SIMULACROS
1.
La ciencia no es tu enemigo, por Steven Pinker.
2.
Timur Kuran: La pérdida de legitimidad democrática del islam político. (En inglés.)
3.
Ian Buruma: Cuando los progresistas apoyan golpes militares. (En inglés.)
4.
Escribe Manuel Arias Maldonado:
En el curso de un largo viaje a Italia emprendido en 1787, Goethe, patriarca de las letras alemanas, pasa una temporada en Nápoles. En sus notas de viaje, dice haber encontrado allí un paraíso, un lugar donde las gentes viven «en una suerte de ebrio olvido de sí», cualidad que empieza a reconocer en sí mismo hasta el punto de parecerle ser él mismo en esa ciudad «una persona distinta». Podríamos decir que la atmósfera psicosocial napolitana había logrado envolverlo por completo. Es en esas semanas cuando Goethe reflexiona sobre el mundo del trabajo, rechazando, como recordaba Gramsci, la leyenda de la holgazanería orgánica de los napolitanos, y sugiriendo, en cambio, que éstos son extraordinariamente activos. Sucede que es la suya una industriosidad no productiva, porque no se dirige a satisfacer las exigencias de una organización pautada del trabajo, sino que sería un hacer gobernado por el instinto antes que por la razón. Esto, por causas distintas, agradaba tanto a Goethe como a Gramsci: uno veía la poesía, otro la política.
Es difícil exagerar la vigencia de estas reflexiones, ahora que la crisis del euro ha precipitado el choque entre las dos Europas, o sea, entre la industriosidad productiva del norte y la industriosidad improductiva del sur. Para Goethe, sobre todo para Goethe a través de Gramsci, el problema del sur no tiene nada que ver con la pereza, sino con una mentalidad que se rebela inconscientemente contra los modelos hegemónicos. ¡La siesta para quienes la duermen! Desde luego, es un planteamiento seductor, que sugiere que distintas culturas requieren de distintos sistemas productivos, adaptados a su idiosincrasia. Digamos entonces que no podríamos ser alemanes, ni los alemanes pueden obligarnos a serlo; debemos, pues, encontrara un camino propio.
Por desgracia, es un planteamiento falaz. Supongamos, por un momento, que andaluces y españoles responden a los rasgos descritos por Goethe para los napolitanos: personas industriosas, pero improductivas; personas, también, que prefieren ser felices antes que estar satisfechas: el aperitivo antes que la virtud. No habría, en principio, ningún impedimento para que esa sociedad rechazara los modelos organizativos que le son antagónicos, ya sean el capitalismo anglosajón o el renano, y desarrollase su propia alternativa. Hay, sin embargo, un problema. Y es que existe una insalvable contradicción entre ese paradójico vitalismo indolente y el coste de los servicios de bienestar que simultáneamente demandamos. Dicho de otra manera, no podemos tenerlo todo. Porque la defensa de la idiosincrasia cultural no crea puestos de trabajo, ni aumenta las exportaciones con las que pagamos los servicios públicos; nos guste o no.
De alguna manera, la vida es un juego de idealizaciones; el paraíso siempre está en otra parte, ya sea un recuerdo u otra ciudad. Goethe, de paso por Nápoles, queda fascinado por la indolencia meridional y defiende el valor de ese trajín entrañable de telas y pescados.
Para la pobreza de los napolitanos en oposición a la riqueza de los prusianos, por el contrario, Goethe no tiene tiempo. Parece que nosotros tampoco, porque seguimos rechazando las recetas conocidas en nombre de un orgullo meridional sin contenido específico. Seamos distintos, decimos, pero ¿cómo son un mercado de trabajo adaptado al enchufismo, una estructura salarial adaptada a la picaresca, un sistema de servicios adaptado a nuestra dejadez? No nos engañemos. Ni España ni Andalucía son alternativas sistémicas a Noruega o Baviera.
Podemos elegir un subdesarrollo con encanto y seguir siendo el apeadero exótico de los forasteros; podemos esperar sentados, en un ebrio olvido de nosotros mismos, al nuevo Goethe. Pero hagámoslo con plena conciencia y no lloremos después, a la vista de las consecuencias.
5.
El Reino Unido es aún en sí mismo (y en cosas, a veces, decididamente tan agradables) una colonia cuya metrópoli es el pasado, escribe Arcadi Espada.
6.
Enrique Krauze: Por un canal cultural.
7.
Los simulacros del periodismo, por Cristian Campos.
8.
Si eres de izquierdas, ¿por qué tienes tanto dinero?, por Lluís Orriols.
9.
Kurt Vonnegut al senador John F. Kennedy: De vez en cuando, escribo bastante bien.
10.
Rafael Berrio: Simulacro.
[Imagen.]
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