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Daniel Gascón

Cuentos

LOS EXTRANJEROS (II)

LOS EXTRANJEROS (II)

2.

A diferencia de Marta y Natalia, yo vivía en las afueras de Norwich, en la universidad: otro pueblo, una especie de barrio residencial y grisáceo con estudiantes de todas las partes del mundo. Mi habitación estaba en Norfolk Terrace, que no era tan cool ni tan cara como Nelson Court o Constable Terrace, pero mucho mejor que Waveney. Norfolk y Suffolk eran dos residencias en forma de zigurat. Mi habitación estaba en la planta baja, frente a un lago artificial lleno de peces mutantes y en el que, por si acaso, estaba prohibido bañarse.

Llegué de noche pero había un guardián despierto que me dio las llaves. Se burló un poco de que tuviera dos apellidos y me explicó con detalle dónde estaba mi habitación, así que sólo me perdí tres veces.

Los primeros días se celebraron reuniones sobre los supermercados más baratos y la normativa académica: no había exámenes en febrero, se perseguía el plagio, cada alumno extranjero tenía asignado un tutor y existía un teléfono de la esperanza para estudiantes.

En el campus había casi todo lo necesario: unas pistas deportivas, un restaurante asqueroso, agencia de viajes, teatro, cine, museo, una librería Waterstones y otra de segunda mano, un pequeño supermercado (con tabaco), periódicos y una lavandería. Los jueves por la noche había discoteca; en la capilla tenían su sede varias confesiones. Norwich estaba a 20 minutos en autobús. Mucha gente utilizaba bicicletas para desplazarse, pero a mí me daba miedo confundirme de carril.

Los martes y los jueves había mercadillo. Vendían vajilla de segunda mano, posters, CD rebajados. Y a veces te ofrecían entrar en alguna asociación: el club de poesía, el del Partido Conservador, la Sociedad Latina o el club de amigos del juego de rol, cuyos miembros luchaban con espadas de madera frente a mi ventana los domingos por la tarde.

En el campus vivían profesores, estudiantes internacionales e ingleses que empezaban la Universidad. Yo compartía piso con once chicos británicos, un alemán y un chaval de California. El reglamento prohibía que las chicas vivieran en el entresuelo por temor a que se colase un violador por la ventana.

Coincidí con Marta y Natalia cuando la gente de la oficina de Relaciones Internacionales nos llevó de ruta turística por Norwich. Se habían juntado con un grupo de españoles. Había unos chicos de Madrid que iban a hacer allí toda la carrera (Ciencias Ambientales) y un tipo de Zaragoza que, a esas alturas, se había convertido en el jefe de la banda. Se llamaba Fernando y tenía el escudo del Real Zaragoza tatuado en el brazo. Había estudiado Relaciones Laborales en Zaragoza y después se matriculó en Empresariales en Teruel. Le pregunté por qué. Me dijo que recibía una beca de 300.000 pesetas al año por los desplazamientos.

-No parece mucho dinero -dije.

-Si vas, no.

Pero, claro, él nunca iba a Teruel. Y ya conocía Norwich, porque había llegado dos días antes que la mayoría de la gente. Incluso daba la sensación de haberse familiarizado con la cultura inglesa.

-Aquí la gente vive de puta madre, tío. Hasta los obreros. En España trabajas de albañil y a mitad de mañana almuerzas huevos fritos con jamón y media botella de vino. Y éstos, a la hora de comer, se toman una coca-cola y una chocolatina. Eso es que no trabajan.

“Es que, aquí donde me ves”, me dijo Fernando mirando a Natalia, “yo soy un tío de mundo”. Sabía que a la hora de comer Pizza Hut tenía una oferta especial, y estaba harto de la visita turística, así que convenció a todos los Erasmus de que lo acompañaran a comer pizza. Pero a mí no me apetecía mucho. Pensaba que no debía separarme de los excursionistas, porque podrían preocuparse. Cuando me di cuenta de que no nos habían contado, de que éramos mayores, y de que no tenía comida en casa, Fernando y los demás debían estar en Pizza Hut, y yo no quería volver después de haber rechazado su proposición. Estuve paseando, mirando las tiendas y las librerías de segunda mano.

Norwich era una ciudad pequeña: había vivido su momento de esplendor en la Edad Media. Tenía una catedral gótica, una iglesia reconvertida en cine de arte y ensayo, otra que hacía de bar, una escuela de artes y un mercadillo cerca de la comisaría de policía. El castillo estaba en la zona de tiendas, transformado en un centro comercial con multicines. Había un río con restaurantes a la orilla, cisnes, y una zona de marcha. La ciudad era demasiado pequeña para mi gusto; enseguida la empezamos a llamar el pueblo, porque todo cerraba muy pronto.

Me tomé una salchicha y compré algo de comida en el mercadillo. Quería llegar a la universidad pronto, porque había una fiesta de bienvenida para los estudiantes internacionales y temía que Scotland Yard me anduviera buscando.

