ELMORE LEONARD
1.
Elmore Leonard (1925-2013): una web. Un obituario. Y algunas películas.
2.
Leonard conversa con Martin Amis.
3.
Fragmentos de una entrevista con Patrick McGilligan (incluida en el libro Backstory 4, ediciones Plot, 2007):
¿Hasta qué punto considera que su escritura estaba influida por el cine, antes de que Hollywood comenzase a comprar sus textos?
Probablemente más de lo que yo pensaba. Cuando empecé a escribir en los años cincuenta quería ganar dinero inmediatamente. Escogí el western por razones comerciales: podías aspirar a publicar en el Saturday Evening Post, Collier’s, Esquire, Argos, Adventure, y varias revistas pulp, como Dime Western, que todavía funcionaban. Y también porque me gustaban los westerns y eran importantes en los años cincuenta.
Así que cuando empezaba a escribir una historia la imaginaba como una película posible.
Era mi esperanza.
¿Fue un accidente que las historias que escribía, con mucho diálogo, parecieran guiones?
Mi estilo se prestaba a eso. Aprendí a escribir en escenas, con mucho diálogo: es fácil ver las posibilidades cinematográficas.
¿En qué medida eso era su estilo individual, y en qué medida era algo que había tomado del cine?
Creo que al principio aprendí todo lo que pude de Hemingway. El estilo que desarrollé se aplicaba muy bien a las películas: escenas que llevaban a otras, desarrollo de los personajes, bastante acción.
¿Cuando empezó, sabía algo del Oeste, más allá de lo que había visto en las películas?
No. Escribí mi primer relato del Oeste sin documentarme en absoluto; lo envié a algunas revistas y fui rechazado. Después decidí –esto sucedía a primeros del 51- que si quería tener éxito en el western debía hacerlo de manera profesional: tenía que documentarme acerca de la época y buscar la autenticidad. Escogí el Suroeste –Arizona y Nuevo Méxito- frente a las Grandes Llanuras, y leí mucho sobre lo que ocurría en esos territorios cien años atrás, en la década de 1880. Libros como The Border with Crook, The Truth about Geronimo y The Look of the West, que describe todo el mundo de los vaqueros: contiene todo lo que quieras saber sobre sillas de montar y caballos y pistolas, o sobre el café que bebían. Todavía leo The Look of the West de vez en cuando.
También me suscribí a Arizona Highways, que utilicé sobre todo para mis descripciones. Cuando necesitaba un cañón o un desierto o cualquier cosa que la escena exigiera, buscaba en Arizona Highways y describía una fotografía, que también me decía lo que era. Era ideal, porque de lo contrario podría estar fuera, mirando los cactus y la maleza sin tener ni idea de lo que eran. En los primeros números de Arizona Highways, en los cincuenta e incluso en los sesenta, había mucha historia y reportajes que contaban cómo era la vida en aquella época.
¿Los detalles que descubría al documentarse contradecían lo que había visto en las películas?
Hasta cierto punto, sobre todo en lo que respecta al vestuario. En las películas, todo el mundo llevaba pistola y el mismo tipo de sombrero de ala ancha, que yo llamo “el sombrero de cowboy de Dale Evans”. Nadie lo llevaba. Bueno, puede que algunos, pero nunca sale en las fotografías antiguas.
¿Había pasado mucho tiempo en el Suroeste?
No, no hasta el año 1958 o 1959. Estaba escribiendo anuncios para camiones Chevrolet y viajé a Arizona con un director artístico y un fotógrafo. Hablaba con el tipo que había vendido un camión a un hombre que lo había conducido durante doscientos cincuenta mil kilómetros sin separar la culata del motor. Fue la primera vez que vi las montañas Santa Catalina. Estaba escribiendo Un hombre. Las montañas no concordaban con mis descripciones, y eso me sorprendió porque salían en Arizona Highways constantemente. Pero verlas de verdad me dio una sensación diferente. Así que al volver reescribí las descripciones.
¿El tren de las 3:10 fue la primera historia que vendió al cine?
Sí.
¿Cómo la vendió? ¿Cuál fue el proceso de su “descubrimiento”?
