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Daniel Gascón

HITCH 22

Hitch-22. A Memoir es la autobiografía de Christopher Hitchens (Portsmouth, 1949). Repasa su vida, pero también es una autobiografía intelectual, un retrato de una evolución política y de las paradojas y las contradicciones del autor: la crónica del paso gradual y asimétrico desde una visión del mundo enclavada en la izquierda radical hasta una posición independiente que defiende el laicismo, la democracia liberal y el internacionalismo. Para Hitchens es importante uno de los epígrafes de Kim, que habla de “los dos lados separados de mi cabeza” y las memorias exploran esa dualidad de muchas maneras: en ellas hay literatura y la política, Inglaterra y Estados Unidos, el activismo de la extrema izquierda y la tradición liberal anglosajona, el periodismo mayoritario y el combativo, el desprecio por la religión y el descubrimiento de su sangre judía, las armas y las letras, la vida privada y la historia, la autoparodia y la arrogancia, las bendiciones de la amistad y las rencillas entre amigos, el compromiso con la clase trabajadora y la fascinación por los círculos del poder.

La primera parte de las memorias tiene un carácter más narrativo y muy poderosa. Es, por ejemplo, muy potente la historia de la madre de Hitchens, Yvonne, una mujer enigmática y frustrada. Quiso que su hijo fuera a un internado porque “si en este país va a haber una clase dirigente, Christopher va a formar parte de ella”. Más tarde, Hitchens –convertido en un periodista incipiente y un revolucionario ferviente- conoció al amante de Yvonne, un ex reverendo que se había pasado a la espiritualidad new age, y ella lo llamó para decirle que se iba a vivir a Israel. Hitchens intentó quitárselo de la cabeza (acababa de producirse la guerra del Yom Kippur). Tardaría más de quince años en enterarse de que su madre era judía. Pero sólo unas semanas después Yvonne se suicidó con su amante en un hotel de Atenas: el propio Hitchens fue a buscar los restos.

El padre de Hitchens, un comandante de la marina británica, era muy distinto a su mujer: un hombre conservador, de pocas palabras, se consideraba poco reconocido por el Gobierno británico. La relación, lacónica pero respetuosa, entre Hitchens y su padre tiene momentos emocionantes, y a veces hace pensar en la fascinación casi acomplejada que Hitchens siente ante los hombres de acción y los hechos de armas: por ejemplo, cuando el padre de Hitchens regala a sus amigos suscripciones de las publicaciones izquierdosas donde colabora su hijo; cuando lo llama para felicitarlo por un artículo en una zona bélica, o, cuando, en la guerra de las Malvinas, el padre se muestra mucho más cauteloso y menos beligerante que su hijo.

Aunque habla de su padre y su madre y su hermano, Hitchens no trata en exceso una vida familiar que se adivina un tanto desolada, entre otras razones porque se marchó a estudiar muy pronto: primero en Devon y luego en Cambridge. Hitchens habla del énfasis en los deportes obligatorios, de la homosexualidad y los abusos sexuales, de la violencia escolar, la conciencia de clase y también del descubrimiento de la literatura. En The Leys School encontraría a dos autores esenciales para sus posiciones estéticas y literarias: Arthur Koestler y George Orwell (otro escritor, ideológicamente muy distinto pero clave para Hitchens es Evelyn Waugh: utiliza ejemplos de sus novelas para explicar su educación, su trabajo periodístico y la relación entre Estados Unidos y Gran Bretaña). A algunos de estos autores los leía durante las misas obligatorias, en un periodo que también incluye el descubrimiento de su vocación, de la política y el principio de su carrera como escritor y editor de panfletos. Hitchens habla de las masturbaciones entre los chicos, pero también de su amor de verdad por otro estudiante (que fue descubierto y no salió bien). A lo largo del libro confiesa varias relaciones homosexuales: entre sus compañeros de cama asegura que hay dos miembros del Gobierno de Margaret Thatcher; esos encuentros se produjeron algo más tarde, en un momento en el que generalmente las chicas le interesaban más que los chicos.

