LOS EXTRANJEROS (II)
2.
A diferencia de Marta y Natalia, yo vivía en las afueras de Norwich, en la universidad: otro pueblo, una especie de barrio residencial y grisáceo con estudiantes de todas las partes del mundo. Mi habitación estaba en Norfolk Terrace, que no era tan cool ni tan cara como Nelson Court o Constable Terrace, pero mucho mejor que Waveney. Norfolk y Suffolk eran dos residencias en forma de zigurat. Mi habitación estaba en la planta baja, frente a un lago artificial lleno de peces mutantes y en el que, por si acaso, estaba prohibido bañarse.
Llegué de noche pero había un guardián despierto que me dio las llaves. Se burló un poco de que tuviera dos apellidos y me explicó con detalle dónde estaba mi habitación, así que sólo me perdí tres veces.
Los primeros días se celebraron reuniones sobre los supermercados más baratos y la normativa académica: no había exámenes en febrero, se perseguía el plagio, cada alumno extranjero tenía asignado un tutor y existía un teléfono de la esperanza para estudiantes.
En el campus había casi todo lo necesario: unas pistas deportivas, un restaurante asqueroso, agencia de viajes, teatro, cine, museo, una librería Waterstones y otra de segunda mano, un pequeño supermercado (con tabaco), periódicos y una lavandería. Los jueves por la noche había discoteca; en la capilla tenían su sede varias confesiones. Norwich estaba a 20 minutos en autobús. Mucha gente utilizaba bicicletas para desplazarse, pero a mí me daba miedo confundirme de carril.
Los martes y los jueves había mercadillo. Vendían vajilla de segunda mano, posters, CD rebajados. Y a veces te ofrecían entrar en alguna asociación: el club de poesía, el del Partido Conservador, la Sociedad Latina o el club de amigos del juego de rol, cuyos miembros luchaban con espadas de madera frente a mi ventana los domingos por la tarde.
En el campus vivían profesores, estudiantes internacionales e ingleses que empezaban la Universidad. Yo compartía piso con once chicos británicos, un alemán y un chaval de California. El reglamento prohibía que las chicas vivieran en el entresuelo por temor a que se colase un violador por la ventana.
Coincidí con Marta y Natalia cuando la gente de la oficina de Relaciones Internacionales nos llevó de ruta turística por Norwich. Se habían juntado con un grupo de españoles. Había unos chicos de Madrid que iban a hacer allí toda la carrera (Ciencias Ambientales) y un tipo de Zaragoza que, a esas alturas, se había convertido en el jefe de la banda. Se llamaba Fernando y tenía el escudo del Real Zaragoza tatuado en el brazo. Había estudiado Relaciones Laborales en Zaragoza y después se matriculó en Empresariales en Teruel. Le pregunté por qué. Me dijo que recibía una beca de 300.000 pesetas al año por los desplazamientos.
-No parece mucho dinero -dije.
-Si vas, no.
Pero, claro, él nunca iba a Teruel. Y ya conocía Norwich, porque había llegado dos días antes que la mayoría de la gente. Incluso daba la sensación de haberse familiarizado con la cultura inglesa.
-Aquí la gente vive de puta madre, tío. Hasta los obreros. En España trabajas de albañil y a mitad de mañana almuerzas huevos fritos con jamón y media botella de vino. Y éstos, a la hora de comer, se toman una coca-cola y una chocolatina. Eso es que no trabajan.
“Es que, aquí donde me ves”, me dijo Fernando mirando a Natalia, “yo soy un tío de mundo”. Sabía que a la hora de comer Pizza Hut tenía una oferta especial, y estaba harto de la visita turística, así que convenció a todos los Erasmus de que lo acompañaran a comer pizza. Pero a mí no me apetecía mucho. Pensaba que no debía separarme de los excursionistas, porque podrían preocuparse. Cuando me di cuenta de que no nos habían contado, de que éramos mayores, y de que no tenía comida en casa, Fernando y los demás debían estar en Pizza Hut, y yo no quería volver después de haber rechazado su proposición. Estuve paseando, mirando las tiendas y las librerías de segunda mano.