Publiqué el relato en Dime Western: 4.500 palabras. Me pagaron noventa dólares. Tuve que reescribir una de las escenas y revisar dos veces la descripción del tren. El editor insistió. El tío me hizo trabajar. Decía: “Puedes hacerlo mejor. No estás usando todos tus sentidos. No es sólo un paseo por la locomotora. ¿Qué hace el tren? ¿Cómo huele? ¿Hay vapor?”. Me hizo sudar mis noventa dólares, lo cual estuvo bien.
Salió en la revista, y un año después un productor la vio y la compró para Warner Brothers.
¿Tenía algún contacto con el estudio, o con el drector Delmer Daves?
En absoluto. Mi agente en Nueva York, Margaret Harper, empleaba a Swantie [H. N. Swanson] en sus negociaciones cinematográficas. Se repartieron los cuatrocientos dólares de la tarifa de agentes. Me pagaron cuatro mil dólares, pero tuve que pagar a Popular Publications. Estaban pasando por un momento difícil, perdiendo dinero, a punto de quebrar, y se llevaron un veinticinco por ciento del pago de la película. Había estado en todos sus contratos desde el principio, pero nunca lo habían utilizado hasta que el negocio empezó a ir mal. Popular Publications se llevó mil dólares, Marguerite y Swanie cogieron su parte, y yo me quedé con dos mil seiscientos dólares.
¿Cuándo vio la película por primera vez?
Aquí en Michigan, cuando se estrenó.
Es una película bastante buena. De la misma forma que debe haber sido una experiencia extraña ver por primera vez las montañas que había descrito a partir de fotografías en una revista, debió resultarle raro ver una película que nacía de una de sus historias, especialmente porque no tuvo nada que ver con la adaptación.
Tuvieron que añadir al menos media hora al comienzo porque era un relato de cuatro mil quinientas palabras, que comienza cuando el ayudante del sheriff lleva al forajido al hotel donde tienen que esperar el tren de la tarde. Se ha presentado voluntario para llevar al bandido al tren, aunque sabe que su banda intentará rescatarlo. En la película, Van Heflin es un ranchero arruinado; por eso se presenta voluntario. También ve el asalto a la diligencia; después de que el forajido –Glenn Ford- sea capturado, lo llevan a la casa de Van Heflin y cena con él. Añadieron lo que se necesitaba para alcanzar la duración de un largometraje.
¿Qué me dice de The Tall T?
Era una novela corta que salió en Argosy y que Hollywood compró bastante pronto. Después me enteré de que Banjac, la compañía de John Wayne, la había adquirido originalmente, pasó algo y se la pasó a Randolph Scott y [al productor] Harry Joe Brown. Añadieron veinte minutos al principio; me pareció un arranque horriblemente lento.
¿Tuvo algo que ver con la gente que hizo la película?
No, la vi en una proyección con los críticos de la prensa de Detroit a mediados de los cincuenta. Recuerdo cuando llegaba la parte donde Randolph Scott hace que Maureen O’Sullivan lleve a Skip Homeier a la cueva. Randolph Scott se enfrenta a Skip Homeier, que tiene una recortada en la mano. Uno de los críticos dijo: “Aquí viene la obligatoria pelea a puñetazos”. Pero Randolph Scott coge la recortada, la pone bajo la barbilla de Skip Homeier y la pantalla se pone roja. No dijeron ni una palabra después de eso.
Podría decirse que es un momento típico de Elmore Leonard. Es famoso por la violencia sorprendente y brutal de sus historias. ¿De dónde viene esa afición?
No escribía para Range Romance. Escribía relatos de acción, con revólveres, en las que la violencia era un elemento natural, la razón para leer un western. Pero jamás, en treinta relatos y ocho novelas, monté un tiroteo en la calle, que es como terminan casi todos los western. La violencia sucedía de manera más inesperada y con menor intensidad. “Y le disparó”.
¿Llegó a conocer a Randolph Scott?
Sí, vino a Detroit para promocionar la película y nos entrevistaron juntos en la radio. Al final de la entrevista, preguntó a uno de sus ayudantes: “¿Crees que debería llevar mi traje de cowboy al pase de esta noche?”. Dije: “¡No, por Dios!”. No quería que se presentase allí con las pintas de Roy Rogers o alguien por el estilo. Pero no me había preguntado a mí.
¿Le miró con recelo?
Creo que sí.
Hasta ese momento, en el que ya se habían rodado dos películas a partir de sus textos, ¿había visitado Hollywood alguna vez?
