LOS ESPAÑOLES, LAS EUROPEAS Y EL AMOR
Rafael Azcona (Logroño, 1926) es el guionista más importante de la historia del cine español. Entre los más de cien títulos de su filmografía se encuentran algunas de las mejores películas de Marco Ferreri (“El pisito”, “El cochecito”); de Luis García Berlanga (“Plácido”, “El verdugo”, “La vaquilla”); de Carlos Saura (“La prima Angélica”, “¡Ay, Carmela!”), de José Luis Cuerda (“El bosque animado”, “La lengua de las mariposas”); de José Luis García Sánchez (“La corte de Faraón”, “Suspiros de España y Portugal”); de Fernando Trueba (“El año de las luces”, “Belle Époque”, “La niña de tus ojos”).
Azcona ha escrito solo y acompañado, ha firmado guiones originales, ha adaptado obras de Fernando de Rojas, Stephen Vicinczey o Valle-Inclán, y ha pasado semanas en el balneario de Alhama de Aragón con Ferreri, intentando llevar a la pantalla “El castillo” de Kafka. Su obra, que muchas veces entronca con el sainete y el esperpento y que ha realizado junto a directores muy distintos, ha servido para retratar un país a través de unas constantes: el gusto por la comida y lo cotidiano, los perdedores infatigables y los héroes sin atributos, la obsesión por el sexo y la incomunicación, y un humor devastador. Pero antes de trabajar para el cine Azcona había publicado poemas, relatos y novelas, y había colaborado durante seis años (1952-1958) en “La Codorniz”, donde creó el personaje del repelente niño Vicente.
Como los hermanos Marx, Lubitsch y Mariano Gistaín, Azcona era hijo de sastre; el hombre que “le haría la cabeza” en Logroño sería Godofredo Bergasa, “eventual abogado, eventual arquitecto, eventual fotógrafo, eventual inventor y eventual guitarrista”, según cuenta Bernardo Sánchez en “Rafael Azcona: hablar el guión” (Cátedra, 2005). Cuando Azcona llegó a Madrid en 1951, quería ser escritor. Colaboró en “La Codorniz”, “Pueblo” y “Arte y Hogar”; escribió novelas como “El pisito” (1957) o “Los ilusos” (1958), que lo encuadran en la generación del cincuenta junto a Aldecoa, García Hortelano o Sánchez Ferlosio; publicó cinco libros bajo el seudónimo de Jack O’Relly. También conoció el ambiente de los cafés, de las pensiones, de las máquinas de escribir que alquilaban varias personas, de la pobreza y la picaresca: son elementos que, al igual que la literatura de Baroja, Kafka o Dickens, aparecen en las novelas y los guiones de un creador que cree que “la imaginación es memoria fermentada”.
Ferreri leyó “Los muertos no se tocan, nene”: fue el comienzo de la brillantísima trayectoria cinematográfica de Azcona, de la influencia del cine neorrealista y cómico italiano. Aunque el guionista aparecía brevemente en “El pisito” o “El cochecito”, se mantuvo apartado de los medios de comunicación. Se creó una leyenda de hombre invisible que perduraría hasta finales de los años noventa: desde entonces ha concedido entrevistas en los periódicos y en la televisión, y ha sido objeto de estudios críticos. Recientemente Pedro M. Azofra ha publicado “La tauromaquia según Rafael Azcona” (Ochoa, 2006), y Bernardo Sánchez, responsable de la versión teatral de “El verdugo” ha escrito “Rafael Azcona: hablar el guión”, donde explica su método de trabajo: Azcona tiene conversaciones generales con los directores en hoteles y cafeterías; no toma una sola nota, porque cree que lo que no se recuerda no merece la pena, y después redacta el guión en solitario. El libro de Bernardo Sánchez es un estudio muy documentado y un tanto caótico: aunque contiene información interesante –sobre todo acerca de la juventud de Azcona en Logroño y de la recepción crítica de sus primeras películas-, el autor parece más interesado en mostrar su conocimiento del guionista que en explicar al personaje y sus textos.