La parada del 25 estaba cerca del mercado. A pesar de que había un letrero donde ponía “UNIVERSITY”, un chico moreno, con una guitarra, un radiocassette y dos maletas me preguntó si sabía dónde paraba el autobús que iba a la universidad. Reconocí el acento y conocí a Miguel, que era asturiano pero estudiaba Derecho en Bilbao. Miguel llevaba un abrigo azul muy largo que hacía que se pareciera un poco a Harry Potter, aunque no se lo dije. Había volado de Oviedo a Londres -un billete mucho más caro que el mío, pensé-, donde había pasado dos días en casa de una amiga de la familia. Llevaba un rato recorriendo tiendas porque no traía almohada y no podía dormir sin ella, pero todas le habían parecido muy caras. Le dije que tenía mérito ir tan cargado (y también que, como decían los folletos de la Universidad, uno podía comprar edredón y almohada en la propia residencia).

-No, tío, es que el edredón lo traje de casa.

-Igual puedes comprar una almohada.

-¿Tú crees?

-Seguro -dije, sin tener ni idea, pero convencido de realizar una buena acción.

Nos contamos la vida: la familia, el fútbol, lo que queríamos hacer. Miguel tenía un hermano que era escritor en asturiano; la chica de Londres había sido su novia. Ella vivía en un sitio muy bonito, lleno de pinturas “super guapas”. A Miguel no le interesaba mucho el arte, pero le apasionaba todo lo que tuviera aspecto artístico: siempre tenía un libro en la mesilla –el mismo durante meses-, y su habitación de Nelson Court pronto estaría muy bien decorada, con las paredes llenas de fotos del mar y posters de Bob Marley y Río de Janeiro. Decía que casi no sabía tocar la guitarra, pero que la había traído porque siempre había alguien que sabía. Le conté que había una fiesta esa noche y me invitó a cenar antes en su casa: llevaba en la maleta unas latas de fabada.

Miraba por la ventanilla y señalaba lo que le parecía interesante.

-Oye, tío, ¿cómo se dice almohada en inglés?

-Pillow.

En la universidad recogimos la llave de su habitación; le ayudé a llevar el equipaje hasta casa. La residencia de Miguel era un poco más lujosa que la mía, una especie de chalet. Su habitación estaba en el segundo piso. Le dije que cocinaría algo -le recomendé que guardase la fabada para un momento de necesidad- mientras él deshacía las maletas.

-Mira, no te preocupes -dijo Miguel-. Tengo unas recetas.

Miguel me pasó una servilleta arrugada: su madre le había apuntado cómo hacer arroz y espaguetis. Le aconsejé que tapase la cacerola para que el agua hirviera más deprisa.

-Joder, tío, controlas un montón de movidas –dijo, y apuntó “tapar la olla” en la servilleta de su madre.

"Los extranjeros" es uno de los relatos del libro El fumador pasivo . Aquí , el primer capítulo. La fotografía muestra la catedral de Norwich.

 

UNA NOVIA EN SAN FRANCISCO

UNA NOVIA EN SAN FRANCISCO

    Mierda, pensó Sergio cuando notó la vibración del móvil en el bolsillo de la camisa, al principio de la clase.

El mensaje de Patricia tenía un tono amenazador: “¿Puedes quedar esta tarde? Tengo que hablar contigo. Un beso”. Sergio llevaba tres días aplazando la cita, así que le contestó y le dijo que podía, pero poco rato, y apagó estúpidamente el móvil, como si eso fuese a evitar que llegara la respuesta. Pero la contestación de Patricia le pareció todavía más inquietante: “Tranquilo, no pienso entretenerte mucho rato”. A continuación proponía un lugar y una hora; mientras respondía un lacónico “Ok” y tomaba el tercer café de máquina de la tarde, Sergio pensaba que nunca debería haberla invitado a esa última copa.

            En los últimos tres años, Patricia y Sergio se habían acostado una veintena de veces. Se conocieron durante el primer curso de la carrera de Sergio, cuando Patricia ya llevaba tres o cuatro años en la Facultad, a raíz de una revista universitaria que publicaba los cuentos de Sergio y los ensayos de Patricia sobre literatura española del siglo XX. Iván, el novio de Patricia, un tipo muy simpático, también colaboraba con algún artículo. Iván no acudió a una de las presentaciones, y Sergio y Patricia se enrollaron en la parada de taxis, cerca de la estación de autobuses. Se vieron con regularidad durante varias semanas. Después Sergio empezó a salir con una chica de clase, y Patricia siguió con Iván, que teóricamente no sabía nada, pero que empezó a tratar a Sergio con más frialdad.

            El año siguiente Patricia consiguió una beca para hacer el doctorado en Berkeley. Ella y Sergio se escribían emails con cierta frecuencia y se veían cuando Patricia volvía de vacaciones: Sergio pasó un año en Inglaterra, pero tras su regreso continuó viviendo en un barrio residencial de Zaragoza. A Sergio le divertían las historias del departamento y San Francisco, y le gustaba hablar con ella de literatura y temas académicos. Quedaban en un bar irlandés, bebían unas cuantas copas y a las once Sergio cogía un autobús que lo llevaba de vuelta a su barrio; Patricia se burlaba y lo llamaba Cenicienta.

Patricia le proporcionaba referencias bibliográficas para sus trabajos y leía sus cuentos. Normalmente quedaban solos, pero, como pensaba que los amigos de Sergio eran un poco primitivos, siempre le ofrecía que saliera con los suyos: un grupo que había estudiado en el colegio Británico, que tenía aspiraciones culturales y a veces esnifaba cocaína.