Hitchens estudió en Oxford, aunque parece que el clima de los años 60 robó protagonismo a la academia. En ese aprendizaje de la contracultura Bob Dylan sería un nombre fundamental, pero fue un periodo de inmersión política: se hizo amigo de Sedgwick, que era, entre otras muchas cosas, traductor del revolucionario y antiestalinista Victor Serge, y se convertiría en el mentor político de Hitchens en la “oposición de izquierdas” marxista. Hitchens, que entró en la Internacional Socialista, fue arrestado en manifestaciones, siempre fue antiestalinista y esperaba el derrumbe del capitalismo (“con el que me ha ido mucho mejor de lo que esperaba”), admiró las obras del disidente polaco Jacek Kuron y de C.L.R. James, historiador, principal defensor de la independencia de Trinidad y corresponsal de críquet de The Guardian. Gracias a su labor como activista conoció a Eduardo Mondlane, fundador del Frente de Liberación de Mozambique, que sería asesinado poco después; a Matham Shamyurira, que acabaría siendo ministro del corrupto Mugabe, y al recientemente fallecido Leszek Kolakowski.

Pero también hablaba en la Oxford Union: era una doble vida, que le permitía asistir a cenas selectas, frecuentar a estudiantes ricos y conservadores simpáticos, y tener encuentros inquietantes con Isaiah Berlin, Noam Chomsky, o ex políticos. También coincidió entonces con Clinton (en la época en que fumaba pero no inhalaba: según Hitchens, era alérgico al humo y prefería consumir la marihuana en galletas.)

En 1968 Hitchens visitó La Habana, lo que supuso “el ejercicio más duro en doble contabilidad que tuve que hacer hasta entonces”. Cuba le parecía una apuesta novedosa frente al modelo soviético; la rigidez de la dictadura no era tan conocida ni tan conspicua en un momento en que los gobiernos militares eran frecuentes en Latinoamérica. Pero pronto encontró señales alarmantes: a los extranjeros no les dejaban salir del campamento, y había un tono religioso en las celebraciones. “El socialismo cubano se parecía demasiado a un internado en unos aspectos y demasiado a la iglesia en otros”, concluye Hitchens, que discutió con Santiago Álvarez acerca de la libertad de expresión bajo el régimen: Álvarez decía que era total, aunque no era recomendable caricaturizar a Castro; según Hitchens, si no se puede criticar al líder, no importa que se pueda criticar todo lo demás.

También le pareció imposible la desaparición de la prostitución promulgada por el régimen, y repugnante la persecución de los homosexuales. Y lo sorprendió el apoyo de Castro a la invasión soviética de Checoslovaquia, que se produjo cuando él estaba en la isla caribeña. El encuentro con la revolución fue una decepción (aunque eso resulta más claro para Hitchens ahora que en 1968). En ese momento, Hitchens, que a menudo habla de sus opiniones pasadas con ironía pero cierto afecto casi nostálgico, creía que él y sus camaradas tenían “una causa más noble y un propósito más noble”. Pero la misma incertidumbre se repetía en otros ámbitos: cuando él y sus compañeros impidieron una charla del secretario de asuntos exteriores Michael Stewart, era sin duda una victoria táctica, pero ¿no había algo despreciable en impedir hablar a una persona?

Como periodista y activista, Hitchens viajó a otros países: Grecia, Chipre o Irlanda. Asistió a una manifestación de protesta por la ejecución de Salvador Puig Antic en Barcelona. En la Revolución de los Claveles le asustó el dogmatismo del Partido Comunista, y viajó a Polonia con una novia: conoció a varios disidentes que luego formarían el núcleo de Solidaridad, les llevó pantalones vaqueros y descubrió que Polonia era un país basado en “mentiras pequeñas” y “mentiras grandes”. También conoció a Michnick, que le diría una frase inolvidable: “la verdadera lucha para nosotros es que el ciudadano deje de ser propiedad del estado”.

Hitchens vio de cerca la dictadura militar argentina. Visitó Buenos Aires en 1977, con cuatro objetivos: encontrar al periodista Jacobo Timerman, secuestrado y torturado por el régimen; entrevistar a Videla; ver la Pampa y conocer a Borges. Consiguió los tres últimos: Videla justificó la tortura; el encuentro con Borges está contado con otras palabras en Amor, pobreza y guerra: le pidió que le leyera un poema de Kipling, manifestó su desprecio por Perón y su respeto por Pinochet. (Hitchens, sin embargo, reconoce a Borges una carta en apoyo a las familias de los desaparecidos.) El horror de la dictadura militar argentina hizo que Hitchens se alegrara de la firmeza de Thatcher durante la guerra de las Malvinas. (No es la única revelación sobre la Dama de hierro: cuenta una anécdota muy divertida, insiste en que era sexy y manifiesta cierta fascinación hacia ella y un deseo en la época inconfesable de que ganase las elecciones: “y en secreto y con mala conciencia me alegraba de que ella terminase con el largo reinado de mediocridad y basura”).

