Blogia
Daniel Gascón

UNA NOVIA EN SAN FRANCISCO

UNA NOVIA EN SAN FRANCISCO

    Mierda, pensó Sergio cuando notó la vibración del móvil en el bolsillo de la camisa, al principio de la clase.

El mensaje de Patricia tenía un tono amenazador: “¿Puedes quedar esta tarde? Tengo que hablar contigo. Un beso”. Sergio llevaba tres días aplazando la cita, así que le contestó y le dijo que podía, pero poco rato, y apagó estúpidamente el móvil, como si eso fuese a evitar que llegara la respuesta. Pero la contestación de Patricia le pareció todavía más inquietante: “Tranquilo, no pienso entretenerte mucho rato”. A continuación proponía un lugar y una hora; mientras respondía un lacónico “Ok” y tomaba el tercer café de máquina de la tarde, Sergio pensaba que nunca debería haberla invitado a esa última copa.

            En los últimos tres años, Patricia y Sergio se habían acostado una veintena de veces. Se conocieron durante el primer curso de la carrera de Sergio, cuando Patricia ya llevaba tres o cuatro años en la Facultad, a raíz de una revista universitaria que publicaba los cuentos de Sergio y los ensayos de Patricia sobre literatura española del siglo XX. Iván, el novio de Patricia, un tipo muy simpático, también colaboraba con algún artículo. Iván no acudió a una de las presentaciones, y Sergio y Patricia se enrollaron en la parada de taxis, cerca de la estación de autobuses. Se vieron con regularidad durante varias semanas. Después Sergio empezó a salir con una chica de clase, y Patricia siguió con Iván, que teóricamente no sabía nada, pero que empezó a tratar a Sergio con más frialdad.

            El año siguiente Patricia consiguió una beca para hacer el doctorado en Berkeley. Ella y Sergio se escribían emails con cierta frecuencia y se veían cuando Patricia volvía de vacaciones: Sergio pasó un año en Inglaterra, pero tras su regreso continuó viviendo en un barrio residencial de Zaragoza. A Sergio le divertían las historias del departamento y San Francisco, y le gustaba hablar con ella de literatura y temas académicos. Quedaban en un bar irlandés, bebían unas cuantas copas y a las once Sergio cogía un autobús que lo llevaba de vuelta a su barrio; Patricia se burlaba y lo llamaba Cenicienta.

Patricia le proporcionaba referencias bibliográficas para sus trabajos y leía sus cuentos. Normalmente quedaban solos, pero, como pensaba que los amigos de Sergio eran un poco primitivos, siempre le ofrecía que saliera con los suyos: un grupo que había estudiado en el colegio Británico, que tenía aspiraciones culturales y a veces esnifaba cocaína.

            Patricia era guapa, alta y se parecía las mujeres que más le gustaban. Le atraía su punto de vista científico y desapasionado sobre la literatura, y siempre estaba dispuesta a quedar. Pero había algo que lo distanciaba de ella, que hacía que no quisiera ser su amante y que, de una manera que no acaba de entender, porque era muy bonito tener una novia en San Francisco, prefiriese la amistad. Lo contrario significaba entrar en un círculo del que era muy difícil salir: Patricia había encontrado trabajo para dos de sus mejores amigas en California, y el curso anterior, había convencido a Sergio e Iván de que pidiesen dos becas de doctorado en UCLA, e incluso inició las gestiones para que los dos compartieran piso en América. Quedó con ellos en Navidad –en esa época estaba rompiendo con Iván- y les ayudó a resolver el papeleo. Pero la situación hacía que Sergio se sintiera incómodo: al final no presentó todos los materiales y continuó sus estudios de Filología en Zaragoza.

            A veces se equivocaba y rompía sus propias reglas. Una noche de semana santa se había despedido de Patricia con un beso en los labios. Ese tipo de cosas le hacían pensar que tenían una cuenta pendiente. Y unas semanas atrás, a finales de agosto, quedaron en el bar de siempre, y Sergio perdió el autobús. Mientras el coche se alejaba, preguntó a Patricia si le apetecía tomar una última copa, y la besó en la misma esquina donde se habían besado por primera vez.

            Mientras caminaba hacia el bar donde siempre se encontraba con ella, y en el que había quedado con muchas chicas en una época más promiscua, Sergio pensaba que había sido un desliz estúpido, pero que a continuación había cometido un error más grave. La llevó al piso vacío que su familia tenía en el centro. Empezaron a follar sin condón, y ella le dijo:

            -Espera un momento.

            Patricia abrió su bolso y sacó un preservativo.

            -Perdona. Creía que tomabas la píldora.

            -Ya no. Ha pasado mucho tiempo.

            Aunque follaron varias veces esa noche, y aunque Patricia, a diferencia de otras ocasiones, se había quedado con él hasta el día siguiente, Sergio creyó que había un reproche en sus palabras.

            Quizá fuera ese reproche la razón por la que no la había llamado. Pero también es cierto que ella se había ido a América para arreglar unos papeles, y  que él le había enviado un sms de cortesía. Y, sin embargo, ahora todo había salido peor de lo que había esperado.

            La había dejado embarazada.

            Era el momento más inoportuno, porque estaba saliendo con otra chica; porque no tenía dinero para pagarle un aborto ni ganas o ánimo para acompañarla a una clínica. Se había acostado pensando que no significaba nada, y ahora estaba en un lío tremendo por culpa de una imprudencia de adolescente.