            Patricia era guapa, alta y se parecía las mujeres que más le gustaban. Le atraía su punto de vista científico y desapasionado sobre la literatura, y siempre estaba dispuesta a quedar. Pero había algo que lo distanciaba de ella, que hacía que no quisiera ser su amante y que, de una manera que no acaba de entender, porque era muy bonito tener una novia en San Francisco, prefiriese la amistad. Lo contrario significaba entrar en un círculo del que era muy difícil salir: Patricia había encontrado trabajo para dos de sus mejores amigas en California, y el curso anterior, había convencido a Sergio e Iván de que pidiesen dos becas de doctorado en UCLA, e incluso inició las gestiones para que los dos compartieran piso en América. Quedó con ellos en Navidad –en esa época estaba rompiendo con Iván- y les ayudó a resolver el papeleo. Pero la situación hacía que Sergio se sintiera incómodo: al final no presentó todos los materiales y continuó sus estudios de Filología en Zaragoza.

            A veces se equivocaba y rompía sus propias reglas. Una noche de semana santa se había despedido de Patricia con un beso en los labios. Ese tipo de cosas le hacían pensar que tenían una cuenta pendiente. Y unas semanas atrás, a finales de agosto, quedaron en el bar de siempre, y Sergio perdió el autobús. Mientras el coche se alejaba, preguntó a Patricia si le apetecía tomar una última copa, y la besó en la misma esquina donde se habían besado por primera vez.

            Mientras caminaba hacia el bar donde siempre se encontraba con ella, y en el que había quedado con muchas chicas en una época más promiscua, Sergio pensaba que había sido un desliz estúpido, pero que a continuación había cometido un error más grave. La llevó al piso vacío que su familia tenía en el centro. Empezaron a follar sin condón, y ella le dijo:

            -Espera un momento.

            Patricia abrió su bolso y sacó un preservativo.

            -Perdona. Creía que tomabas la píldora.

            -Ya no. Ha pasado mucho tiempo.

            Aunque follaron varias veces esa noche, y aunque Patricia, a diferencia de otras ocasiones, se había quedado con él hasta el día siguiente, Sergio creyó que había un reproche en sus palabras.

            Quizá fuera ese reproche la razón por la que no la había llamado. Pero también es cierto que ella se había ido a América para arreglar unos papeles, y  que él le había enviado un sms de cortesía. Y, sin embargo, ahora todo había salido peor de lo que había esperado.

            La había dejado embarazada.

            Era el momento más inoportuno, porque estaba saliendo con otra chica; porque no tenía dinero para pagarle un aborto ni ganas o ánimo para acompañarla a una clínica. Se había acostado pensando que no significaba nada, y ahora estaba en un lío tremendo por culpa de una imprudencia de adolescente.

            Seguramente, Patricia consideraría un aborto la mejor opción: ellos ni siquiera eran novios, y vivían en dos continentes distintos. Era probable que se empeñara en pagar la intervención. Pero, desde el punto de vista de Sergio, eso sería rehuir su responsabilidad. Tampoco sabía lo que pensaría ella: aunque cualquier educador sexual explica que pueden escapar unas gotas de semen antes de la eyaculación, no dejaba de ser una negligencia técnica, algo que se le podía echar en cara, como parecía indicar el tono de los mensajes de Patricia. Y, aunque todo saliera bien, su relación habría dejado de carecer de consecuencias.

           

           

            Patricia sonrió cuando Sergio entró en el bar. Estaba sentada en una banqueta, había una copa de vino junto a ella. Se dieron dos besos y Sergio pidió una cerveza.

            -¿Qué tal?

            -Harta –dijo Patricia-. Estoy harta de Valle-Inclán.

            Sergio sintió un poco de alivio: Patricia preparaba una tesis sobre las novelas que Valle-Inclán había escrito acerca de las guerras carlistas.

            -Y además, tengo que quedarme aquí este otoño. Seguro que en Berkeley hace mejor tiempo.

            Sergio se quedó con la boca abierta. Hasta entonces, no se había dado cuenta de que las dificultades que planteaba una relación, o incluso compartir unas responsabilidades, servían para ponerle las cosas fáciles. Pero ahora ella iba a pasar el otoño en Zaragoza. Y él, por supuesto, le había dicho que no tenía novia la noche del incidente.

            -Me han dado seis meses de fiesta para investigar –dijo Patricia-. Así que estaré yendo de aquí para allá, a Madrid y a Galicia –hizo una pausa. Le daban un semestre sabático sin tener una plaza fija: Sergio pensó que no había dios que se creyera eso-. Pero en realidad creo que es lo mejor.

            Sergio tragó saliva.

            -Dice Arcadi Espada que Valle-Inclán es el segundo mejor escritor nacido en Villanueva de Arosa, después de Julio Camba.

            Patricia sonrió y Sergio le dijo que antes de llegar se le había quedado atascada la cremallera del abrigo, y que había entrado en el baño de una cafetería para quitárselo.  No era cierto, pero le había pasado hacía un par de días y le apetecía contarlo. Ella soltó una carcajada. Se quedaron callados.

            -Necesitaba hablar con alguien. Por eso te he mandado los mensajes.

            Sergio la miró a los ojos un momento y comenzó a liar un cigarrillo.

            -Es sobre un chico que conocí en Madrid este verano, en el congreso sobre Valle-Inclán. Y no sé qué hacer. Estoy histérica, y pensaba que tú podrías entenderlo.

            -Cuéntamelo.

