PRISIONEROS
El hombre, un lobo para el hombre, de Janusz Bardach (Odesa, 1909 – Iowa City, 2002), y Todos los colores del sol y de la noche, de Lenka Reinerová (Praga, 1916 – 2008), son dos testimonios estremecedores de vidas secuestradas por el comunismo. La historia de Bardach es terrorífica: era hijo de un médico judío y vivía con su familia en Volodímir-Volinski, en Polonia. Había vivido el antisemitismo, creía en las ideas socialistas y, tras la invasión nazi, pensaba que la Unión Soviética acogería a los judíos perseguidos. Pero la ocupación soviética le reveló un mundo de persecución: se expropiaba y detenía a los capitalistas; una noche, unos agentes del NKVD llevaron a Bardach como testigo en una redada nocturna para localizar y deportar a refugiados. En 1940, fue llamado a las filas del Ejército Rojo. Pocos después se le volcó el tanque: aunque un consejo de guerra lo condenó a muerte por sabotaje, un conocido que trabajaba en el NKVD le conmutó la pena a diez años de trabajos forzados.
Bardach narra su traslado a través de la Unión Soviética y su trabajo en varios campos de concentración. Le obligaron a cavar una tumba y meterse en ella, intentó fugarse, recibió palizas de los guardias y otros presos, fue apuñalado, estuvo encerrado cinco días en un “aislador”, contrajo la tuberculosis y el escorbuto, padeció ceguera nocturna por falta de vitaminas, y presenció asesinatos y violaciones entre los propios presos. Había delincuentes comunes, polacos a los que Bardach prefería evitar y condenados por razones políticas. Muchos habían sido acusados de conspiraciones inventadas o habían confesado bajo tortura; algunos eran antiguos miembros del NKVD, habían formado parte del sistema paranoico que ahora se había vuelto contra ellos y compartían condena con sus víctimas; varios habían sido enviados a Siberia por contar un chiste sobre Stalin u otro dirigente del Partido (uno de los compañeros de Bardach bromea: “por un mal chiste te pueden caer cinco años, pero por uno bueno, veinticinco”). Vivían en condiciones durísimas e insalubres, temían a los guardianes, que los trasladaran a un campo todavía peor o los delataran por nuevos crímenes; robaban a los débiles o a los muertos; se mutilaban para evitar trabajar a cuarenta grados bajo cero, buscaban comida entre los cadáveres y llegaban a apostar sus propios dedos cuando jugaban a las cartas. Al principio, Bardach cree que su condena se debe a un error de la justicia, pero descubre que la brutalidad y la represión paranoica son elementos fundamentales del engranaje soviético.
Bardach, que escribió el libro con Kathleen Gleeson, no elabora una descripción global del gulag, sino el relato de su lucha por sobrevivir en un sistema diseñado para convertir a los seres humanos en animales: “Quizá fue mi destino conocer a gente que no sólo me salvó la vida, sino que me enseñó a no perder la sensibilidad por los de mi alrededor. Conocerlos me dio esperanza y una razón para luchar que iba más allá de la supervivencia. Kolimá me enseñó que la degradación no era una consecuencia de las condiciones en las que vivíamos; formaba parte del plan”.
Bardach salió adelante gracias a su ingenio –seducía a otros presos con sus relatos-, su fortaleza, la ayuda de algunos compañeros y una buena dosis de suerte. Tras trabajar durante ocho meses en una mina de oro en Kolimá, sobrevivió a un accidente y consiguió trabajo como asistente médico en un hospital. Eso mejoró sus condiciones de vida, aunque no lo libró del miedo a ser trasladado a otro campo. Su hermano, que era oficial del Ejército Polaco, obtuvo su liberación; después supo que el resto de su familia había muerto durante el Holocausto.
