EN LAS NUBES
Tengo muchos amigos con miedo a volar. Pero yo no. En realidad es una de las pocas cosas a las que no tengo miedo. Muchos días cojo el coche para comprar la prensa y cuando llego a casa sin rayar el coche o atropellar a nadie, me siento Ulises. Pero en el avión no tengo miedo porque no tengo responsabilidad y pienso que en general los pilotos saben hacer su trabajo. Cuando la azafata explica el protocolo de emergencia, me duermo.
Es decir, que yo voy al aeropuerto con muchas ganas de volar. Pero últimamente, como los zaragozanos atrapados en Ciampino, he tenido problemas. En las tres ocasiones en las que ha sucedido viajaba por algo bueno, y la sensación era mucho peor.
La primera vez fue en el invierno de 2005. Iba a viajar a España para recoger el premio extraordinario de fin de carrera. En ese momento vivía en Evreux, en Francia, donde daba clases de español en un instituto. Salía un lunes a las seis de la mañana. Como había que llegar al aeropuerto un poco antes, me emborraché esa noche en París con Aloma y Barreiros, y luego cogí un taxi. El avión no salió por culpa de niebla, y yo me perdí la ceremonia. Volví a casa de Aloma y Barreiros enfriado y con resaca, y nos pasamos la tarde comprando libros de segunda mano. Como había pedido una semana de vacaciones en el instituto, pasé varios días en París. Cuando volví a Evreux, me escondí para que mis alumnos y mis jefes no se enterasen de lo que había pasado.
La segunda vez fue en el otoño de 2007. Mi novia exponía en el Holanda, e íbamos a pasar el puente en Ámsterdam. Habíamos reservado hotel. Yo ya había hecho una lista de sitios que quería visitar. Pero ella olvidó el pasaporte y tuvimos que volver a casa.
El lunes pasado tenía que ir a Londres, y luego a Norwich, a la Universidad de East Anglia, donde estudié durante mi año Erasmus. Tenía que dar unas charlas sobre “Los extranjeros”, uno de los cuentos de El fumador pasivo, que sucede en la Universidad. Me habían dado unos días de vacaciones, había comprado los billetes y mi padre, que no pierde la esperanza de convertirme en un hombre de provecho, me había anotado las exposiciones que debía ver en Londres. El vuelo salía desde Zaragoza. Llegué exageradamente pronto, como siempre, y pasé a la sala de embarque. Tenía incluso un priority pass. Pero no se veía el avión por ninguna parte.
El vuelo se fue retrasando, y al cabo de un rato una azafata dijo que se suspendía por culpa de las condiciones meteorológicas adversas. Llamé a Norwich. Yo sé que en general Aragón es una condición climatológica adversa, pero los ingleses no se creían que el vuelo se hubiera cancelado por niebla en España. Y la verdad es que a mí también me costaba creerlo: las nubes se levantaron y brilló el sol durante las tres horas que tuve que esperar para comprar el billete. Tres chicas inglesas aprovecharon ese tiempo para emborracharse, compraban botellas de vino en el restaurante del aeropuerto.
A pesar de todo, conseguí salir al día siguiente desde Gerona, una ciudad que asocio con Javier Cercas y los vuelos de Ryanair, y llegué pronto a las clases. El viaje de vuelta salía desde Stansted Airport, y la verdad es que yo ya me temía lo peor: me habían dado otra vez un priority pass, había comprado un montón de revistas, y el vuelo se retrasaba. Pero al cabo de un rato nos dejaron de pasar. Íbamos por el túnel hacia el avión, cuando uno de los pasajeros le preguntó a un chico muy joven con uniforme: “¿Por qué salimos tarde?”. “No lo sé, señor, es mi primer vuelo”, contestó el chico. No sé si el chico sería el piloto –aunque todos los que estábamos en el túnel lo pensamos, y se hizo un silencio bastante incómodo-, pero llegamos bien a Zaragoza.
Y eso también me recordó otra vez en la que estuve a punto de no volar. Y la verdad es que en esa ocasión tenía menos ganas de viajar. Me habían llamado para formar parte de una comisión que tenía que crear un premio de literatura joven a nivel europeo. Tenía que ir a la primera reunión, que se celebraría en Bruselas. El avión salía de Madrid, iba a Milán; allí tenía que tomar otro avión hacia Bruselas. Yo no tenía muy claro lo del viaje ni lo del premio. Habían invitado a editores y directores de ferias del libro y directores de suplementos culturales, y no sabía muy bien qué pintaba allí. Me alegré mucho en Barajas cuando vi que el vuelo a Milán se retrasaba. Me di cuenta de que sería imposible enlazar los dos vuelos. Fui al mostrador para decirles que no iba a poder viajar. Me dijeron que no me preocupara, que iría por Roma: allí cogería otro avión que viajaba hacia Bruselas, un poco más tarde.
Cuando estábamos a punto de salir hacia Roma –todos los viajeros estaban sentados, y estaban a punto de cerrar la puerta-, me fijé en que sólo tenía 20 minutos para coger el avión en Roma. Me imaginé que me quedaba tirado en Roma. Me levanté y corrí hacia la azafata, un poco como el que tiene algo que decir para que no se celebre una boda. Le dije a una azafata: “Tengo que bajarme, no puedo enlazar”. Ella miró los detalles. Se abrió la puerta de la cabina. “¿Qué pasa?”, preguntó el piloto en italiano. “No puede enlazar”, dijo la azafata, y entró en la cabina y le enseñó los billetes. El piloto dijo: “No te preocupes, llegas bien”.
Parecía muy seguro, así que le hice caso y volví a mi sitio. Llegamos a Roma un poco antes del horario previsto, y me dio tiempo a tomar el vuelo hacia Bruselas. Cuando subí, reconocí en la cabina al piloto que había llevado el otro avión hasta Roma. “¿Ves como llegabas?”, me dijo.
He tomado la imagen de Boeing.
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