            -He dicho que es un chico, pero debe tener 35 años o así. Da clases en Santiago. Escribió una tesis sobre las vanguardias. No es especialmente guapo pero tiene su punto. Y se lo sabe todo. El caso es que lo conocí en junio. Empezó a escribirme emails, a contarme que estaba muy mal con su mujer. Y en agosto, cuando fui a Galicia, nos vimos y nos liamos. Su mujer estaba fuera. Yo no estoy acostumbrada a estas cosas.

            -Y se enamoró de ti, claro –dijo Sergio, que no entendía qué tenía que ver esa historia con su problema.

            -No, para nada –se rió-. Creo que no. No dio señales de vida en un mes. Pero hace un par de semanas le mandé un email porque había leído un artículo suyo. Me contestó al día siguiente. Me decía que está muy deprimido, que tiene insomnio, que quiere verme. Y llama a mi casa a cualquier hora. Le dije que pasaría aquí el otoño y quiere que me vaya a Galicia. Dice que ya no vive con su mujer.

            -¿Y tú qué quieres hacer?

            -No lo sé. Me parece todo una locura. Yo me vuelvo a ir dentro de poco.

            -No parece una persona muy equilibrada, ¿no?

            -No. ¿Quieres leer sus mensajes?

            -No. Me los imagino.

            -Bueno –Patricia respiró hondo-. ¿Qué te parece?

            -Es una historia bonita. Pero no sé qué decirte. De todas formas, por lo que cuentas te aconsejaría prudencia, como en las negociaciones con los terroristas. Eso de que de repente te empiece a mandar mensajes, después de no haberte dicho nada en un mes…

            -Sí, es muy raro –dijo Patricia-. Pero estoy mucho mejor después de contarlo.

            -También es bonito que te pase, ¿no?

            Pidieron dos copas más. Patricia contó más cosas del profesor de literatura, de su conversación en el congreso, a la salida de una ponencia sobre Tirano Banderas, y de su primer encuentro sexual. Decía que la historia le parecía tan disparatada que no se atrevía a compartirla con sus amigas, y Sergio pensó que, desde que se conocían, Patricia no le había hecho confidencias personales. Seguro que había tenido amantes en Berkeley después de romper con Iván, y quizá se veía con alguien en Zaragoza. Después volvieron a hablar de la literatura y la Universidad, del multiculturalismo y la política internacional. Hicieron chistes malos y se rieron bastante. Con algo de melancolía, Sergio descubrió que no sentía ni rastro de nerviosismo.

Aunque ella no se lo pidió, acompañó a Patricia hasta su portal. Llegó a la parada del autobús con un cuarto de hora de tiempo y se entretuvo observando en la calle los primeros signos del otoño.

 Este cuento de Daniel Gascón apareció en el número 79 de la revista Turia

THE FOREIGNERS

THE FOREIGNERS

Traducción de Philippa Tetley y Daniel Gascón.

1.

When, on the fifteenth of September of 2001, I set out on my trip to England to be an Erasmus student in the University of East Anglia, I wanted to be an American writer. I had chosen Norwich because it had a good Film and Literature department, because there were creative writing classes and because London was too expensive.

Norwich was also W. G. Sebald’s country. Come to think about it, it was a bit strange: though Sebald had been working a long time at that University –where he’d founded a Centre for Literary Translation-, he’d been born in Bavaria in 1944 and was an extraterritorial writer, who had success in English-speaking countries, was more comfortable in the company of the dead than of the living, taught classes on Kafka and Robert Walser and, in general terms, didn’t give the impression of being exactly full of the joy of life.

When I chose Norwich, I didn’t know Sebald lived there, or who he was, or even that James Stewart had spent part of World War Two in East Anglia. I learned all this in an interview that I read two months later. I couldn’t pick up Sebald’s unit –a course on Kafka’s shorter fiction- because it was for postgraduate students. On the other hand, I was afraid of meeting him, especially after finding out that he didn’t read his contemporaries, because now I was a contemporary author and felt a bit guilty.

That day, in the train to Norwich, I carried two books by Sebald, an English-guide book and an English-Spanish dictionary which was exaggeratedly big but, appropriate, I hoped, for a literature student. I also carried two copies of my book, which I thought I’d give to Martin Amis as soon as I met him, or donate to the library, though I ended up giving them to a couple of girls that looked pretty enough. I had waited to read to The Rings of Saturn for a long time. I was already on the train when I opened it and started to travel beside the narrator through the landscapes of Suffolk County, to examine the skulls of the dead and the history of silk in China and Europe.

The train was old and didn’t have many passengers: a man reading a newspaper, a sleeping woman and two girls with lots of bags. I thought it’d be nice to fall a bit in love with an English girl, like in a story by Kureishi. We’d go to London on weekends and I’d learn dirty words in English.

The train stopped. I looked out the window. I thought I’d see a typical Sebald landscape, but it was dark and I couldn’t see shit. I heard the announcer: the only thing I understood was the word fatality, fatality on the tracks, fatality on the road [1], something like that. The man who was reading the newspaper looked up when he heard the voice. He made a resigned gesture. He said (in an easy to understand English accent): “Somebody committed suicide”.

The two girls stared at me. One of them –the prettiest- said: “Hi, you’re Spanish, aren’t you?”

I’m from Saragossa.

We’re from Burgos.

