LA VIDA COTIDIANA
Cuando volvió del baño, Raquel seguía dormida. Le sorprendió encontrarla en esa habitación, le extrañó ver sobre la almohada su melena rubia en lugar del pelo corto y negro de Susana. Sergio miró la ropa interior con dibujos de melocotones y fresas de Raquel y comprobó la hora en el móvil. Eran las diez de la mañana: tenía que limpiar la casa, y trabajar un poco antes de que llegase Susana, que había pasado dos semanas de vacaciones en la playa con su familia.
Por la ventana se colaban los ruidos de la ciudad y se filtraba el calor de una mañana de agosto. Sergio tenía resaca. Llevaba varias semanas intentando ligarse a Raquel: se habían conocido en el Instituto de Idiomas. Raquel había roto con su novio, y Sergio le había dicho que su relación con Susana, su novia desde hacía tres años, estaba en un impasse. Creía que esa palabra podía definir a cualquier pareja en cualquier momento; además, desde que se había independizado, estaba un poco molesto con Susana, que siempre parecía venir a su nuevo piso a disgusto. Raquel y Sergio habían visto una película juntos; el jueves habían ido a la piscina por la mañana. Estaba casi vacía y Raquel había hecho unas demostraciones de habilidades acuáticas sólo para él. El día anterior Sergio había ido a buscarla a la salida de la academia en la que trabajaba y se habían ido a tomar unas copas.
Raquel se tapaba con la sábana. En eso, como en el lado de la cama que prefería ocupar, era distinta de Susana, aunque a las dos les gustase nadar y hacer trabajos de artesanía. Sergio se tumbó junto a Raquel, levantó un poco las sábanas y miró su cuerpo. En la espalda, a la derecha y justo encima del final de la raja del culo, tenía un tatuaje. Le pasó el brazo por encima: le dijo que tenía que levantarse. Raquel sonrió con los ojos cerrados, puso la mano de Sergio sobre uno de sus pechos.
Sergio se estaba vistiendo cuando encontró la mancha de sangre sobre la cama. Raquel volvió de la ducha y dijo que le debía quedar un poco de regla, no se había dado cuenta. Sergio contestó que no pasaba nada: tendría que lavar las sábanas antes de que llegase Susana. Raquel se sentó al borde de la cama y encendió un cigarrillo: Sergio recordó que debía ventilar las ventanas y vaciar los ceniceros. Si no, tendría que decirle a Susana que había vuelto a fumar.
-¿Te apetece desayunar? –preguntó.
-Bueno –hizo una pausa-. ¿Tienes chocolate?
-No, creo que no.
-Me apetece un chocolate con churros. ¿Sabes si hay algún sitio por aquí cerquita?
Sergio dijo que sí, que había un sitio estupendo en la misma manzana. No le apetecía mucho ir: era un bar que frecuentaba con Susana, y le dio miedo que la camarera o alguno de los clientes lo reconociera. Abrió las ventanas y puso las sábanas en la lavadora. Hizo un nudo a los preservativos antes de meterlos en la bolsa de Sabeco: era lo que hacía Susana.
Tiró la bolsa en la papelera que había a la puerta de casa. Pensó en comprar los periódicos en el kiosco, pero sería un poco grosero leer mientras desayunaba con Raquel. Los compraría más tarde, cuando ya se hubieran despedido.
-¿Tienes un cigarrillo? –le preguntó a Raquel.
Sergio terminó de traducir el artículo a la hora de comer. Tomó gazpacho y un poco de longaniza. Puso en la cama las sábanas limpias. Había pensado en echarse una siesta –Susana se pasaría por su casa a las ocho, quizás luego fueran a cenar o al cine- pero no tenía sueño. Se sentía culpable. ¿Por qué había ido a la Hípica con Raquel? Susana siempre lo invitaba a ir a la playa y a la piscina, durante varios veranos había trabajado de socorrista en la piscina de Valdefierro, y a él siempre le había dado pereza acompañarla. Por supuesto, había ido algunas veces, pero a regañadientes. Y en cambio, esa misma semana se había sentido muy a gusto mientras Raquel le enseñaba cómo hacía volteretas, y después se había metido en el agua con ella y habían hecho carreras e incluso se habían besado por primera vez cerca de la escalerilla. El problema no era que hubiera sido infiel, sino que no sabía valorar lo que tenía: era incapaz de apreciar las cosas hermosas de la vida.