Norwich era una ciudad pequeña: había vivido su momento de esplendor en la Edad Media. Tenía una catedral gótica, una iglesia reconvertida en cine de arte y ensayo, otra que hacía de bar, una escuela de artes y un mercadillo cerca de la comisaría de policía. El castillo estaba en la zona de tiendas, transformado en un centro comercial con multicines. Había un río con restaurantes a la orilla, cisnes, y una zona de marcha. La ciudad era demasiado pequeña para mi gusto; enseguida la empezamos a llamar el pueblo, porque todo cerraba muy pronto.
Me tomé una salchicha y compré algo de comida en el mercadillo. Quería llegar a la universidad pronto, porque había una fiesta de bienvenida para los estudiantes internacionales y temía que Scotland Yard me anduviera buscando.
La parada del 25 estaba cerca del mercado. A pesar de que había un letrero donde ponía “UNIVERSITY”, un chico moreno, con una guitarra, un radiocassette y dos maletas me preguntó si sabía dónde paraba el autobús que iba a la universidad. Reconocí el acento y conocí a Miguel, que era asturiano pero estudiaba Derecho en Bilbao. Miguel llevaba un abrigo azul muy largo que hacía que se pareciera un poco a Harry Potter, aunque no se lo dije. Había volado de Oviedo a Londres -un billete mucho más caro que el mío, pensé-, donde había pasado dos días en casa de una amiga de la familia. Llevaba un rato recorriendo tiendas porque no traía almohada y no podía dormir sin ella, pero todas le habían parecido muy caras. Le dije que tenía mérito ir tan cargado (y también que, como decían los folletos de la Universidad, uno podía comprar edredón y almohada en la propia residencia).
-No, tío, es que el edredón lo traje de casa.
-Igual puedes comprar una almohada.
-¿Tú crees?
-Seguro -dije, sin tener ni idea, pero convencido de realizar una buena acción.
Nos contamos la vida: la familia, el fútbol, lo que queríamos hacer. Miguel tenía un hermano que era escritor en asturiano; la chica de Londres había sido su novia. Ella vivía en un sitio muy bonito, lleno de pinturas “super guapas”. A Miguel no le interesaba mucho el arte, pero le apasionaba todo lo que tuviera aspecto artístico: siempre tenía un libro en la mesilla –el mismo durante meses-, y su habitación de Nelson Court pronto estaría muy bien decorada, con las paredes llenas de fotos del mar y posters de Bob Marley y Río de Janeiro. Decía que casi no sabía tocar la guitarra, pero que la había traído porque siempre había alguien que sabía. Le conté que había una fiesta esa noche y me invitó a cenar antes en su casa: llevaba en la maleta unas latas de fabada.
Miraba por la ventanilla y señalaba lo que le parecía interesante.
-Oye, tío, ¿cómo se dice almohada en inglés?
-Pillow.
En la universidad recogimos la llave de su habitación; le ayudé a llevar el equipaje hasta casa. La residencia de Miguel era un poco más lujosa que la mía, una especie de chalet. Su habitación estaba en el segundo piso. Le dije que cocinaría algo -le recomendé que guardase la fabada para un momento de necesidad- mientras él deshacía las maletas.
-Mira, no te preocupes -dijo Miguel-. Tengo unas recetas.
Miguel me pasó una servilleta arrugada: su madre le había apuntado cómo hacer arroz y espaguetis. Le aconsejé que tapase la cacerola para que el agua hirviera más deprisa.
-Joder, tío, controlas un montón de movidas –dijo, y apuntó “tapar la olla” en la servilleta de su madre.
"Los extranjeros" es uno de los relatos del libro El fumador pasivo . Aquí , el primer capítulo. La fotografía muestra la catedral de Norwich.
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