En 1943 estuve allí con dos o tres amigos. Nos habíamos graduado en el instituto y conseguimos que nos llevase una mujer que tenía los bonos de gasolina necesarios. Nos dejó en Ventura Boulevard, y caminamos hasta el motel El Royale y conseguimos una habitación por seis pavos. Nos quedamos tres semanas. Cogíamos el autobús o hacíamos dedo hasta Hollywood y Vine, y nos apostábamos tras las esquinas buscando estrellas de cine.
Mi padre tenía un amigo que era el batería de la banda de la 20th Century-Fox, que nos llevó al estudio. Asistimos a un pase y vimos a Tyrone Power, que llevaba su uniforme de marine, y a su mujer, Annabella. Otra noche vimos al actor de carácter Richard Whorf. Solíamos cenar en el Owl Drugstore –un bistec costaba sesenta centavos- y una vez vimos allí a Buddy Marino, que era vocalista con Harry James. Más tarde fuimos al programa de radio de Harry James, y allí estaba Marino de nuevo. Esas fueron las estrellas que conseguimos ver.
[...]
¿Cuáles fueron los inconvenientes a corto plazo –y quizás las ventajas a largo plazo- de escribir películas, o al menos libros que aspiraban a convertirse en películas, desde el Medio Oeste, sin vivir en Holllywood?
Cuando comencé a escribir guiones en los años sesenta, no hacía falta vivir en Hollywood o ir al estudio. Si hubiera sido un requisito obligatorio, nunca me habría metido en el oficio. Pensaba que si vivía en Hollywood, me vería inmerso en el negocio de la escritura cinematográfica, los productores me llamarían con ideas que querían que desarrollase. Me parecía escribir bajo las órdenes de otro, aceptar encargos como un empleado, y no era la idea que yo tenía de la escritura. Adaptar mi obra a la pantalla ya era bastante malo: cambiar cosas, hacer que las ideas de otra gente encajasen, tener que incorporar lo que salía de la cabeza de gente que no entendía de qué iba la historia. La ventaja era que vender opciones y derechos y hacer guiones me permitía escribir libros: hasta los años ochenta no pude vivir sólo de ellos.
¿Cómo se convirtió H. N. Swanson en su representante?
Margaret Harper estaba enferma cuando le envié The Big Bounce [que pasaría a la pantalla con el título de La perversa]. Se estaba preparando para ir al hospital. Así que mandó su ejemplar a Swanie. Por entonces se titulaba “Mother, This Is Jack Ryan”. Swanie lo leyó y me llamó. Era la primera vez que hablaba con él por teléfono. Me dijo: “Chico, ¿esto lo has escrito tú”. Dije: “Claro. Viene con mi nombre”. Dijo: “Bueno, chico, voy a hacerte rico”. Fue rechazado ochenta y cuatro veces, en Hollywood, y quizá una docena en Nueva York.
Los que dieron alguna explicación sobre su rechazo dijeron que era “deprimente”. No había nadie que cayera simpático. No había nadie que pudiera caerte bien. No había héroe. Así que lo reescribí, porque me di cuenta de que necesitaba una trama, pero dejé a los personajes como estaban, y estoy contento de haberlo hecho. Es el mismo tipo de gente sobre el que sigo trabajando. Lo vendimos como un libro que hubiera ganado el Francett Medal Book, y Warner Brothers lo compró. El hijo del productor [Robert Dossier] escribió el guión. Era una película horrible, y eso es todo lo que puedo decir sobre ella.
Conocí a Ryan O’Neal en Trader Vic hace seis o siete años. Yo estaba con el escitor Abby Mann, y Abby fue al baño, y al volver dijo: “Ryan O’Neal está con Farrah. Quiere conocerte”. Dije: “¿Quiere conocerme? Salía en La perversa”. Abby dijo: “Ya lo sabe. Aun así quiere conocerte”. Así que fui y lo conocí y no me echó la culpa. No podía, porque yo no escribí el guión.
¿Cuándo viajó por primera vez a Hollywood para trabajar en un guión?
En el 68 o 69, con El infierno del whisky. Antes había querido escribir el guión de Que viene Valdez [Valdez Is Coming, 1971]. Pensé que sería fácil adaptarlo. Pero aunque el libro se vendió, la producción de la película no comenzó inmediatamente, porque esperaron a que Burt Lancaster estuviera disponible. Eso llevó un par de años. El productor, Ira Steiner, que había sido agente de Ashley-Steiner, contrató a otras personas [Roland Kiev y David Rayfield] para que lo escribieran.