Uno de los grandes temas del libro es la amistad. Hitchens habla mucho de sus amigos, y también de sus desavenencias con algunos de ellos. Dedica un capítulo a James Fenton, otro a Martin Amis y otro a Salman Rushdie, y por las páginas desfilan personajes de la literatura y la política, como Gore Vidal, David Rieff, Andrew Cockburn o Ayaan Hirsi Ali. Fenton lo introdujo “en los encantos del alcohol y el tabaco” y en el mundo del periodismo. Hitchens, que escribe anécdotas hilarantes sobre este ambiente, no tardaría mucho en publicar en New Statesman, Private Eye y New Left Review, y también en la prensa mayoritaria: al principio de su carrera trabajó en televisión, en el equipo de investigación de Harold Evans, fue corresponsal del Daily Express, escribió para Evening Standard.

También explica con emoción su relación con Martin Amis, sus conversaciones sobre el lenguaje, Philip Larkin  y las mujeres, y las comidas de los viernes en las que se reunían con Clive James, Craig Raine, Terry Kilmartin, Mark Boxer, Russell Davies, Ian McEwan, Fenton, Julian Barnes, Robert Conquest y Kingsley Amis, y los chistes y juegos de palabras de esas reuniones. Da su versión de de una anécdota que Amis cuenta en Experiencia (una discusión con Saul Bellow sobre Edward Said) y también cuenta una visita desastrosa a un burdel cuando el novelista escribía Dinero. En otro lugar, Hitchens dice que siempre hay que alegrarse de los éxitos de los amigos.

Otro elemento esencial marca la segunda parte del libro, algo más teórica y quizá mejor conocida: su fascinación por Estados Unidos y su traslado a ese país en 1981. Sintió un amor instantáneo por Nueva York en su primera visita, en 1970, pero su admiración no estaba exenta de paradojas: por una parte, Estados Unidos era el país del capitalismo, una nación que exportaba guerras y dictaduras; por otra, Hitchens admiraba la transparencia del sistema democrático, la libertad de expresión y su prensa. Le fascinaba una tendencia al juego limpio: por ejemplo, a Hitchens –que había participado en algunas batallas callejeras contra partidos fascistas- le sorprendió que, cuando una manifestación equivalente fue prohibida en América, la Asociación para las Libertades Civiles emitiera una queja pidiendo que se autorizase.

Hitchens vivió unos años en Nueva York (leía más, escribía más: siempre tenía algo que hacer), se trasladó a Washington, inicialmente para cubrir las reacciones diplomáticas a la guerra de las Malvinas, y se quedó a vivir allí, donde tendría un acceso privilegiado a las bambalinas de la política, trabajando para The Nation. Abandonaría esa revista en 2002, tras sus desacuerdos con la línea editorial de la revista, que justificaban los atentados del 11-S como una reacción equivalente a los desmanes del gobierno estadounidense: Hitchens fue expulsado de la izquierda. Creía que muchos progresistas eran indulgentes con el fundamentalismo islámico, una ideología que por otra parte es el absoluto opuesto del progresismo. Su disputa con el islamismo y la solidaridad con quienes lo sufren le llevó a apoyar la guerra de Afganistán y está entre las razones de su defensa de la intervención en Irak (emitió duras críticas hacia las violaciones de los derechos humanos de la administración Bush); su compromiso y su idea de que el país y sus valores fundamentales se enfrentaban a un enemigo implacable están entre las razones por las que adoptó la ciudadanía estadounidense.

Hitchens cree que la fetua de Jomeini contra Salman Rushdie fue una advertencia de la naturaleza invasiva y letal del islamismo. Elabora un hermoso retrato de su amigo, a quien emparenta con el personaje de Koestler Nicholas Rubashov, y también reconstruye el caso: habla de los que echaron la culpa a Rushdie de lo que le había pasado, desde la derecha (como Hugh Trevor-Roper o Paul Johnson) y la izquierda (como Germaine Greer o John Berger); de los que tuvieron miedo de apoyar a Rushdie (como Arthur Miller) o de los que lo defendieron heroicamente (entre los que destaca Susan Sontag). Expone los esfuerzos que tuvo que hacer para que Clinton aceptase verlo, poco tiempo y sin fotógrafos. Según Hitchens, que acogió a Rushdie en su casa y reprocha que el novelista escribiera una disculpa y anunciara su conversión al islam, los enemigos de la libertad de expresión vencieron, y Los versos satánicos no podría publicarse ahora.