The train started to move. The snack vender came through and I closed my book and sat next to Marta and Natalia, we asked for coffees and chocolate bars and I couldn’t stop thinking: “Suicide, how rude”.

Las dos fotos son vistas del campus de la UEA desde el lago. La residencia de Norfolk, donde yo vivía, tenía forma de zigurat. Yo estaba en la planta baja, solía entrar en mi cuarto por la ventana.

Sobre Sebald y los contemporáneos ha habido alguna polémica.



[1] English expressions that appear in the Spanish original are italicised.

LOS EXTRANJEROS

LOS EXTRANJEROS

1.

Cuando, el 15 de septiembre del 2001, emprendí mi viaje a Inglaterra para cursar una beca Erasmus en la Universidad de East Anglia , quería ser un escritor americano. Había elegido Norwich porque tenía un buen departamento de literatura y cine, porque se daban clases de escritura creativa y porque Londres era demasiado caro.

Norwich era también el país de W.G. Sebald. Si lo pensaba dos veces, resultaba un poco extraño: aunque Sebald llevaba muchos años trabajando en esa misma institución -donde había fundado un Centro de Traducción Literaria-, había nacido en Baviera en 1944 y era un escritor extraterritorial, que tenía éxito en los países anglosajones, se sentía más cómodo en compañía de los muertos que de los vivos, impartía clases sobre Kafka y Robert Walser, y en términos generales no daba la impresión de ser la alegría de la huerta.

Al escoger Norwich no sabía que Sebald vivía allí, ni quién era Sebald, ni siquiera que James Stewart había pasado en East Anglia parte de la Segunda Guerra Mundial. Descubrí todo eso en una entrevista que leí dos meses más tarde. No pude matricularme en la asignatura de Sebald -un curso sobre los relatos de Kafka- porque estaba destinada a postgraduados. Por otro lado, me daba mucho miedo conocerlo, sobre todo después de haberme enterado de que no leía a sus contemporáneos, porque ahora yo era un autor contemporáneo y me sentía un poco culpable.

Aquel día, en el tren que iba a Norwich, llevaba los libros de Sebald, una guía de Inglaterra y un diccionario inglés/español exageradamente grande, pero apropiado, esperaba, para un estudiante de literatura. Llevaba también un par de ejemplares de mi libro, que pensaba dar a Martin Amis cuando lo conociera, o donar a la biblioteca, y que terminé regalando a dos chicas que me parecieron guapas. Había esperado a leer Los anillos de Saturno bastante tiempo. Ya estaba en el tren cuando lo abrí y empecé a recorrer con el narrador los paisajes del condado de Suffolk, a examinar el cráneo de los muertos y la historia de la seda en China y Occidente.

El tren era viejo y llevaba pocos pasajeros: un señor leyendo el periódico, una mujer dormida y dos chicas con muchas maletas. Pensé que sería bonito enamorarme un poco de una inglesa, como en un cuento de Kureishi. Iríamos a Londres los fines de semana y aprendería obscenidades en inglés.

El tren se paró. Miré por la ventanilla. Creía que vería un paisaje típico de Sebald, pero ya era de noche y no se veía un pijo. Escuché la voz de un asistente: lo único que entendí fue la palabra fatality, fatality on the tracks, fatality on the road, algo parecido. El hombre que leía el periódico levantó los ojos al oír la voz. Hizo un gesto de cansancio. Dijo (en un inglés más comprensible para mí): “Alguien se ha suicidado”.

Las dos chicas se me quedaron mirando. Una de ellas -la más guapa- me dijo: “Hola, eres español, ¿no?”

-Soy de Zaragoza.

-Nosotras somos de Burgos.

El tren arrancó. Vino un hombre que vendía café y yo cerré el libro y me senté con Marta y Natalia, pedimos café y chocolatinas, y no podía dejar de pensar: “Suicidarse, qué falta de educación.”

Así empieza "Los extranjeros", uno de los relatos de El fumador pasivo.

Un , dos , tres , cuatro escritores de Norwich. Y una necrológica de Sebald.

EL CUADERNO

EL CUADERNO

Mientras el tren arrancaba, Sergio abrió la cartera y buscó entre los libros y los periódicos. Después se echó contra el respaldo y cerró los ojos. No podía creer que hubiera olvidado el cuaderno.

Se lo había dejado por culpa de la discusión del vino. Hasta ese momento, todo había salido bien. Había contactado con Alberto Dieste por e-mail, al enterarse de que iba a viajar a París para presentar su nueva novela en la librería Compagnie. Era una coincidencia afortunada: Sergio daba clases de español en una universidad de la periferia y escribía una tesis sobre la obra de Dieste, a quien había conocido brevemente meses atrás. El escritor respondió a su correo: le dijo que vendría con su mujer, Carmen, y que se quedarían una semana. Podrían verse el miércoles a mediodía; le dio las señas de su hotel, cerca de Montparnasse.

Sergio fue a buscarlos; llegó demasiado pronto, se entretuvo dando una vuelta a la manzana. En el hall pensó que formaban una pareja curiosa: él era larguilucho, de ojos verdes, y ella era bajita y morena. Sus ropas mezclaban la elegancia y el disparate. Dieste propuso ir a una librería, y luego se dirigieron hacia Saint-Michel en autobús. Alberto Dieste recordó sus años de juventud durante el trayecto; Carmen le dijo que ella, como él, había sido profesora de español en Francia, en un pueblo de Bretaña. Dieste le contó el argumento de su próxima novela, que acababa de terminar.