El infierno del whisky era un argumento de nueve páginas y media llamado “The Broke-Leg War”, que Swanie envió a casi todo el mundo. Buzz Blair, que trabajaba en la MGM, fue uno de los que lo recibió. Corrió al despacho de [el productor] Marty Ranshonoff y dijo: “¿Has leído esto?”. Marty dijo que no. Buzz dijo: “Está en tu escritorio. Sólo son nueve páginas y media. Léelo, ¿vale?”. Así que lo leyó, y Metro hizo un trato con Ransohoff para producir la película.
Compraron los derechos cinematográficos del libro, que yo todavía no había escrito, y que escribí más tarde: salió antes que la película. Le había dicho a Swanie que me encantaría escribir el guión. Llamó a Ransohoff, y Ransohoff se mostró de acuerdo. Así que escribí un borrador aquí en Michigan, y se lo envié a Ransohoff. Después me llamaron para hacer las revisiones.
Era su primera estancia en Hollywood tras su visita en 1943. ¿Cómo fue la experiencia?
Swanie me sacó de paseo y me presentó a gente y me llevó en coche cerca de su casa y me dijo: “Esa es mi casa, la única en toda la manzana que no está hipotecada. Diez mil metros cuadrados y naranjos”. Dos años después me llevó junto a su casa otra vez, y me dijo lo mismo. Al final me invitó en 1984. Le dije: “¿Te das cuenta de que me has representado durante treinta años y esta es la primera vez que me invitas a tu casa?”. Y él dijo: “Bueno, chico, hasta hace poco no ganabas nada de dinero”.
Iba a Hollywood, pasaba allí toda la semana y volvía a casa el fin de semana. Estuve allí por lo menos tres semanas antes de Ransohoff me despidiera. Dijo: “Los árboles no te dejan ver el bosque”.
¿Tenía razón?
No. Aunque cuando pienso en adaptar mis libros, creo que hay algo de verdad en eso. Sin duda. Pero no es que estés demasiado cerca del material. Es que pusiste todo tu entusiasmo en el original, ¿cómo puedes recuperarlo para el guión? Si la escritura no me produce enorme satisfacción, no merece la pena. Me encanta escribir libros. Escribí películas por dinero.
[...]
Lo que me sorprende, cuando pienso en ello, es que mientras Hollywood en general prefiere historias impulsadas por la trama (preguntan: “¿De qué va?”), treinta y tres de mis treinta y cinco libros, todos impulsados por los personajes y llenos de diálogos, han recibido ofertas o han sido comprados para hacer películas. Yo escribo un libro sin saber qué va a pasar para no aburrirme, para entretenerme inventando cosas mientras sigo escribiendo, creando personajes en el primer acto que espero poder utilizar más tarde, para un retrato de grupo, para un cambio en la trama. Si un giro de la trama es sorprendente, también debe resultar creíble. Así que escribo cada escena desde el punto de vista de un personaje: el “sonido” de ese personaje aporta un ritmo a la prosa, y una credibilidad a lo que sucede en la escena. El lector lo acepta porque el personaje está allí. Puede que no fuera aceptable desde mi punto de vista, si yo fuese un autor omnisciente que cree que lo sabe todo. El “sonido” de los personajes es mucho más entretenido que el mío, así que no meto en él mis narices. No quiero que el lector se dé cuenta de que estoy ahí, escribiendo. Y, si suena a escritura, reescribo.
4.
Elmore Leonard propuso estas 10 famosas normas para escribir ficción:
1. Nunca empieces un libro hablando del clima.
Si solo te sirve para crear atmósfera y no es una reacción del personaje al clima, no debes usarlo demasiado. El lector buscará las reacciones del personaje. Hay algunas excepciones, claro. Si te llamas Barry Lopez y conoces más maneras de describir el hielo y la nieve que un esquimal, puedes hablar del clima tanto como te dé la gana.
2. Evita los prólogos.
Pueden resultar molestos, especialmente un prólogo después de una introducción que viene antes de la dedicatoria. Pero en no ficción son muy habituales. En una novela, el prólogo cuenta los antecedentes de la historia, pero no hace falta contarlos al principio, puedes ponerlos donde quieras.
