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Daniel Gascón

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LOS NOMBRES DE LAS COSAS

Sobre la ley de lenguas de Aragón y el independentismo catalán, en el número de julio de Letras Libres.

DELITOS Y PECADOS

DELITOS Y PECADOS

Siempre va a haber embarazos no deseados. El aborto es una realidad trágica y traumática, y el objetivo es que, como declaró Bill Clinton, sea “seguro, legal y escaso”. Para ello es necesario que existan una educación sexual y anticonceptivos disponibles, garantías sanitarias, apoyo a la maternidad y un marco legislativo, como el que proporciona la ley española de 2010, una normativa homologable a las de los países de nuestro entorno: Europa occidental, donde el aborto es legal, tiene las tasas de aborto más bajas del mundo. El Partido Popular recurrió la ley de plazos ante el Tribunal Constitucional y ha anunciado que la va a cambiar antes de que haya una sentencia.

Probablemente hay razones pragmáticas: el PP tiene que contentar a los sectores más radicales de sus votantes y las guerras culturales generan mucho ruido y distraen de otros asuntos. Se produce una curiosa paradoja: el gobierno compensa su timidez reformista con celo contrarreformista. Ese brío toma la forma de concesiones al sector más ultramontano de la Iglesia Católica. La ley que pretendía modernizar la educación española ha supuesto la reintroducción de la asignatura de Religión como materia evaluable. Según una encuesta reciente el 70% de los españoles –y el 61% de los católicos practicantes– se opone a esa decisión, que es un asalto al pensamiento científico, pero también facilita una práctica obscena: en muchos centros, los alumnos que escogen religión tienen automáticamente buena nota en esa asignatura. Ahora, ese premio a la fidelidad tribal hace media con la nota del resto de asignaturas: es un soborno mucho más jugoso, y deja en desventaja a quienes no quieran seguir una formación religiosa. En la reforma del aborto, el gobierno también se esfuerza en contentar a unos sectores que, esté dónde esté el Padre, siempre se colocarán a su derecha.

Lo que molesta a los sectores conservadores no es el derecho a la vida, sino la libertad sexual. En las democracias occidentales, la prohibición del sexo antes del matrimonio, del onanismo, del divorcio o de los anticonceptivos son ya batallas perdidas; por eso se redoblan los esfuerzos en torno al aborto. Uno de los motivos principales de que exista un debate público sobre el asunto es una cuestión de localización. El aborto se produce en el terreno que las religiones del Libro han intentado controlar con más insistencia: el aparato reproductor femenino. Si no fuera así, el aspecto político del debate habría quedado cancelado hace tiempo: el debate moral seguiría existiendo, pero sería una íntima cuestión de conciencia. Contrariamente a lo que podría parecer, que el aborto esté despenalizado no significa que sea obligatorio. Y, por otra parte, la vida está llena de cosas que son discutibles o inaceptables según algunos sistemas morales y que sin embargo no son delito. En palabras de Fernando Savater:

Las leyes contemporáneas de las democracias avanzadas no pretenden zanjartodas las disputas morales, sino impedir que lo que unos consideran pecado deba convertirse en delito para todos. Como todo reconocimiento institucional de la libertad de conciencia, ello obliga al incómodo ejercicio de convivir con lo que no nos gusta y aceptar que no se castigue penalmente las transgresiones de lo que nosotros íntimamente nos prohibimos.

La pregunta es: ¿debe una mujer ir a la cárcel por abortar? Ni siquiera lo cree el ministro Ruiz Gallardón. (Y las organizaciones ultracatólicas, abogadas de la tiranía de la mente discontinua que equiparan el aborto con el asesinato y dicen que abortar un embrión es matar a un niño presumiblemente encantador, piden que se prohíba la interrupción del embarazo, no que se clasifique como homicidio.)