En ese momento le llegó un mensaje de Raquel al móvil. “Ya estoy en casita. Estoy cansada pero contenta. Un besito”. Había algo ridículo en esos diminutivos: tuvo la sensación de haberse acostado con una adolescente. Raquel era divertida y muy guapa, y tenía una peca en el ojo izquierdo, pero le dio mucha pereza volver a verla. Tampoco estaba seguro de que no fuera a cambiar de opinión, y le mandó un mensaje sobrio pero afectuoso: tuvo que escribirlo tres veces.
Seguro que Susana nadaba mucho mejor que Raquel, y seguro que habría estado encantada de bañarse con él. Cuando desayunaban en el bar los domingos, Susana leía los suplementos semanales y las páginas de Economía y le explicaba noticias de la bolsa. Raquel no entendía nada de eso, y, a diferencia de Susana, no había llevado los vasos a la barra antes de marcharse.
Pensó en lo importante que había sido Susana para él en una época. Cuando subía las escaleras de su casa hablaba solo como si le contase cosas que le habían pasado, y durante el primer año en que salieron juntos él había señalado en el calendario todos los días que se vieron. Buscó en el cajón donde guardaba las cartas de Susana, los sms que apuntaba al principio de su relación, y algunos regalos y fotos. Era como si viera las pertenencias de otra persona: muchas cosas le daban vergüenza, le parecían ingenuas. Encontró un cuaderno hecho a mano, de color verde, con papel reciclado. Era difícil escribir en él: Susana, que lo había hecho, no estaba acostumbrada a tomar notas. Pero era muy bonito, y el color de la portada hacía juego con los ojos de Susana.
Sergio recordó que una vez Susana le había regalado un atril para su cumpleaños.
-¿Qué crees? ¿Que soy un cura?
Los dos se rieron, pero Sergio pensó que era un regalo absurdo. Ahora llevaba un año trabajando de traductor: utilizaba el atril cada día y lo llevaba a todas partes. Sergio cogió el cuaderno y escribió la fecha y apunto una frase que había traducido por la mañana: “Hay algo muy emocionante en la vida cotidiana”. Pensó que era un tributo a Susana, y que se había dado cuenta de algo importante. En la segunda página apuntó el principio de un cuento: después, dejó el cuaderno encima del escritorio. Era un lugar discreto, pero estaba seguro de que Susana se daría cuenta.
Susana estaba morena y guapísima. Cenaron en un restaurante japonés que había cerca de casa de Sergio: Susana dijo que habían sido unas buenas vacaciones, que había ido a bucear con su hermana, y que le había encantado la experiencia.
-Tiene buena pinta –dijo Sergio, y Susana lo miró un poco sorprendida.
Tomaron un gin-tonic y luego subieron a casa de Sergio. Todo estaba muy limpio y en orden. Sergio se sentó en la silla, y puso a Susana en sus rodillas. Le metió la mano por debajo de la camiseta y empezó a acariciarle la espalda. A él le encantaba, y a ella también.
Susana le contaba historias de su familia y a Sergio le parecían menos aburridas que de costumbre. Incluso le cayó bien el profesor de submarinismo con el que se había enrollado la hermana de Susana. Ella le preguntó qué había hecho y él le dijo que lo de siempre: leer, buscar palabras en el diccionario y matarse a pajas. Susana se echó a reír.
-Mira que eres bruto.
Sergio se levantó y fue a buscar un CD. Tenía dos o tres en la mano cuando escuchó la pregunta de Susana:
-¿Y esto?
Susana había cogido el cuaderno. Sergio se dio cuenta de que Susana no conocía la libreta, y recordó de repente a Alicia, la camarera altísima que se la había regalado.
-Es un cuaderno muy bonito –dijo Susana.
-Gracias.
-Aunque es más de mi estilo, ¿no?
Sergio asintió, la besó en la boca y le dijo que el color de la portada hacía juego con sus ojos.
Este relato de Daniel Gascón apareció en la revista Capúzame. La fotografía es de Philippa Tetley.
8 comentarios
d. -
Juan M. González -
d. -
emmaskarada -
Luisa -
Entrenomadas -
Sergio -
Un abrazo.
ana -
la foto es una chulada.
un beso