-¿Ya sabes cómo va a titularse?

Alberto Dieste miró a su alrededor. Luego miró a su mujer.

-No se lo puedo decir a nadie –dijo, e hizo una pausa-. Sólo lo sabe Carmen.

Comieron en un restaurante que frecuentaban escritores y editores. Se sentaron en la zona de fumadores: Carmen seguía fumando, aunque había dejado de beber destilados; Alberto continuaba bebiendo, pero ya no fumaba.

Entre los tres tomaron dos botellas de vino. Alberto y Carmen no dejaron que Sergio pagase. Después pasearon por el barrio latino. Sergio le preguntó a Alberto Dieste por sus escritores preferidos y aclaró algunas dudas que le habían surgido al leer sus novelas. A Sergio le emocionaba hablar con uno de los narradores que más admiraba; Alberto parecía disfrutar de su compañía: le llamaba “hijo”, parodiando a un padre que explicara los secretos de la vida. Carmen resolvía los problemas prácticos: traducía el menú e indicaba las direcciones. Alberto, pensó Sergio, no demostraba mucho interés por el mundo real.

Entraron al un bar que, según Dieste, siempre iba Andy Warhol cuando visitaba París, y buscaron una mesa junto a la ventana. Sergio y Alberto tomaron dos whiskies; Carmen pidió una copa de vino. Dieste le dijo a Sergio que el autor que más había influido en su última novela era un escritor semidesconocido, que sólo había publicado dos libros. Había vivido en la misma calle en la que estaban. Dieste dijo el nombre y Sergio sacó su cuaderno.

-¿Te apuntas cosas? –dijo Carmen.

-Sí, es un poco ridículo, pero...

-Qué va, me encanta.

Sergio escribió el nombre del autor.

-¿Crees que debería decirte el título de mi novela? –preguntó Dieste.

La pregunta sorprendió a Sergio. Se encogió de hombros. Dieste lo miró a los ojos:

-¿Crees que has hecho méritos para ello? –hizo una pausa-. Carmen, ve a pedir otra botella de vino. Vamos a brindar.

Carmen no se levantó.

-Alberto, creo que ya has bebido bastante.

-¿Qué dices?

-Estamos bien así. Ya veo hacia dónde vas...

-Bueno, tú fumas todo lo que quieres y yo tengo que aguantarme, ¿no?

-No es el momento.

Sergio no sabía qué hacer. Alberto y Carmen hablaban sin gesticular ni alzar la voz, pero la tensión iba en aumento. Sergio se levantó y fue al cuarto de baño. Esperó un poco, recitó un soneto y la alineación de un equipo de fútbol: cuando volvió, Carmen y Alberto sonreían. No hablaban.

-Ya ves. Cosas de los matrimonios –dijo Alberto Dieste.

-Ya –dijo Sergio. Habría propuesto tomar algo más pero prefirió no hacerlo. Tampoco se atrevió a preguntar el título de la novela. Además, tenía que coger el tren de vuelta a casa. Los dejó en el bar: Alberto lo abrazó y le regaló la traducción francesa de uno de sus libros, y Carmen le pidió que fuera a visitarlos en Madrid. Sergio quería apuntar lo que había pasado aquel día, pero no había encontrado el cuaderno.

Era una putada. No había textos terminados en la libreta, porque solía escribir en el ordenador. Pero el cuaderno contenía muchas notas de lecturas, pequeñas observaciones que hacía en cuanto tenía un momento libre, entre clase y clase, o en la cola de la oficina de correos. Y se lo había dejado en el bar, encima de la mesa.

Podría ir a buscarlo el fin de semana, si el camarero no lo había tirado. O si Dieste y Carmen no lo veían. En ese caso, pensarían que era un despistado, un tipo poco riguroso. Alberto Dieste abriría el cuaderno, como si fuera un personaje de una de sus novelas, en busca de historias. En un primer momento, Sergio se sintió halagado: allí, Dieste vería las ideas esenciales de su tesis, apuntes rápidos acerca de sus relatos y otros libros, y quizás le sorprendiera su perspicacia. Pero luego se dio cuenta de que eso era imposible. Si Dieste cogía el cuaderno buscaría directamente los comentarios sobre su obra. Y allí, en esos garabatos, seguro que encontraría cosas molestas, observaciones que le parecerían injustas, y que ni siquiera estaban bien redactadas. Odiaría el cuaderno. Probablemente no se lo devolvería, y dejaría que su relación se enfriase poco a poco: nunca podría terminar su tesis.

La actitud de Carmen sería distinta. Dieste cerraría el cuaderno, quizás algo avergonzado pero posiblemente ofendido por los comentarios sobre sus novelas, y Carmen lo abriría. Le había hecho muchas más preguntas que Alberto, y al final le había dicho: “Pásate por casa cuando vengas a Madrid, por favor”.

Carmen buscaría los apuntes literarios, pero pronto comenzarían a interesarle otras cosas. La caligrafía, por ejemplo (antes, en el bar, le había dicho que era una letra extraña para alguien tan joven). Y sobre todo, le atraerían los fragmentos más personales, como las entradas en las que hablaba de Claire, de sus primeros encuentros en la sala de profesores del departamento, la descripción de sus primeros polvos, su relación y la ruptura final. Probablemente le llamaría la atención la descripción de la habitación de Claire, que había escrito una mañana, después de que ella se fuera a trabajar. A Carmen, que no tenía hijos, le gustaría acceder a la intimidad de un joven, y pensaría que en realidad se sentía bastante solo en esa universidad a las afueras de París.

