EL DIABLO EN EL VATICANO
“El 10 de marzo se citó al exorcista en jefe del Vaticano, el reverendo Gabriele Amorth (que ocupa este exigente puesto exigente desde hace 25 años), diciendo que ‘el diablo trabaja en el Vaticano,’ y que ‘cuando se habla del humo de Satanás en las santas cámaras, es cierto, incluyendo estas últimas historias de violencia y pedofilia.’ Tal vez esto pueda tomarse como la confirmación de que algo horrible ha estado ocurriendo en los recintos sagrados, aunque la mayoría de las investigaciones muestran que tiene una explicación material perfectamente adecuada.
En cuanto a las revelaciones más recientes sobre la complicidad constante –de hecho interminable- de la Santa Sede en el escándalo de la violación de niños, unos días después un portavoz de la Santa Sede hizo una concesión en la forma de una negación. Es evidente, dijo el reverendo Federico Lombardi, que hay un intento ‘de encontrar elementos para involucrar personalmente al Santo Padre en cuestiones de abuso’. Estúpidamente continuó diciendo que ‘esos esfuerzos han fracasado’.
Se equivocó dos veces. En primer lugar, nadie ha tenido que esforzarse por encontrar esas pruebas: han salido a la superficie, como era obligado que hicieran. En segundo lugar, esta ampliación del terrible escándalo hasta nivel más alto de la Iglesia Católica es un proceso que apenas ha comenzado. Sin embargo, se convirtió en una sensación inevitable cuando el Colegio de Cardenales eligió como vicario de Cristo en la Tierra al hombre principalmente responsable del encubrimiento original. (Uno de los votantes santificados de la ‘elección’ fue el cardenal Bernard Law de Boston, un hombre que ya había encontrado la jurisdicción de Massachusetts un poco demasiado caliente para su gusto.)
Hay dos cuestiones distintas pero relacionadas entre sí: Primero, la responsabilidad individual del papa en un caso de esta pesadilla moral y, en segundo lugar, su responsabilidad más general e institucional por el conjunto de infracciones de la ley y por la vergüenza y la deshonra que van con ellas. La primera historia se cuenta fácilmente, y nadie la niega. En 1979, un sacerdote llevó a un niño alemán de 11 años identificado como Wilfried F. a un viaje de vacaciones a las montañas. Después de que se le administrara alcohol, fue encerrado en su habitación, desnudado y obligado a chupar el pene de su confesor. (¿Por qué nos limitamos a llamar a este tipo de cosas ‘abuso’?) El clérigo ofensor fue trasladado de Essen a Múnich para que siguiera ‘terapia’ por decisión del entonces arzobispo Joseph Ratzinger, y se aseguró que a partir de entonces no tendría niños a su cargo. Pero no le costó tiempo al segundo de Ratzinger, el Vicario General Gerhard Gruber, devolverlo a la ‘labor pastoral’, donde muy pronto reanudó su carrera de asaltos sexuales.
Por supuesto, se arguye, y, sin duda se contraargumentará más tarde, que el mismo Ratzinger no sabía nada de este segundo ultraje. Cito aquí al reverendo Thomas Doyle, un ex empleado de la embajada del Vaticano en Washington y uno de los primeros críticos de la pereza de la Iglesia Católica a la hora de responder a las denuncias por violación de niños. ‘Tonterías’, dice. ‘El Papa Benedicto XVI es un microgerente. Es de la vieja escuela. Algo como eso habría llamado necesariamente su atención. Dígale al vicario general que encuentre una línea mejor. Lo que está tratando de hacer, obviamente, es proteger al papa.’
Esto es algo común o de cada día, muy familiar para los estadounidenses y australianos e irlandeses católicos, la violación y tortura de cuyos hijos y el encubrimiento de estos a través de la táctica de trasladar a violadores y torturadores de parroquia en parroquia han sido cuidadosamente y completamente expuestos. Está a la altura de la reciente y tardía admisión del hermano del Papa, monseñor Georg Ratzinger, que ha dicho que, si bien él no sabía nada acerca de los asaltos sexuales en la escuela coral que dirigió entre 1964 y 1994, ahora que lo recuerda se arrepiente de su costumbre de abofetear a los niños.
Mucho más grave es el papel de Joseph Ratzinger, antes de que la iglesia decidiera hacerle líder supremo, en la obstrucción de la justicia a escala mundial. Después de su ascenso a cardenal, lo pusieron a cargo de la llamada ‘Congregación para la Doctrina de la Fe’ (anteriormente conocida como la Inquisición). En 2001, el papa Juan Pablo II encargó a este departamento la investigación de la violación y tortura de niños por parte de sacerdotes católicos. En mayo de ese año, Ratzinger envió una carta confidencial a cada obispo. En él, les recordó la extrema gravedad de un delito determinado. Pero ese crimen era la denuncia de la violación y la tortura. Las acusaciones, entonaba Ratzinger, sólo se pueden tratar dentro de la jurisdicción exclusiva de la propia iglesia. Cualquier distribución de las pruebas a las autoridades legales o a la prensa estaba totalmente prohibida. Los cargos se iban a analizar ‘de la manera más secreta... limitados por un silencio perpetuo... y todo el mundo ... debe observar el más estricto secreto que es comúnmente considerado como un secreto del Santo Oficio... bajo pena de excomunión’. (Las cursivas son mías). Nadie ha sido excomulgado por la violación y tortura de los niños, pero la exposición de la ofensa puede meterte en serios problemas. ¡Y ésta es la iglesia que nos advierte contra el relativismo moral! (Véase, para más información sobre este documento terrible, dos informes que publicó Jamie Doward en el Observer de Londres del 24 de abril de 2005.)
No contento con el blindaje frente a la ley de sus propios sacerdotes, la oficina de Ratzinger escribió su estatuto privado de limitaciones. La jurisdicción de la Iglesia, afirmó Ratzinger, ‘comienza a correr desde el día en que el menor ha completado el 18.º año de edad’ y luego tiene una duración de 10 años más. Daniel Shea, abogado de dos víctimas que demandaron a Ratzinger y una iglesia de Texas, describe correctamente la estipulación como obstrucción de la justicia. ‘No se puede investigar un caso si no te enteras. Si puedes mantenerlo en secreto durante 18 años más 10, el sacerdote se sale con la suya’.
El siguiente punto de este espeluznante expediente será el resurgimiento de las viejas acusaciones contra el padre Marcial Maciel, fundador de la ultrarreaccionaria Legión de Cristo, en la que asalto sexual parece haber formado casi parte de la liturgia. Antiguos ex miembros de esta orden dada al secreto vieron sus quejas ignoradas y desechadas por Ratzinger durante la década de 1990, aunque sólo fuera porque el padre Maciel había sido elogiado por el entonces papa Juan Pablo II como ‘guía eficaz para los jóvenes’. Y he aquí la cosecha de esta larga campaña de ocultamiento. La Iglesia Católica de Roma está encabezada por un medicre burócrata de Baviera, que estuvo encargado de la ocultación de la más vil iniquidad, y su ineptitud en su trabajo ahora lo muestra como un hombre personal y profesionalmente responsable de permitir una repugnante ola de delincuencia. El propio Ratzinger puede ser banal, pero toda su carrera tiene el hedor del mal: un mal pegajoso y sistemático cuya conjura está más allá del poder del exorcismo. Lo que se necesita no es un encantamiento medieval, sino la aplicación de la justicia, y deprisa”.
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