Cuentos
COLGADOS
Ayer, la telecabina de Zaragoza se quedó parada durante una hora. David Marqueta me ha pedido un microcuento sobre el incidente para Hoy por hoy Zaragoza en Radio Zaragoza. He escrito dos; los he leído en el programa:
1.
Sara era la mujer de mi vida y yo lo había planeado todo hacía meses. Un domingo de septiembre le propuse ver Zaragoza desde la telecabina al atardecer. De paso, quería pedirle que se casara conmigo. Había hecho el viaje un par de veces para ensayar, había pensado las frases, y había comprado un anillo muy caro y una botella de champán. La telecabina había avanzado ya bastantes metros. Creo que me mareé por los nervios, no supe decir las frases que había preparado, y saqué el anillo. Sara me miró con una expresión de sorpresa, y yo le pregunté si quería casarse conmigo. Ella se echó a reír y dijo que no. Le pregunté por qué, y ella me dijo que no lo tomara como algo personal. En ese momento, la telecabina se quedó parada, bastantes metros por encima del río. Sara y yo nos reímos a la vez y saqué el champán. El sol se reflejaba en el anillo y pensé que tenía un rato para intentar convencerla.
2.
Lo reconocí por el sombrero. Hacía menos de doce horas lo había visto en el concierto del Príncipe Felipe. Y ahora lo tenía a mi lado, en la telecabina, y recordé lo que había pensado en el concierto: las canciones de Leonard Cohen tienen respuestas para todas las preguntas de la vida. Cuando la telecabina arrancó, Leonard Cohen se quitó el sombrero, y dijo hola. Yo quería felicitarle por el concierto, decirle que lo admiraba y preguntarle por el amor y el deseo y el sentido de la vida. También quería preguntarle cómo había conseguido que lo amaran tantas mujeres. Pero no sabía por dónde empezar, y de vez en cuando lo miraba, como un idiota. En ese momento, la telecabina hizo un ruido extraño y se paró, unos cuantos metros por encima del río. Yo estaba asustado, y me imaginé que acababa en un pozo del Ebro, ahogado junto a mi cantante favorito. Le pregunté: “Señor Cohen, ¿cuál es el sentido de la vida?”. Él se puso el sombrero, sonrió brevemente, y me dijo: “Te lo contaré cuando lleguemos a la Torre de la Canción. O al suelo”.
LA PRUEBA
-Estamos cerca –me dijo Ignacio-, ya verás.
Llevábamos un cuarto de hora andando por el arcén de una carretera secundaria. Mi hermano Ignacio, que tenía trece años, debía hacer una prueba para entrar en el filial del Real Zaragoza. Mis padres no podían llevarlo y, aunque yo tenía uno de los últimos exámenes de Filología Hispánica al día siguiente, me habían pedido que lo acompañase. Metí El libro de la vida en la mochila, nos montamos en el autobús y nos bajamos en la parada de Miralbueno. Desde allí había que caminar hasta el campo. Mi hermano mediano, Fernando, que tenía quince años, había dicho que se pasaría más tarde.
El campo estaba en una meseta pequeña, en medio del secarral. Había muchos coches aparcados alrededor. Me dio un poco de vergüenza que Ignacio y yo hubiéramos llegado andando. Hacía calor y al ver el campo pensé en los monasterios en el desierto que salen en los tebeos del oeste.
-Éste es –dijo Ignacio.
Ignacio señaló a un chico de unos treinta años, vestido con ropa deportiva. Era el ojeador que le había dicho que se hiciera la prueba. Se habían visto varias veces; el ojeador había hablado con mi padre. Le preguntó a Ignacio cómo estaba y le dijo que lo vería luego.
Ignacio estaba nervioso. Casi no había hablado en el camino –había pasado el viaje escuchando el MP3; al principio me había preguntado si quería uno de los auriculares- y se esforzaba en mantener la compostura. Todos los chicos de mi familia habíamos jugado a fútbol. Yo nunca había sido bueno, ni había tenido ambiciones futbolísticas y ahora no estaba en ningún equipo. Fernando jugaba bastante bien en un equipo mediocre; le habían ofrecido entrar en un club que estaba en preferente, pero había preferido quedarse en el equipo de sus amigos. Ignacio había heredado el estilo de mi padre, tiraba bien y era zurdo y muy rápido. Todo el mundo se fijaba en él: los que iban al campo y los entrenadores de los equipos rivales se quedaban impresionados. En el último año y medio Ignacio había perdido un poco de entusiasmo; parecía que el fútbol ya no le divertía. Cuando tenía un buen día en el campo, seguía llamando la atención por su clase, pero ya no marcaba tantos goles ni creaba tanto peligro como antes. Que lo hubieran llamado era una buena noticia, pero también nos había sorprendido.