Cuando el tren se detuvo en la estación de Mantes La Jolie, Sergio abrió la cartera para consultar la hora en el móvil y encontró el cuaderno, escondido en el bolsillo interior como un criminal en una calle oscura.

Este relato de Daniel Gascón apareció en el número de diciembre de la revista Enateca , de Enate.

GRULLAS

GRULLAS

1.

-Tienes el móvil apagado, ¿verdad? -le pregunta Salva, el ayudante de producción.

-Sí -dice Laura.

-Ha llamado Marcos. Llegará a la estación a las cinco.

Laura frunce el ceño. No sabía que Marcos fuese a venir.

-Pues a ver cómo se las arregla para encontrarnos.

Están en la Laguna de Gallocanta, rodando un corto, y ha llovido durante toda la mañana. Llevan un poco de retraso. Deberían acabar todo lo de la laguna antes del mediodía, y rodar una secuencia en el pueblo por la tarde.

-Si quieres me paso a recogerlo.

-¿Puedes?

-Claro. Así veo cómo va lo de la fiesta.

-Muchas gracias, Salva.

Laura vuelve con el resto del equipo. Ayuda a trasladar el material de cámara. Félix está a unos metros de allí, discutiendo con una pareja de la guardia civil. La laguna es un espacio protegido: los guardias civiles quieren asegurarse de que no estropean nada. A Laura le preocupa la vehemencia de Félix. Lo conoce desde niña y lo quiere mucho, pero sabe que se enfada con facilidad y lo último que necesitan es meterse en problemas con la guardia civil. Ya han tenido que prolongar un fin de semana el alquiler del equipo técnico y esta noche hay una fiesta de fin de rodaje en el bar del pueblo. Laura cree que es ella la que debería hablar con la policía. Y Félix tendría que estar con Pachi, el director de fotografía, porque para eso estudia cine.

-¿Lo hacemos en un plano o dos? -pregunta Pachi.

-En dos. Primero los cogemos juntos, y luego, cuando María se va, la cogemos sola.

Pachi se queda mirando. Laura es guionista, no controla los aspectos técnicos. Pero Félix nunca había hecho un corto y prefería que le ayudase en las tareas de dirección de "La Laguna". Laura se ha aprendido de memoria el story board y ha leído varios manuales. Por la noche repasa con Félix la planificación del día siguiente. Pero eso no impide que se sienta como una imbécil cada vez que le preguntan.

-Me parece -dice la script- que te estás saltando el eje.

-Creo que no.

-Sí. Te lo estás saltando -dice el director de fotografía, que hace un rectángulo en el aire con las manos.

Llegan varios más –los miembros del equipo de cámara y de sonido- y comienzan a discutir. Los guardias civiles se marchan y Félix viene corriendo.

-Félix, ¿esto lo hacemos en un plano o en dos?

-En uno -dice Félix.

Laura lo mira y él vacila un instante.

-Vamos muy pillados de tiempo.

Laura va a ver si los actores tienen algún problema con el diálogo. Una bandada de grullas echa a volar y estropea la primera toma. Laura está segura de que no se saltaba el eje.

2.

El resto del día las cosas salen bastante bien, pero Laura siente que está de más. Escucha a los actores y mira sus movimientos en el combo. En la secuencia de la tienda el vestuario no la convence y le parece que los diálogos están mal construidos.

Laura quería ganarse el respeto de sus compañeros de rodaje. Muchos estudian con Félix en la escuela de cine y son gente muy profesional que sólo habla de películas. A veces piensa que la miran como a un bicho raro, y que Félix la haya desautorizado delante de todos no le hace ninguna gracia.

-Me ha gustado mucho más la última versión del guión -le dijo el decorador el día en que se conocieron-. El otro final, no sé... me parecía un poco misógino.

-¿Misógino? Pero si yo soy una mujer.

El primer fin de semana de rodaje fue desastroso, con un montón de dificultades técnicas. Llovió y tuvieron que rodar en una casa una secuencia prevista en exteriores. Los chicos de la escuela querían trabajar como si estuvieran en Hollywood, y se plantaron en el bar del pueblo para alquilar un coche blanco que evitase los reflejos del sol. Laura convenció a un jubilado de que les dejase gratis un Peugeot un poco viejo, pero que quedaba muy bien. Y también consiguió que la mujer del jubilado, que tenía una pinta estupenda, apareciese como figurante en otra de las secuencias.

Marcos vino de visita el segundo fin de semana. Ella lo había invitado, pero Marcos estaba muy incómodo y Laura tampoco se encontraba a gusto. Ya no podía hacer los chistes pedantes del primer fin de semana, como cuando había dicho “Coito ergo sum” y Sonia y Salva se habían muerto de risa. Tenía que estar pendiente de Marcos, que hacía fotos todo el tiempo y no hablaba con nadie del equipo. Por la noche se habían quedado despiertos hasta muy tarde en la habitación de la casa rural, y al día siguiente estaba cansadísima.