Hitchens también explica uno de los aspectos más polémicos de su carrera: su defensa de la guerra de Iraq. Muestra sus diferentes visiones a lo largo del tiempo. En 1976 visitó el país, le llamó la atención que fuera un régimen socialista laico. Se reprocha no haber dado importancia a cosas que vio: sobre todo, el miedo de la gente con la que habló. Sabía que Sadam Husein era un criminal y un asesino, pero se opuso a la guerra del Golfo porque pensó que se luchaba con pretextos falsos. Recuerda una frase de Fred Halliday que le impactó (“tienes que decidir si el imperialismo es peor que el fascismo”); empezó a preguntarse si la intervención podría justificarse si hubiera servido para derrocar a Sadam Hussein. Fue importante conocer directamente el sufrimiento y el genocidio de los kurdos, así como la opresión de las fuerzas laicas (el régimen se hizo muy religioso) del país, y conocer a exiliados y disidentes como Kanan Makiya.

Makiya, Peter Galbraith, Barham Salih, Kenneth Pollack, Ann Clwyd, Ahmad Chalaby y Hitchens fueron quienes más insistieron a favor de la intervención estadounidense en Irak en 2003. Hitchens defiende una posición muy polémica y habla de “nuestra pequeña conspiración”, ironizando sobre las acusaciones. También defiende a Wolfowitz y la invasión. “Las armas de destrucción masiva, como todo el mundo espera ahora olvidar, fueron muy a menudo un arma retórica en las manos de los que querían mantener a Sadam Hussein en el poder”, dice, “en todas mis discusiones con Wolfowitz y su gente en el Pentágono nunca oí nada alarmista en torno a las armas de destrucción masiva”, y recuerda que en ese momento la posibilidad de que las tuviera “era más latente que patente”, aunque también señala los intentos de Sadam de conseguirlas, y su naturaleza irracional y sanguinaria (dejó en el país muchas fosas comunes que Hitchens ha visitado). La parte dedicada a Iraq es importante y valiente: Hitchens reconoce algunos errores. Justifica la guerra a partir de razones morales y universales; según él, Estados Unidos y Gran Bretaña no se atrevieron a esgrimir esos motivos a causa de su anterior colaboración con el tirano. Su retrato de los crímenes de Sadam es brillante, así como sus críticas a la oposición a la contienda, aunque a veces su análisis de los motivos y los resultados parece discutible o matizable.

Tras esa exploración pública, Hitchens realiza un autorretrato irónico que arranca con un cuestionario Proust. Apenas habla de las dos mujeres con las que se ha casado, aunque sí de sus hijos, y cree que es un “mal padre”, que no tiene paciencia y no sabe hablar con los niños. Los hijos le recuerdan la propia mortalidad; otra forma de tener perspectiva es viajar una vez al año a un país que esté peor que Estados Unidos. También dice que con el tiempo se han revelado sus “fallos como escritor, así como demostrado lo que sospechaba: que carezco del coraje necesario para ser un verdadero soldado o un verdadero disidente”. Hitchens, famoso por sus ataques a personajes casi intocables, como la madre Teresa o el Dalai Lama, y por criticar a gente de su propio “bando”, asegura “mis mejores peleas me han granjeado al menos algo de respeto: un respeto que podría haber perdido si hubiese desaprovechado una buena oportunidad de quedarme callado”.

A finales de los años 80 Hitchens descubrió que su madre era judía. Hitchens reconstruye los motivos del secreto, y rastrea el pasado de su familia: a través de conversaciones con su abuela, de recuerdos, de un análisis de ADN; también regresa a la ciudad de sus antepasados, Breslau/Wroclaw, en Polonia. Investiga la vida del familiar de su mujer David Szmulevski, un héroe de la resistencia contra los nazis en Varsovia, que testificó contra ellos y descubre un elemento oscuro: el trato a los alemanes en los países que habían ocupado los nazis después de la Segunda Guerra Mundial, y el papel de su familiar. Hitchens se considera judío, medita y polemiza sobre la asimilación y la historia de esta etnia, y cree que “un registro crítico de la salud general de la civilización es el estatus de la cuestión judía”; el antisemitismo no es sólo una forma de racismo. También destaca el papel de los judíos en la lucha por los derechos humanos y critica a Israel por cuestiones de principio y por su trato a los palestinos: “Considero el antisemitismo imposible de erradicar y un elemento de la toxina con la que la religión nos ha infectado. Quizá en parte por eso nunca he visto el sionismo como una cura”; según Hitchens, ya que “garantiza la premisa inicial del antisemita sobre la anormalidad del judío”.