Uno de los aspectos más tétricos de la postura del Partido Popular es el paternalismo con el que ha tratado el asunto. Mediante una batería de datos falsos y demagogia –que hizo que una de sus diputadas, Celia Villalobos, abandonara la sesión del Congreso, y ha incluido desde revisiones de Foucault a una pasmosa preocupación por la desigualdad económica–, se ha presentado la mujer que toma una decisión difícil como víctima, como un ser incapaz de decidir sus actos. Es un insulto a la realidad, un menoscabo a la dignidad de las mujeres que abortan y a la inteligencia de los ciudadanos. Volver a una ley de supuestos, como ha anunciado el PP, va en la misma dirección condescendiente: esa normativa, que obliga a una mujer a decir que es incapaz psicológicamente de tener un hijo para poder abortar, es una manera de declarar simbólicamente la minoría de edad mental de las españolas. Que la parte más conservadora de la derecha española, en alianza con la Iglesia Católica, afease a la izquierda su papel en la defensa de los derechos de la mujer a lo largo de la historia, como ha hecho el ministro de Justicia, recordaba por momentos al conde Drácula reprochando un chupetón.

Es posible que la especulación sobre la eliminación del aborto eugenésico sea finalmente una demostración de que el PP se ha aficionado a una de las tácticas preferidas del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero: el globo sonda. Pero, aun así, es inquietante. No se puede impedir que una mujer tenga un hijo sabiendo que va a ser discapacitado o va a tener una malformación. Pero tampoco se le puede obligar a tenerlo. El jesuita Juan Masiá Clavel escribía:

Es ambiguo hablar de malformaciones en general, equiparando casos, desde un simple estrechamiento del conducto esofágico en un síndrome de Down hasta una anencefalia. Tampoco es coherente penalizar la interrupción del embarazo en supuestos seriamente graves, a la vez que se recorta el apoyo con la ley de dependencia a la crianza, sanidad y educación de esa vida discapacitada. Ni se puede lanzar la acusación de antivida a quienes optaron dolorosamente por un mal menor en situación de conflicto, ni es necesariamente provida la postura que impone por motivaciones ideológicas la opción contraria.

[…] un feto anencefálico carece del mínimo neurológico-estructural como soporte para formar una persona, desde respirar autónomamente hasta capacitarse para actos estrictamente humanos. Si hay razones para no interrumpir su alumbramiento, no será por considerarlo realidad humana personal. Su aborto no es comparable a matar un ser humano. Un feto con una malformación incompatible con la vida extrauterina (por ejemplo, agenesia renal irremediable) tampoco sobrevivirá.

En cambio, es delicado el caso de fetos con patología grave incurable, solo con solución paliativa. El doctor Francesc Abel, con doble perspectiva de obstetra y teólogo moral, concluía: “Ante tal diagnóstico prenatal, muchos progenitores solicitan interrumpir la gestación, acogiéndose al tercer supuesto de la ley... Aunque objetivamente cueste asentir, debemos respetar a quienes se encuentran en esta situación y sus decisiones” (Diagnóstico prenatal, Instituto Borja de Bioética, 2001, 3-26).

La consecuencia de esa cerrazón ideológica sería imponerle a una madre un hijo enfermo, y exponerlos a los dos a dificultades y padecimientos. Por ejemplo, una mujer o una pareja puede tener problemas a la hora de pensar en otros hijos: no solo por temor a que la discapacidad vuelva a aparecer, sino por la posibilidad de cargar al hijo menor con el cuidado del mayor. También supone hacerse responsable a sabiendas de que es una persona dependiente y de que te puede sobrevivir. Tampoco es lo mismo tener un hijo discapacitado si tienes dinero que si eres pobre. Y, con los recortes en las ayudas a la dependencia, todavía menos. Desgraciadamente, muchas personas sufren cada día las consecuencias de ese inhumano empecinamiento ideológico: en los países donde el aborto es ilegal no es menos frecuente, pero se realiza en condiciones menos seguras, que a menudo ponen en peligro la vida de las mujeres. Como han hecho los reaccionarios musulmanes, los fundamentalistas católicos –que combinan alegremente dos falsedades cuando se presentan simultáneamente como una mayoría social y una minoría perseguida– se apropian de un lenguaje aparentemente democrático, pero que solo funciona en una dirección: la libertad religiosa es solo la libertad para imponer su religión, y la libertad de expresión es solo la suya. En ese aspecto, los fanáticos religiosos se parecen a las personas que, como decía Groucho Marx, siempre toman bebidas caras, excepto cuando pagan ellos. Es una lástima que el gobierno de todos los españoles esté tan dispuesto a complacer a un sector atrasado y minoritario que muestra tanto entusiasmo por decretar la necesidad del sufrimiento ajeno y tanto empeño por convertir sus pecados en los delitos de todos.

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