Siempre hay excepciones, claro. ’Dulce jueves’ de John Steinbeck tiene prólogo, pero me parece bien porque es un personaje del libro que deja claras las reglas, que nos explica cómo le gusta que le cuenten las cosas. Lo que hace Steinbeck en ’Dulce jueves’
es titular los capítulos a modo de indicación, aunque algo oscura, de lo que tratan. Hay dos capítulos que titula ‘hooptedoodle’ (palabrería) en los que avisa al lector: ‘Aquí haré vuelos espectaculares con mi escritura, y no se entremezclará con
la historia. Sáltatelos si quieres’.
’Dulce jueves’ se publicó en 1954, cuando yo empezaba a publicar, y nunca olvidaré el prólogo. ¿Leí los capítulos hooptedoodle? Cada palabra.
3. No uses más que el verbo ‘decir’ en el diálogo.
La frase, en el diálogo, pertenece al personaje. El verbo viene a ser el escritor husmeando donde no debería. El verbo ‘decir’ es bastante menos intrusivo que’gruñir’, ‘exclamar’, ‘preguntar’, ‘interrogar’... Una vez leí un ‘ella aseveró’ al final de una frase de un personaje de Mary McCarthy y tuve que parar de leer para buscarlo el diccionario.
4. Nunca uses un adverbio para modificar el verbo ‘decir’.
Usar un adverbio de esta manera (o de casi cualquier manera) es un pecado mortal. El escritor se expone a interrumpir el ritmo de intercambio cuando usa este tipo de palabras. Un personaje cuenta en uno de mis libros cómo solía escribir novelas históricas ‘llenas de violaciones y adverbios’.
5. Controla los signos de exclamación.
Se permiten alrededor de dos o tres exclamaciones por cada 100.000 palabras en prosa. Si tienes el don de Tom Wolfe con ellas, puedes usarlas profusamente.
6. Nunca uses palabras como ‘de repente’ o ‘de pronto’.
Esta regla no requiere ninguna explicación. Me he dado cuenta de que los escritores que usan expresiones como ‘de repente’ suelen tener menos control sobre sus signos de exclamación.
7. Usa términos dialectales muy de vez en cuando.
Si empiezas a llenar la página de diálogo ininteligible, no podrás parar. Observa cómo capta Annie Proulx el sabor del habla de Wyoming.
8. Evita las descripciones demasiado detalladas de los personajes.
Steinbeck las hacía. Pero en ’Colinas como elefantes blancos’, Hemingway usa una única descripción para el personaje de la mujer que acompaña al americano: ‘Se quitó el sombrero y lo dejó en la mesa’. Es la única referencia física en la historia, pero aun así vemos a la pareja y sabemos de ellos por su tono de voz... sin adverbios que los acompañen.
9. No entres en demasiados detalles al describir lugares y cosas.
Si no eres Margaret Atwood, que pinta escenas con el lenguaje o no puedes describir el paisaje como lo hace Jim Harrison, no lo hagas. Incluso si estás dotado para las descripciones, ten en cuenta que el meollo de la historia debe ser la acción, no la descripción.
10. Trata de eliminar todo aquello que el lector tiende a saltarse.
Esta regla se me ocurrió en 1983. Piensa en lo que te saltas cuando lees una novela: largos párrafos de prosa con demasiadas palabras. ¿Qué está haciendo el escritor? Hablar del tiempo, o ha entrado en la mente del personaje y el lector o bien sabe qué es lo que piensa el personaje, o bien no le importa. Me apuesto lo que sea a que no te saltas el diálogo.
Mi regla más importante es una que las engloba a las diez. Si suena como lenguaje escrito, lo vuelvo a escribir. Si la gramática se inmiscuye en la historia, la abandono. No puedo permitir que lo que aprendí en clase de redacción altere el sonido y el ritmo de la narración. Es mi intento de permanecer invisible, no distraer al lector de lo que es escritura obvia (Joseph Conrad habló una vez de las palabras que se inmiscuyen en lo que quieres contar). Si escribo una escena, siempre desde el punto de vista de un personaje (el que me da la mejor visión de la vida en esa escena en particular) puedo concentrarme en las voces de los personajes contando quiénes son y cómo se sienten, qué ven y qué sucede. Así es como desaparezco de la escena.
[Imagen.]
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