeto, y acaba haciendo que los asuntos serios sean tratados con una media sonrisa, con inmadurez. Esto da lugar o bien a cierto cinismo social, o bien al reclamo de un “respeto” específico de la conciencia religiosa que, en términos de convivencia civil, debería considerarse improcedente. Lo que a muchos nos gustaría realmente es que hubiese una buena educación laica en nuestro país, sea pública, privada o de régimen mixto, y que diese suficientes garantías a los padres.
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Jordi Pérez Colomé: No es época para esnobs (al menos en periodismo).
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Sobre el Oulipo. Y unas cartas de Italo Calvino.
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Los talibanes renuncian a la guerra contra la vacuna de la polio.
8.
Propaganda contra el voto femenino.
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