Hitchens habla de su amistad con el intelectual palestino Edward Said. Refiere su admiración por él, pero también ciertas diferencias ideológicas que fueron creciendo (“Edward sólo podía condenar el islamismo si podía achacarse de algún modo a Israel o Estados Unidos”) hasta acabar en una pelea amarga: Said escribió artículos donde hablaba de pogromos, instigados por gente como Wolfowitz, contra ciudadanos árabes y musulmanes en Estados Unidos, y en otro artículo citaba frases de Hitchens sin mencionarlo y las calificaba de “racistas”.

Al final Hitchens –que cree que los debates marxistas son un buen entrenamiento intelectual- se pregunta si ha sufrido un cambio ideológico radical, como San Pablo, o si ha sido algo más paulatino. Se decide por lo segundo: durante un tiempo, dice, tuvo desacuerdos con la izquierda, pero conseguía defender sus opiniones con argumentos y retórica de izquierda. Sin embargo, “no se puede ser sólo un poco herético”, y el caso de la guerra de Bosnia fue distinto: “quería que la aritmética moral sumara, pero quería que siguiera sumando en el lado “izquierdo” de la columna. En Bosnia, sin embargo, tuve que admitir abruptamente que si mis antiguos amigos se salían con la suya, habría otro genocidio en suelo europeo”. Las relaciones con dos intelectuales le sirven de ejemplo: por una parte, su disputa con Chomsky, y por otra, el modelo de Susan Sontag. Según Hitchens, la “primera confrontación con el resto de mi vida política” llegó cuando la escuchó hablar en un evento de apoyo a “Solidaridad”. Sontag dijo: “el fascismo (y el abierto dominio militar) no es sólo el probable destino de todas las sociedades comunistas –especialmente si la población siente la necesidad de rebelarse-, sino que el comunismo es en sí una variante, la más exitosa de todas, del fascismo. El fascismo con rostro humano”. Era una forma de renunciar a la utopía; de pensar, como Kundera, que el infierno está contenido en el sueño del paraíso. Hitchens termina con una defensa de la sociedad abierta y las libertades: “He visto más prisiones que se abrían, más gente y territorios ‘liberados’, más tabúes rotos y censores derrocados desde que abandoné la idea, o en todo el caso el plan, de un futuro radiante. Esas ‘sencillas’ proposiciones ordinarias de la sociedad abierta, especialmente cuando se las contrasta con las letales simplificaciones de los enemigos jurados de esa sociedad, eran todo lo que necesitaba”.

Estas Memorias están bien escritas y ofrecen un retrato complejo y contradictorio de un intelectual muy interesante. Para Hitchens lo personal y lo político son inseparables, y aquí explica una evolución ideológica e íntima. Es un texto paralelo a Amor, pobreza y guerra, y ayuda a entender otras obras de Hitchens: aparecen los mismos temas desde un ángulo algo distinto y dialéctico. Las Memorias son también un libro de viajes e historia, una novela de formación, un panorama del mundo periodístico, una colección de semblanzas de personajes célebres de la literatura y un desfile de disidentes, un tratado sobre la amistad, una polémica y una colección de anécdotas y citas. Hay mucha ironía, algo de orgullo y cierta nostalgia; confesiones y acidez y una tendencia a teorizar sobre los hechos de la vida casi paródica, que produce explicaciones que incluso cuando no se comparten resultan interesantes: Hitchens cree que cómo se piensa es más importante que lo que se piensa, y eso es lo que explica en este libro.

En la imagen, Hitchens. De joven. Con Fenton y Amis. Con su mujer, Carol Blue, que apenas sale en el libro.

 

4 comentarios

d. -

Hola Carmen. Muchas gracias. De todos modos, las memorias te divertirán. Sí, he leído esos artículos; también uno en NYRB de Buruma, bastante crítico. Hitchens ha suspendido la gira de presentaciones por enfermedad.
Espero que nos veamos pronto en alguna presentación.
Saludos.

carmen serrano (amiga de Joaquin) -

Excelente tu resumen Hitch-22
creo que me evita leer sus memorias.
Como se que lo sigues de cerca, seguro que has leido
Bravehitch in The New Yorker
y la critica del LRB.
Espero verte en alguna proxima presentacion.
Saludos. Carmen

Antonio -

Tradúcemelo, por favor!
Un abrazo!

Raúl -

Tengo ganas de leerlo, pero habrá que esperar a la traducción en español. ¿La harás tú?