El testimonio de Bardach tiene algo de relato de aventuras, muchas veces atroz y emocionante y en ocasiones casi picaresco en medio del horror y la barbarie. En cambio, Todos los colores del sol y de la noche hace pensar en Kafka y Orwell. Reinerová, una escritora checa de lengua alemana, creía en el comunismo, había ayudado a fugitivos del régimen de Hitler y había huido de su país ante la invasión nazi (su madre y sus hermanas fallecieron en el Holocausto). Estuvo en una cárcel de París y en el campo de de mujeres de Rieuclos antes de huir a México. Regresó a Praga y a principios de los años 50 estuvo en prisión preventiva durante 15 meses. No sabía de que la acusaban: sus interrogadores querían oír “la confesión de delitos inventados, jamás cometidos, ni siquiera planeados”. Apuntaban hacia su supuesto sionismo (“Todos los judíos son sionistas”), sus relaciones con “el Oeste”, sus imaginadas labores de espionaje para Tito (la razón: su marido era yugoslavo), y le pedían que informase sobre sus conocidos. Su adhesión al comunismo y su oposición al nazismo también despertaban las sospechas de los interrogadores: “el hecho de que, siendo aún una niña, me decidiera por la utopía de un orden socialista y, sobre todo, por la lucha activa en contra del fascismo constituía allí inequívocamente el indicio de acusaciones terribles”.
Reinerová está aislada del mundo exterior, la trasladan con los ojos vendados y apenas tiene conciencia del tiempo. Acaba interiorizando las acusaciones; otras veces se defiende de sus interrogadores: “La verdad no es lo que cree cada cual. Requiere de pruebas. Y es él quien debería presentarlas”. Resiste hablando con su compañera de celda –unas charlas llenas de humor y melancolía, que como los interrogatorios relatan su vida anterior y retratan la Praga de los años 30, con los cafés literarios, los refugiados de Hitler o las colectas para los republicanos españoles- y aferrándose a algunos destellos de belleza, a los fragmentos de la vida interrumpida: guarda un trozo de cartón azul, después de meses sin ver ese color; atesora un fragmento de hierba que ha podido llevarse su compañera, o arranca las púas de un peine para desconcierto de sus guardianes.
Zarah Ghahramani nació 72 años más tarde que Janusz Bardach, en Teherán, en 1981, pero también ha vivido la barbarie y el confinamiento. De familia kurda, su padre fue militar en el régimen del Shah; su madre profesaba la religión zoroastrista. En 2001, tras unas protestas estudiantiles, estuvo 30 días en la prisión de Evin: al igual que Reinerová, no conocía las acusaciones ni podía defenderse. Mi vida como traidora, escrita con la colaboración de Robert Hillman, habla de los interrogatorios con los ojos vendados, de las amenazas, las palizas y las exigencias de que informara sobre otros disidentes, de una guardiana que le hacía insinuaciones sexuales o de las humillaciones para ir al baño. Ghahramani, que por entonces era una estudiante de traducción fascinada por Lorca y ahora vive en Australia, cuenta en flash-backs una toma de conciencia política frente a las normas que impone República Islámica. Entre ellas están el culto al martirio –que se convierte en justificación para prohibir los calcetines blancos, y condena a las viudas a una vida miserable-, los matrimonios forzosos –que llevan a una prima de la autora al suicidio-, la islamización de la sociedad y el olvido de la tradición persa.
En ocasiones establece comparaciones disparatadas: recuerda que, cuando un novio conservador y bien situado –que luego ayudó en su liberación- la obligó a ponerse una versión ortodoxa del chador para ir a una fiesta, se sintió “como las mujeres del Partido Republicano de Estados Unidos en una colecta de fondos del Bible Belt”; compara a los mulás con Joseph McCarthy, que era detestable, pero no gobernaba el país. Frases como ésas empañan un poco un libro valioso, que ofrece una perspectiva juvenil y aparentemente ingenua. La defensa de las pequeñas cosas, como que el sol te dé en el pelo o llevar unas zapatillas rosas, también es una reivindicación esencial: “No hay nada que se pueda decir en defensa de unas leyes que permiten a los hombres de una sociedad tratar a las mujeres como sus rehenes. Son leyes malvadas, no importa el lugar donde sean promulgadas”.
Esta reseña aparece en el número de enero de Letras libres. En las imágenes, prisioneros del gulag, Reinerová y Ghahramanni.
Januz Bardach y Kathleen Gleeson. El hombre, un lobo para el hombre. Asteroide, 2009. Traducción de Martin Schífrino. 478 páginas.
Lenka Reinerová. Todos los colores del sol y de la noche. Asteroide, 2009. Traducción de Juan de Sola. 219 páginas.
Zarah Ghahramani, con la colaboración de Robert Hillman. Mi vida como traidora. El Aleph, 2009. Traducción de Facundo Piperno y Ariadna Castellarnau. 267 páginas.
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