CRÓNICA DE UN FRACASO
Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) no es solo uno de los mejores narradores vivos. También ha reflexionado con perspicacia y pasión sobre los libros de los otros. Es un intelectual modélico, que se ha preocupado de aprender y de cambiar de opinión, y ha adoptado posiciones políticas valientes y necesarias. El hecho de que su crítica al autoritarismo y su defensa de la pluralidad, la libertad y la democracia hayan suscitado las críticas de una parte de la izquierda solo habla mal de ese sector de la izquierda.
En ‘La civilización del espectáculo’ (Alfaguara, 2012) Vargas Llosa analiza la cultura contemporánea. Recoge varios ensayos sobre el tema y los acompaña de “antecedentes”, piezas publicadas en ‘El País’. Repasa a autores que han reflexionado sobre el asunto: Eliot, Baudrillard, Steiner o Martel. La idea central es la irrelevancia actual de la alta cultura: la literatura y el arte han quedado reducidos a entretenimiento. Las obras son menos ambiciosas y tienen una cualidad light que alienta la complacencia y la autosatisfacción: “Los lectores de hoy quieren libros fáciles, que los entretengan, y esa demanda ejerce una presión que se vuelve poderoso incentivo para los creadores”.
Ese resultado es producto de varios factores: el bienestar de las sociedades occidentales hace que el aburrimiento sea el gran enemigo; la democratización de la cultura, que parte de un impulso positivo, pero conduce al desplome de las jerarquías estéticas y a la pérdida de influencia de los mediadores clásicos en favor de los publicistas; la incapacidad de las elites culturales para adaptarse a la sociedad de mercado; las caídas en una jerga solipsista y relativista de los intelectuales, y el descrédito granjeado por su complicidad con la mentira política; la obsesión por la fama; el escándalo vacío de cierto arte contemporáneo. Si en las sociedades totalitarias la política esclaviza la cultura, en las democracias la cultura espectáculo ha contagiado la política y ha conducido a una frivolización que pone en peligro el pensamiento y la privacidad. Esa frivolidad “consiste en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y en la que el gesto y el desplante –la representación- hacen las veces de sentimientos e ideas”. El impulso de acabar con las elites ha terminado en “en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es”. Hay elementos de la realidad que parecen dar la razón a Vargas Llosa. Se echa en falta alguna reflexión sobre la educación y la economía, y hay observaciones discutibles, como cuando alerta de la extinción del erotismo. Aunque la desaparición de los prejuicios haya quitado cierto encanto ritual –algo que habría que demostrar-, la liberación sexual ha permitido que mucha más gente disfrute del amor y el sexo. Algo similar sucede con muchos aspectos de la cultura.
Vargas Llosa realiza una defensa certera del laicismo: “El Estado democrático, que es y sólo puede ser laico, es decir neutral en materia religiosa, abandona esa neutralidad si, con el argumento de que una mayoría o una parte considerable de los ciudadanos profesa una determinada religión, exonera a su iglesia de pagar impuestos y le concede otros privilegios de los que excluye a las creencias minoritarias”. Señala que las sociedades donde la religión se mezcla con el Estado restringen la libertad de sus ciudadanos. Pero, añade que, si en un momento se pensó que la cultura podría ser la superación de la religión, esa sustitución no se ha producido: al contrario, parece que, parafraseando a Chesterton, cuando los hombres han dejado de creer en Dios se han mostrado dispuestos a creer en cualquier cosa (pseudociencias, cultos do-it-yourself, la evasión de las drogas) y sugiere que la religión daba un orden moral que se ha desplomado. No estoy tan seguro: los países menos corruptos y menos violentos son menos religiosos que los más corruptos y más violentos. Aunque las religiones contengan códigos morales, no creo que la mayoría de los creyentes se opongan al asesinato solo por temor al castigo divino.
‘La civilización del espectáculo’ es irregular y tiene un tono nostálgico: por una idea de la literatura, por la ambición de grandes aventuras artísticas y por la épica, por mandarines y estadistas. Hay un elemento casi inevitable: puede haber músicos mejores que Dylan, pero es complicado que haya un músico tan influyente como Dylan. Y esa nostalgia contiene un aspecto de idealización y generalización excesiva. Aun así, incluso en sus momentos más desconcertantes, sería un error desdeñar ‘La civilización del espectáculo’ como una mera muestra de conservadurismo intelectual. Vargas Llosa mantiene una aguda capacidad de observación y conserva su compromiso con la complejidad y con el poder de la literatura. Este ensayo, que no es el mejor de los suyos, es la crónica de un fracaso. Pero también forma parte de una defensa apasionada y contagiosa de la libertad y la palabra que Vargas Llosa realiza desde hace décadas.
Mario Vargas Llosa. ‘La civilización del espectáculo’. Alfaguara, Madrid, 2012. 227 páginas.
Esta reseña salió en Artes & Letras de Heraldo de Aragón. Imagen tomada aquí.
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