BORGES Y BIOY CASARES: DOS AMIGOS CONVERSAN
Según Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899 – Ginebra, 1986), “la amistad es uno de los grandes temas de la literatura”. “Borges” (Destino, 2006), una selección del diario de Adolfo Bioy Casares, es la crónica de una amistad y el retrato de un personaje contradictorio y fascinante. El volumen, a cargo de Daniel Martino, comienza en 1931 y termina tres años después de la muerte del autor de “Ficciones”.
En el prólogo, Bioy resume los primeros quince años de amistad. Bioy era un adolescente que había publicado un libro “casi en secreto”. Le dijo a Borges que los escritores que admiraba eran Miró, Azorín y Joyce. Unos años más tarde, Borges y Bioy pasaron una semana en una estancia en Pardo. Redactaron un folleto comercial sobre la cuajada y Bioy aprendió que Borges defendía “el arte deliberado”, la elegancia y las reglas frente a la “libertad idiota” de la vanguardia. Hasta entonces, Bioy había apoyado lo contrario: “Al día siguiente, a lo mejor esa noche”, escribe, “me mudé de bando y empecé a descubrir que muchos autores eran menos admirables en sus obras que en las páginas de críticos y de cronistas, y me esforcé por inventar y componer juiciosamente mis relatos”. El folleto sobre la cuajada significó el comienzo de una colaboración que produciría la revista “Destiempo”, obras como “Crónicas de Bustos Domecq”, “Antología de la literatura fantástica”, “El libro del cielo y el infierno”, ediciones anotadas de Gracián o de Browne, y traducciones de Poe, Kipling o Wells.
“Borges” también es un libro sobre el tiempo. Cuenta varios cambios de gobierno y revoluciones, dos matrimonios y muchas muertes y enfermedades: a Bioy y a Borges los operan de próstata, Borges se queda ciego. Pero cuenta sobre todo una rutina: a partir de 1947 narra las comidas casi diarias de Borges –a veces solo, a veces con otros invitados- en la casa de Bioy, reproduce los cotilleos, los chistes y los proyectos. Los dos narradores demuestran su sentido del humor y su gusto por las frases lapidarias. Hablan de países, de Buenos Aires, de baños públicos, pero sobre todo de libros: de la “Divina Comedia”, que para Borges sólo es inferior a los Evangelios; de Shakespeare (pese a su grandeza, “es un poco irresponsable: en ningún momento uno puede estar seguro de que un personaje no mate a todos los otros”); de la posteridad y el estilo (“yo creía antes que convenía siempre poner una sorpresa al final”); de las “supersticiones de la modernidad”, como la sociología, el psicoanálisis y la vanguardia (unos textos “corresponden a una época. Al ultraísmo. Entonces los atardeceres eran capaces de cualquier cosa, podían tener los complementos directos más absurdos”); de la traducción (“una buena obra siempre puede traducirse. Las obras intraducibles no tienen importancia”). Repasan los clásicos argentinos y españoles; prefieren “La vida del doctor Samuel Johnson” de Boswell (Espasa-Calpe, 1997) a las “Conversaciones con Goethe” de Eckermann (Acantilado, 2005); anotan “a las carcajadas” la obra de Gracián, “un escritor que no tiene un solo momento de dignidad, ni de elevación”. Inventan libros apócrifos, escriben guiones y relatos, releen poemas y escuchan tangos, y apuntan nóminas de los escritores más idiotas, más “queribles” o sobrevalorados. Elaboran listas de sus relatos favoritos de Henry James, Conrad o Stevenson. Saben burlarse de sí mismos y se comparan con Bouvard y Pécuchet: “Hemos retomado una conversación de miles de noches”, dice Borges. Antes de marcharse a una universidad estadounidense, se despide: “En Austin no te tendré para comentar las cosas. Será como ir al cinematógrafo y no tener con quién comentar el film”.
Algunas de las opiniones de Borges resultan arbitrarias, pero este libro muestra su evolución –está recogido el desarrollo de su fascinación por el inglés antiguo- y explica su manera de entender la literatura. Según Pauls, la descontextualización es una idea central en Borges: al recordar “De la brevedad engañosa de la vida”, Borges afirma que “el mejor poema de Quevedo lo escribió Góngora”. Quevedo es uno de los autores que salen peor parados en las conversaciones. Borges se interesa cada vez más por los aspectos morales y humanos de la literatura: prefiere a Cervantes (y también a Fray Luis, San Juan de la Cruz o Lope) y reprocha a Quevedo su formalismo, al igual que a Gracián. Del aragonés observa: “le embelesa el mecanismo: quizás le hubiera gustado Chesterton”. Y sobre “Agudeza y arte de ingenio” dice: “el libro es una estupidez, pero la idea le hubiera gustado a Valéry”. Y a Borges: uno de los elementos más interesantes del volumen es el estudio de palabras, traducciones y rimas, y la reproducción de anécdotas y frases célebres.