El domingo por la mañana, Laura llegó medio dormida al set. El equipo aún no habia llegado y Félix repasaba las posiciones de cámara. Estaba muy nervioso.

-Creo que podríamos hacerlo mejor. No me gusta mucho –dijo Laura.

-Si no te gusta –contestó Félix-, ¿por qué no te vuelves al hotel a follar con tu novio?

Después Félix le pidió disculpas. Dijo que no sabía lo que decía, que estaba histérico por el retraso que llevaban sobre el plan de rodaje. A fin de cuentas, él pagaba la mayor parte del corto. Laura le dijo que no pasaba nada.

Por la tarde, a Marcos le molestó que no fuera a despedirle a la estación, pero tenía mucho trabajo. Tampoco era tan difícil de entender.

Félix da la toma por buena.

-¿No crees que María estaba un poco forzada? -dice Laura.

-No.

-Creo que podría estar mejor.

-Laura, todo podría estar un poco mejor.

Sólo quedan dos planos para acabar el corto. Laura está nerviosa: Marcos ya debería haber llegado. Se va con Fabio, un chico de la escuela que está preparando un making off y que lleva varios días pidiéndole una entrevista. La coloca contra una ventana y le pregunta sobre el mensaje de su guión. Laura contesta pensando que sólo dice tonterías. Al final de la calle ve cómo llegan Salva y Marcos.

3.

En la fiesta de fin de rodaje todos se emborrachan bastante y se dicen lo maravillosos que son y lo bien que se lo han pasado haciendo este corto. Marcos habla con los chicos del equipo de dirección: ha traído un álbum de fotos del rodaje. Laura se entera de algunos líos: María se ha enrollado con el chico que maneja la cámara, y la novia del chico, Sonia, está un poco mosqueada. El actor principal besa a la hermana de Félix, que preparaba los bocadillos, y la camarera no les quita el ojo de encima. Sonia se echa a llorar; Félix la acompaña fuera.

Félix se ha convertido en el centro moral del rodaje. No tiene arranques de mal genio ni momentos de histeria. Y nunca ha perdido la compostura. Habla con todos, les escucha y ríe sus gracias, pero se va pronto a la cama. Da una impresión de seriedad.

A Laura también le habría gustado ser un punto de referencia, pero se da cuenta de que los miembros del equipo tienen más confianza en Félix y le parece bien. No cree que sea porque ella es chica o porque no pertenece al mundo del cine. No le gusta culpar a las circunstancias: piensa que todos tenemos una responsabilidad en lo que nos pasa. Puede que hubiera un ambiente hostil, pero su actitud -sus dudas, prestar demasiada atención a su novio cuando estaban rodando- no ha sido la más adecuada. Al final ha terminado en segunda fila.

Las chicas del pueblo tontean con los miembros del equipo. La fiesta parece una verbena, pero con la gente del rodaje, y música de Manu Chao en lugar del toro enamorado de la luna. Laura sale un momento a la calle. Fuera Sonia está besando a Félix.

Cuando la ven llegar Sonia se separa y vuelve al bar. Félix se queda, pero no sabe muy bien qué hacer.

Laura piensa en la novia de Félix, a la que ha tomado cariño últimamente. Aunque intenta no juzgar, le sorprende que Félix esté incómodo, y piensa en el tiempo que hace que son amigos, y en que nunca ha pasado nada entre los dos.

-Bueno, hemos terminado, ¿no? -dice Laura.

-Queda el montaje.

-Ya, pero cuando estás montando no importa que haga mal tiempo.

Félix sonríe.

-Si quieres puedes pasarte un día por Madrid a ver cómo queda –hace una pausa-. Las fotos de Marcos están muy bien.

-No sabía que iba a venir.

Félix le pasa el brazo por el hombro.

-Puede venir, ¿no? Esto es una fiesta.

Félix y Laura vuelven al bar. Casi todos están muy borrachos, algunos se han subido a las mesas. Laura no entiende cómo es posible que Marcos decidiera venir de repente pero haya tenido tiempo de preparar un álbum.

4.

A la mañana siguiente Laura vuelve a Zaragoza con Marcos, que tiene que trabajar por la tarde. Félix le ha dicho que no hace falta que se quede, que él se encargará de recoger el equipo con Salva y Sonia. No supone una sorpresa sino más bien un alivio: en el fondo es mejor que Félix no la necesite. Casi no pasan coches y a Laura le gusta conducir. Más que escribir o que rodar cortos. Va muy deprisa, con la ventanilla medio bajada, y no presta ninguna atención al paisaje.

-Había mejor ambiente este fin de semana -dice Marcos-, ¿no?

-La mitad del equipo estaba enrollada con la otra mitad, y yo sin enterarme.

-Bueno, eso estaba cantado, ¿no?

Laura se encoge de hombros. Le molesta que su novio acabe las frases con preguntas.

-Me alegro de haber venido -dice Marcos-. El fin de semana pasado me fui con una sensación un poco rara.

Marcos le pide que pare un momento. Quiere hacer unas fotos en la orilla de la carretera. Mira a Laura antes de salir del coche.

-¿Tú te alegras de que haya venido?

-Sí -dice Laura, pero en ese momento piensa en arrancar y dejar a Marcos solo, en el arcén de una carretera desierta, fotografiando una estúpida bandada de grullas.

Este relato está incluido en El viento dormido (Eclipsados, 2006).