MUÑOZ MOLINA Y EL ESPEJO ROTO
«La corrupción, la incompetencia, la destrucción especulativa de las ciudades y de los paisajes naturales, la multiplicación alucinante de obras públicas sin sentido, el tinglado de todo lo que parecía firme y próspero y ahora se hunde delante de nuestro ojos: para que todo eso fuera posible hizo falta que se juntaran la quiebra de la legalidad, la ambición de control político y la codicia –pero también la suspensión del espíritu crítico inducida por el atontamiento de las complacencias colectivas, el hábito perezoso de dar siempre la razón a los que se presentan como valedores y redentores de lo nuestro». Esas líneas resumen las ideas centrales de ‘Todo lo que era sólido’, donde Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956), que ayer obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, denuncia algunas de las cosas que se han hecho mal en España en las últimas décadas. «Creíamos vivir en un país próspero y en un mundo estable», explica, y no percibíamos la ceguera general ni la deslealtad de las élites: «En treinta y tantos años de democracia y después de casi cuarenta de dictadura no se ha hecho ninguna pedagogía democrática». Los partidos políticos, que tienen un papel exagerado en la vida española, no se dedicaron a reformar las instituciones incompetentes heredadas del franquismo, sino a ocuparlas. Eso se ha traducido en que no se ha creado «una administración pública profesional, solvente, atractiva como oportunidad de trabajo y progreso personal, ajena a la política y a los vaivenes electorales, escrupulosamente sujeta a la ley». La cultura del pelotazo, el populismo de inauguración y terruño, y la burbuja supusieron un cambio de valores y desarrollaron una pasión por la propaganda y el oropel: abundaban las declaraciones triunfalistas sobre el nuevo lugar de España, construcciones faraónicas, embajadas culturales y desembarcos en el extranjero a los que solo acudían delegaciones de periodistas españoles cuyo transporte se pagaba con dinero público. Era como si el país se hubiera convertido en un terreno de nuevos ricos, y el progreso material convivía con una obsesión por el pasado y un lenguaje político extraordinariamente violento.
Muñoz Molina mezcla el relato histórico con la perspectiva generacional y experiencias personales y profesionales: ‘Todo lo que era sólido’ quiere ser un ‘Yo acuso’ y un ‘Yo, pecador’. Una de sus virtudes es que no tiene miedo a ejercer, literalmente, de aguafiestas. Critica «el totalitarismo de la fiesta, en el que se confunden con entusiasmo idéntico la izquierda y la derecha». La pasión con que parte de la izquierda ha apoyado tétricos rituales religiosos como las procesiones vino acompañada de otra paradoja: «Primero se hizo compatible ser de izquierdas y ser nacionalista. Después se hizo obligatorio». Habría habido un énfasis transversal en los elementos identitarios; «la niebla de lo legendario y de lo autóctono ha servido de envoltorio para el abuso y de garantía de la impunidad».
El libro está bien escrito, aunque es reiterativo en ocasiones, y es difícil no estar de acuerdo con muchos aspectos de su análisis. Lo que defiende Muñoz Molina, un hombre de la izquierda moderada que busca tender puentes con la mejor tradición ilustrada y democrática española, es admirable: el ideal del trabajo honrado y bien hecho, un Estado laico y meritocrático, libertad individual y servicios sociales, la existencia de una sociedad civil y un espacio de discusión civilizada. El diagnóstico y el ideal son más convincentes que el tratamiento: viene a decir, más o menos, que si todos fuéramos un poco mejores todos seríamos mejores. En ocasiones parece caer en cierto adanismo –hubo voces que alertaron de los peligros de la burbuja inmobiliaria, por ejemplo– o en la favorecedora postura del disidente, aunque su análisis no parece dirigido a gente muy alejada de él. En el ensayo conviven observaciones brillantes con elementos sobredimensionados, soslayados o discutibles. Algunos de sus mejores momentos derivan de la experiencia, y la trayectoria de Muñoz Molina resulta ilustrativa: por su desempeño de un cargo público o por la profesionalización de su actividad. El libro tiene elementos de autocrítica: cuando lamenta la obsesión por la Guerra Civil de principios de los años 2000, reconoce (quizá por vergüenza torera) que él escribió una novela sobre la contienda; se reprocha no haber detectado el espejismo destructivo de los años de bonanza. Pero debía haber abundado en esa dirección. Sin duda, la situación española es terrible y hay muchas cosas desesperantes. Pero, por tomar el ejemplo de la violencia del lenguaje político, el enfrentamiento verbal también es duro en democracias sólidas y el propio Muñoz Molina sabe que, pese al paisaje resquebrajado, no todo el progreso ha sido ilusorio. Honesto, valiente y escaso de humor, ‘Todo lo que era sólido’ es un libro donde Muñoz Molina ejerce el papel del intelectual comprometido y aspira a la lucidez de la resaca pero conserva en todo momento cierta ingenuidad: de ella se derivan algunos defectos y muchos de sus méritos.
Antonio Muñoz Molina. ‘Todo lo que era sólido’. Seix Barral, Barcelona, 2013. 253 pp.
Esta reseña salió en Artes & Letras de Heraldo de Aragón el 6 de junio.
[Imagen.]
0 comentarios