En los últimos años Azcona también ha reeditado y reescrito parte de su obra literaria: recogió tres novelas en “Estrafalario 1” (Alfaguara, 1999; publicó “El repelente niño Vicente” (Aguilar, 2005) y “Los muertos no se tocan, nene” (Punto de Lectura, 2005), y Juan A. Ríos Carratalá elaboró una edición anotada de “El pisito. Novela de amor e inquilinato” (Cátedra, 2005), que utiliza el texto de “Estrafalario 1”. Tusquets ha publicado “Los europeos”, una nueva versión de la novela que salió en 1960. Según Azcona, esta es la versión original: incluye elementos que la censura de la época impedía utilizar, pero que son fundamentales para la historia.
El protagonista de “Los europeos”, Miguel Alonso, es un delineante zaragozano que vive en una habitación realquilada en Madrid a finales de los años cincuenta, y que pasa un verano en Ibiza con el hijo de su jefe, Antonio, un estajanovista del sexo que anota en una libreta todas sus “cópulas”. Miguel, como otros personajes de Azcona, es un hombre que deja que otros tomen sus decisiones: aunque teóricamente viajan a la isla para estudiar la arquitectura local, Antonio quiere seducir a las chicas europeas que veranean allí –esa pretensión se convertiría en la base de un género cinematográfico-, y Miguel lo secunda con cierto escepticismo. Frente a la España peninsular que abre y cierra el libro y que da una impresión de sordidez y represión (“en Zaragoza, en cuestión de mujeres, sota, caballo y rey, o sea, una vuelta por el Tubo, un rato en el Plata y luego a putas; se corría el riesgo de coger unas ladillas, o lo que era peor, unas purgaciones, pero la cosa se arreglaba con el Aceite Inglés, parásito que toca, muerto es, y con los antibióticos, que eran mano de santo”), Ibiza es una ventana abierta al mundo y al sexo, donde las chicas pueden llevar bikinis cuando la guardia civil no mira.
“Los europeos” es una novela triste y divertida que retrata la mezcla de aburrimiento y felicidad de unas vacaciones. Azcona ha modernizado el lenguaje de algunos diálogos, pero también describe los colores de una isla que conoce bien y reproduce las canciones que sonaban en las discotecas de la época. Miguel y Antonio discuten, comen en restaurantes y beben en la playa, y se relacionan con personajes extravagantes: un exiliado húngaro, un italiano que muestra a sus invitados películas pornográficas que protagonizan él y su mujer, un empresario que persigue a “las obreras”, un matrimonio que pelea constantemente ante la mirada de un americano. Muchos de los escarceos sexuales de Antonio no salen bien –elige lesbianas, o las chicas españolas que pretendía evitar-, y, aunque Azcona ha dicho que prefiere los sentidos a los sentimientos, Miguel vive una hermosa historia de amor con Odette, una chica francesa.
“Los europeos” cuenta, con diálogos brillantes y maestría narrativa, una etapa de felicidad que es como una isla, y de la que el protagonista no parece ser del todo consciente: le preocupan el futuro y su propia debilidad, y ese es uno de los ingredientes que hacen que el relato resulte verosímil. “Los europeos” presenta esa mezcla de compasión y ferocidad que aparece en “El pisito” o en “El verdugo”; e incluye a personajes como Antonio, que mienten sin parar y carecen de escrúpulos pero a los que redimen su torpeza y su lealtad inesperada. Como “Belle Époque”, esta novela cuenta un aprendizaje negativo que termina con una renuncia. Sucede en un país que ya no existe: estamos en Europa, los españoles ya no son “cachondos irredentos” y París está mucho más cerca. Pero “Los europeos” también habla de la vida, de la cobardía y las relaciones humanas. Como muchas veces a lo largo de los últimos cincuenta años, Azcona consigue ponernos los pelos de punta: el cristal a través del que veíamos a sus personajes era en realidad un espejo.
Los Europeos. Rafael Azcona. Tusquets. Barcelona, 2006. 303 páginas.
El pisito. Novela de amor e inquilinato. Rafael Azcona. Edición de Juan A. Ríos Carratalá. Cátedra. Madrid, 2005.
Rafael Azcona: hablar el guión. Bernardo Sánchez. Prólogo de José Luis García Sánchez. Cátedra. Madrid, 2006. 483 páginas.
Esta reseña apareció en Artes & Letras, el suplemento cultural de Heraldo de Aragón, en junio de 2006.
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