            Seguramente, Patricia consideraría un aborto la mejor opción: ellos ni siquiera eran novios, y vivían en dos continentes distintos. Era probable que se empeñara en pagar la intervención. Pero, desde el punto de vista de Sergio, eso sería rehuir su responsabilidad. Tampoco sabía lo que pensaría ella: aunque cualquier educador sexual explica que pueden escapar unas gotas de semen antes de la eyaculación, no dejaba de ser una negligencia técnica, algo que se le podía echar en cara, como parecía indicar el tono de los mensajes de Patricia. Y, aunque todo saliera bien, su relación habría dejado de carecer de consecuencias.

           

           

            Patricia sonrió cuando Sergio entró en el bar. Estaba sentada en una banqueta, había una copa de vino junto a ella. Se dieron dos besos y Sergio pidió una cerveza.

            -¿Qué tal?

            -Harta –dijo Patricia-. Estoy harta de Valle-Inclán.

            Sergio sintió un poco de alivio: Patricia preparaba una tesis sobre las novelas que Valle-Inclán había escrito acerca de las guerras carlistas.

            -Y además, tengo que quedarme aquí este otoño. Seguro que en Berkeley hace mejor tiempo.

            Sergio se quedó con la boca abierta. Hasta entonces, no se había dado cuenta de que las dificultades que planteaba una relación, o incluso compartir unas responsabilidades, servían para ponerle las cosas fáciles. Pero ahora ella iba a pasar el otoño en Zaragoza. Y él, por supuesto, le había dicho que no tenía novia la noche del incidente.

            -Me han dado seis meses de fiesta para investigar –dijo Patricia-. Así que estaré yendo de aquí para allá, a Madrid y a Galicia –hizo una pausa. Le daban un semestre sabático sin tener una plaza fija: Sergio pensó que no había dios que se creyera eso-. Pero en realidad creo que es lo mejor.

            Sergio tragó saliva.

            -Dice Arcadi Espada que Valle-Inclán es el segundo mejor escritor nacido en Villanueva de Arosa, después de Julio Camba.

            Patricia sonrió y Sergio le dijo que antes de llegar se le había quedado atascada la cremallera del abrigo, y que había entrado en el baño de una cafetería para quitárselo.  No era cierto, pero le había pasado hacía un par de días y le apetecía contarlo. Ella soltó una carcajada. Se quedaron callados.

            -Necesitaba hablar con alguien. Por eso te he mandado los mensajes.

            Sergio la miró a los ojos un momento y comenzó a liar un cigarrillo.

            -Es sobre un chico que conocí en Madrid este verano, en el congreso sobre Valle-Inclán. Y no sé qué hacer. Estoy histérica, y pensaba que tú podrías entenderlo.

            -Cuéntamelo.

            -He dicho que es un chico, pero debe tener 35 años o así. Da clases en Santiago. Escribió una tesis sobre las vanguardias. No es especialmente guapo pero tiene su punto. Y se lo sabe todo. El caso es que lo conocí en junio. Empezó a escribirme emails, a contarme que estaba muy mal con su mujer. Y en agosto, cuando fui a Galicia, nos vimos y nos liamos. Su mujer estaba fuera. Yo no estoy acostumbrada a estas cosas.

            -Y se enamoró de ti, claro –dijo Sergio, que no entendía qué tenía que ver esa historia con su problema.

            -No, para nada –se rió-. Creo que no. No dio señales de vida en un mes. Pero hace un par de semanas le mandé un email porque había leído un artículo suyo. Me contestó al día siguiente. Me decía que está muy deprimido, que tiene insomnio, que quiere verme. Y llama a mi casa a cualquier hora. Le dije que pasaría aquí el otoño y quiere que me vaya a Galicia. Dice que ya no vive con su mujer.

            -¿Y tú qué quieres hacer?

            -No lo sé. Me parece todo una locura. Yo me vuelvo a ir dentro de poco.

            -No parece una persona muy equilibrada, ¿no?

            -No. ¿Quieres leer sus mensajes?

            -No. Me los imagino.

            -Bueno –Patricia respiró hondo-. ¿Qué te parece?

            -Es una historia bonita. Pero no sé qué decirte. De todas formas, por lo que cuentas te aconsejaría prudencia, como en las negociaciones con los terroristas. Eso de que de repente te empiece a mandar mensajes, después de no haberte dicho nada en un mes…

            -Sí, es muy raro –dijo Patricia-. Pero estoy mucho mejor después de contarlo.

            -También es bonito que te pase, ¿no?

            Pidieron dos copas más. Patricia contó más cosas del profesor de literatura, de su conversación en el congreso, a la salida de una ponencia sobre Tirano Banderas, y de su primer encuentro sexual. Decía que la historia le parecía tan disparatada que no se atrevía a compartirla con sus amigas, y Sergio pensó que, desde que se conocían, Patricia no le había hecho confidencias personales. Seguro que había tenido amantes en Berkeley después de romper con Iván, y quizá se veía con alguien en Zaragoza. Después volvieron a hablar de la literatura y la Universidad, del multiculturalismo y la política internacional. Hicieron chistes malos y se rieron bastante. Con algo de melancolía, Sergio descubrió que no sentía ni rastro de nerviosismo.

Aunque ella no se lo pidió, acompañó a Patricia hasta su portal. Llegó a la parada del autobús con un cuarto de hora de tiempo y se entretuvo observando en la calle los primeros signos del otoño.

 Este cuento de Daniel Gascón apareció en el número 79 de la revista Turia

5 comentarios

Juan M. González -

La inmadurez, aunque se vista de doctorados, sigue siendo inmadurez.

d -

Muchas gracias, amigos. Un abrazo.

samanta -

Bestial,es un relato estremecedor

jio -

ese dani´s!!!!!!!!!

K114 -

dial; snprtz