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Daniel Gascón

EL CUADERNO

EL CUADERNO

Mientras el tren arrancaba, Sergio abrió la cartera y buscó entre los libros y los periódicos. Después se echó contra el respaldo y cerró los ojos. No podía creer que hubiera olvidado el cuaderno.

Se lo había dejado por culpa de la discusión del vino. Hasta ese momento, todo había salido bien. Había contactado con Alberto Dieste por e-mail, al enterarse de que iba a viajar a París para presentar su nueva novela en la librería Compagnie. Era una coincidencia afortunada: Sergio daba clases de español en una universidad de la periferia y escribía una tesis sobre la obra de Dieste, a quien había conocido brevemente meses atrás. El escritor respondió a su correo: le dijo que vendría con su mujer, Carmen, y que se quedarían una semana. Podrían verse el miércoles a mediodía; le dio las señas de su hotel, cerca de Montparnasse.

Sergio fue a buscarlos; llegó demasiado pronto, se entretuvo dando una vuelta a la manzana. En el hall pensó que formaban una pareja curiosa: él era larguilucho, de ojos verdes, y ella era bajita y morena. Sus ropas mezclaban la elegancia y el disparate. Dieste propuso ir a una librería, y luego se dirigieron hacia Saint-Michel en autobús. Alberto Dieste recordó sus años de juventud durante el trayecto; Carmen le dijo que ella, como él, había sido profesora de español en Francia, en un pueblo de Bretaña. Dieste le contó el argumento de su próxima novela, que acababa de terminar.

-¿Ya sabes cómo va a titularse?

Alberto Dieste miró a su alrededor. Luego miró a su mujer.

-No se lo puedo decir a nadie –dijo, e hizo una pausa-. Sólo lo sabe Carmen.

Comieron en un restaurante que frecuentaban escritores y editores. Se sentaron en la zona de fumadores: Carmen seguía fumando, aunque había dejado de beber destilados; Alberto continuaba bebiendo, pero ya no fumaba.

Entre los tres tomaron dos botellas de vino. Alberto y Carmen no dejaron que Sergio pagase. Después pasearon por el barrio latino. Sergio le preguntó a Alberto Dieste por sus escritores preferidos y aclaró algunas dudas que le habían surgido al leer sus novelas. A Sergio le emocionaba hablar con uno de los narradores que más admiraba; Alberto parecía disfrutar de su compañía: le llamaba “hijo”, parodiando a un padre que explicara los secretos de la vida. Carmen resolvía los problemas prácticos: traducía el menú e indicaba las direcciones. Alberto, pensó Sergio, no demostraba mucho interés por el mundo real.

Entraron al un bar que, según Dieste, siempre iba Andy Warhol cuando visitaba París, y buscaron una mesa junto a la ventana. Sergio y Alberto tomaron dos whiskies; Carmen pidió una copa de vino. Dieste le dijo a Sergio que el autor que más había influido en su última novela era un escritor semidesconocido, que sólo había publicado dos libros. Había vivido en la misma calle en la que estaban. Dieste dijo el nombre y Sergio sacó su cuaderno.

-¿Te apuntas cosas? –dijo Carmen.

-Sí, es un poco ridículo, pero...

-Qué va, me encanta.

Sergio escribió el nombre del autor.

-¿Crees que debería decirte el título de mi novela? –preguntó Dieste.

La pregunta sorprendió a Sergio. Se encogió de hombros. Dieste lo miró a los ojos:

-¿Crees que has hecho méritos para ello? –hizo una pausa-. Carmen, ve a pedir otra botella de vino. Vamos a brindar.

Carmen no se levantó.

-Alberto, creo que ya has bebido bastante.

-¿Qué dices?

-Estamos bien así. Ya veo hacia dónde vas...

-Bueno, tú fumas todo lo que quieres y yo tengo que aguantarme, ¿no?

-No es el momento.

Sergio no sabía qué hacer. Alberto y Carmen hablaban sin gesticular ni alzar la voz, pero la tensión iba en aumento. Sergio se levantó y fue al cuarto de baño. Esperó un poco, recitó un soneto y la alineación de un equipo de fútbol: cuando volvió, Carmen y Alberto sonreían. No hablaban.

-Ya ves. Cosas de los matrimonios –dijo Alberto Dieste.

-Ya –dijo Sergio. Habría propuesto tomar algo más pero prefirió no hacerlo. Tampoco se atrevió a preguntar el título de la novela. Además, tenía que coger el tren de vuelta a casa. Los dejó en el bar: Alberto lo abrazó y le regaló la traducción francesa de uno de sus libros, y Carmen le pidió que fuera a visitarlos en Madrid. Sergio quería apuntar lo que había pasado aquel día, pero no había encontrado el cuaderno.

Era una putada. No había textos terminados en la libreta, porque solía escribir en el ordenador. Pero el cuaderno contenía muchas notas de lecturas, pequeñas observaciones que hacía en cuanto tenía un momento libre, entre clase y clase, o en la cola de la oficina de correos. Y se lo había dejado en el bar, encima de la mesa.

Podría ir a buscarlo el fin de semana, si el camarero no lo había tirado. O si Dieste y Carmen no lo veían. En ese caso, pensarían que era un despistado, un tipo poco riguroso. Alberto Dieste abriría el cuaderno, como si fuera un personaje de una de sus novelas, en busca de historias. En un primer momento, Sergio se sintió halagado: allí, Dieste vería las ideas esenciales de su tesis, apuntes rápidos acerca de sus relatos y otros libros, y quizás le sorprendiera su perspicacia. Pero luego se dio cuenta de que eso era imposible. Si Dieste cogía el cuaderno buscaría directamente los comentarios sobre su obra. Y allí, en esos garabatos, seguro que encontraría cosas molestas, observaciones que le parecerían injustas, y que ni siquiera estaban bien redactadas. Odiaría el cuaderno. Probablemente no se lo devolvería, y dejaría que su relación se enfriase poco a poco: nunca podría terminar su tesis.

La actitud de Carmen sería distinta. Dieste cerraría el cuaderno, quizás algo avergonzado pero posiblemente ofendido por los comentarios sobre sus novelas, y Carmen lo abriría. Le había hecho muchas más preguntas que Alberto, y al final le había dicho: “Pásate por casa cuando vengas a Madrid, por favor”.

Carmen buscaría los apuntes literarios, pero pronto comenzarían a interesarle otras cosas. La caligrafía, por ejemplo (antes, en el bar, le había dicho que era una letra extraña para alguien tan joven). Y sobre todo, le atraerían los fragmentos más personales, como las entradas en las que hablaba de Claire, de sus primeros encuentros en la sala de profesores del departamento, la descripción de sus primeros polvos, su relación y la ruptura final. Probablemente le llamaría la atención la descripción de la habitación de Claire, que había escrito una mañana, después de que ella se fuera a trabajar. A Carmen, que no tenía hijos, le gustaría acceder a la intimidad de un joven, y pensaría que en realidad se sentía bastante solo en esa universidad a las afueras de París.

Cuando el tren se detuvo en la estación de Mantes La Jolie, Sergio abrió la cartera para consultar la hora en el móvil y encontró el cuaderno, escondido en el bolsillo interior como un criminal en una calle oscura.

Este relato de Daniel Gascón apareció en el número de diciembre de la revista Enateca , de Enate.

1 comentario

Juan M. González -

Quién no ha soñado con esta posibilidad alguna vez de compartir conversación con alguno de sus escritores favoritos y que éste, por casualidad, descubra los escritos maravillosos que has estado recopilando en un cuaderno.