En “Borges” se discute sobre los sueños, el vino y la sociedad literaria. Manuel Peyrou y Silvina Ocampo, la esposa de Bioy, aparecen constantemente; abundan las reuniones con escritores. Borges y Bioy tienen dificultades para cobrar sus libros; dan conferencias y ejercen de jurados en concursos a los que se presentan miles de originales: a menudo trabajan con mucho sueño. Una vez, Borges, que dormitaba, pide a Bioy que siga leyendo un cuento, porque si se calla se despierta. Macedonio Fernández es un nombre recurrente en el anecdotario de Borges, que habla afectuosamente de Ayala y critica a Guillermo de Torre: “es un idiota, aunque no hay que dejarse engañar por ello: también es una mala persona”. Les intimida Victoria Ocampo; Borges asegura que en un libro de Herrera y Reissig “todas las palabras parecen erratas”; y Sabato, según Bioy, “ha escrito poco, pero ese poco es tan vulgar que nos abruma como una obra copiosa”.
Los dos amigos suelen estar de acuerdo, pero también hay diferencias: unas veces tienen que ver con la literatura y otras con la política, uno de los aspectos más contradictorios de Borges. El diario registra su apoyo a la revolución de 1955, y su paso de radical a conservador. Aunque Borges acertó al oponerse al comunismo y al castrismo, y criticó la dictadura de Franco y el antiamericanismo de algunos integrantes del Nouveau Roman, este volumen recoge algunas frases sorprendentes, que conviene leer con cautela (son palabras pronunciadas en una conversación): “soy partidario de la censura, algunas cosas no deberían publicarse”; “hay que hacer lo que es justo hacer”, tras unas ejecuciones en 1956; “qué raro que seamos partidarios de la dictadura ilustrada. Es lo único que existe. ¿Cómo uno va a creer en la democracia?”. Dedica comentarios despectivos a las mujeres y a los homosexuales; admira el juego limpio y el heroísmo, y considera el duelo a cuchillo “el mito nacional argentino”. Algunas rebeliones en los sesenta le parecen tibias y lamenta que los jóvenes tengan miedo a morir; en 1979 critica la “demagogia” de la dictadura militar.
“Fui un privilegiado por tener de interlocutor a Borges”, afirma Bioy, que adopta un papel secundario. “Borges” es un libro de maestro y discípulo, como otros textos que Bioy y Borges admiraban -“Kim”, “Candide”, el “Quijote”- pero a veces se cambian los papeles. Borges no se entiende bien con el sexo opuesto; según Silvina Ocampo, todas las mujeres de su vida eran horribles. Da una impresión de desamparo: “Nuestras relaciones no pueden seguir así. O nos acostamos o no vuelvo a verte”, le dice Estela Canto. “Cómo”, exclama Borges, “¿entonces no me tenés asco?”. Cuando se enamora de María Esther Vázquez, Bioy aconseja a su maestro sexagenario: le recomienda que se afeite, y lamenta su negligencia. Borges, cada día más ciego –ya no reconoce a su amigo a cincuenta centímetros-, es también más descuidado: se desnuda delante de todos, creyendo que no lo ven, orina en el suelo o sale del cuarto del baño sin abrocharse la bragueta. Tras un fracaso sentimental, Borges se echa a andar, decidido a sacarse una muela: palpa las chapas en las puertas de la calle hasta encontrar la que pertenece a un dentista.
Tampoco parece llevar las riendas de la relación con su madre: Bioy dice que Leonor es “el macho en esta pareja”; cuando Borges se queda ciego, su amigo detecta un cambio en sus gustos literarios. Leonor le lee en voz alta y transmite mejor los textos que prefiere. Sus matrimonios no parecen muy felices; Bioy reprocha a María Kodama parte del alejamiento de los últimos años y la viuda ha criticado el volumen. Bioy señala que era “una mujer de idiosincrasia extraña; acusaba a Borges por cualquier motivo; lo castigaba con silencios (recuérdese que Borges estaba ciego); lo celaba (se ponía furiosa ante la devoción de los admiradores); se impacientaba con sus lentitudes”.
El diario cuenta los éxitos de Borges. A Bioy le preocupa que no escriba y que dicte tantas conferencias: “Yo me preguntaba mientras tanto si él sospecharía la existencia de este libro; si lo corregiría, si la circunstancia de que últimamente escribía tan poco se debía no sólo a la deficiencia de la vista y a haraganería, sino también al conocimiento de este libro”. “Borges” es un diario divertido y triste, que retrata a un escritor brillante, egocéntrico y vulnerable, y explica su evolución y sus rarezas desde la admiración y el afecto. Bioy pensaba que “lo más importante y misterioso que hay en el mundo es el hombre”.
“Borges”. Adolfo Bioy Casares. Edición al cuidado de Daniel Martino. Destino. Barcelona, 2006. 1663 páginas.
Publicado en Artes & Letras, Heraldo de Aragón, 16/11/2006
1 comentario
Pablo -