Ignacio siempre había tenido mucho carácter, y se peleaba conmigo y con Fernando y mis hermanas y mis padres, pero últimamente también había tenido problemas con los profesores y el entrenador. Aunque sacaba buenas notas siempre había alguna asignatura en la que un profesor le ponía una calificación más baja de lo que él creía que merecía, y de vez en cuando tenía algún problema de disciplina. Sus explicaciones siempre eran rocambolescas: una vez le tiró un boli un compañero, rebotó en la pared y la capucha golpeó a la profesora en el pie. Ésa era la versión de Ignacio. La profesora sólo dijo que le había tirado con saña la capucha de un bolígrafo.
Ignacio saludó a algunos de los chicos. Eran de otros equipos, y también habían venido a hacer la prueba. Tenían que jugar un partido. Casi todos habían acudido con sus padres, que en general parecían tipos lamentables; algunos iban con sus madres. Ignacio señaló a un chico que estaba cerca de la portería.
-Mira, ése es el Mesa. Es un facha.
Era un chaval alto y fuerte, mucho más grande que Ignacio. Llevaba una pulsera con la bandera de España y tenía la cabeza rapada.
-Bah, hombre, no exageres –dije por decir algo. Mi hermano no me contestó.
Ignacio dijo que iba a cambiarse, con una solemnidad innecesaria, casi troyana. Me dio el MP3 para que se lo guardase. Fui hacia el bar, pedí una coca cola y me senté en una de las mesas, cerca del armario que guardaba los trofeos. Miré las fotos de los equipos y escuché una conversación. Eran dos hombres y una mujer. Se conocían desde hacía tiempo. Uno de los hombres y la mujer tenían hijos que jugaban en el equipo. El otro hombre parecía trabajar en el club. Era grande, llevaba gomina en el pelo y un bigote espantoso y había engordado, pero alguno de sus comentarios me hizo pensar que era un ex futbolista.
Salí y me senté en una de las gradas, entre los dos banquillos. Intenté ponerme un poco lejos de los padres. No me gustaba el ambiente. En el bar había visto algo de clan, de secta exclusiva –los padres de los hijos que jugaban en el filial de un equipo de primera-, que me repugnaba. Tampoco me gustaban muchos de los padres que iban al fútbol, sobre todo los que les daban instrucciones a sus hijos, o gritaban a los entrenadores o al árbitro, como si supieran algo de algo. Y aun así, eso me parecía comprensible por la tensión del momento, aunque cuando yo jugaba detestaba que mi padre, que nunca insultaba a nadie, me diera indicaciones. Pero esa tarde estábamos en una prueba y me pareció que era obsceno ver jugar a los críos: parecía que los estuviéramos espiando. Todo el mundo estaba muy serio, yo pensaba que se preguntaban si su hijo triunfaría y podrían dejar la oficina y dedicarse a representarle.
Saqué el libro y empecé a leer. Al cabo de un rato salieron los jugadores. Los del equipo llevaban unos petos amarillos. Los jugadores que se habían presentado a la prueba llevaban camisetas de colores diferentes. Un padre pasó a mi lado, llegó hasta la barra y empezó a asesorar a su hijo.
-Luis, lo que hemos dicho antes, ¿eh?
Ignacio me hizo un gesto y se puso a calentar. Yo levanté el pulgar. No quería darle ningún consejo. Primero, porque no tenía ni idea. Y, segundo, porque pensaba que sólo podía ponerle nervioso.
-El chico ese juega en el Torre Medina, ¿no?
-Sí –dije. Era un hombre pequeño, de unos setenta años.
-Juega muy bien, yo lo he visto. Muy rápido. Ha jugado contra mi nieto alguna vez. El año pasado, creo. Mi nieto es ese de ahí. Juega en el Casetas.
-Ah, sí, claro...
Los dos equipos se estaban colocando sobre el campo. El abuelo le dio un par de voces a su nieto, le dijo “Hala, chaval” o algo así. Volví a abrir mi libro. El abuelo me preguntó qué leía. Me había caído bien y le contesté, pero mientras le respondía pensé que yo era un miserable por no decirle nada a mi hermano, por no animarle o transmitirle mi sabiduría, a fin de cuentas era su hermano mayor. Justo antes de que empezase el partido bajé corriendo hacia la valla que había al lado del campo.
-Ignacio, Ignacio.
Ignacio se acercó. Ya iba un poco sudado.
-Tú tranquilo, tío. Ya sabes, la cosa redonda es el balón y hay que meter gol.
Ignacio sonrió y fue a ponerse en su sitio.
Quería leer a Santa Teresa, pero me parecía mal. Vi el partido, que provocaba mucho más sufrimiento que cualquier ascesis. Los jugadores del equipo estaban en un lado, los nuevos en otro. Al principio los habituales jugaban mucho mejor: estaban más conjuntados. En el equipo de los nuevos destacaban dos y ninguno era mi hermano. Al contrario, Ignacio parecía despistado, y en la única ocasión en la que había tocado el balón lo había perdido tontamente. En los siguientes cinco o seis minutos no tocó bola, y yo me estaba deprimiendo muchísimo. Entonces llegó mi hermano Fernando, que había pasado la tarde en la ciudad. Vino muy despacio hasta la grada, mordisqueaba un flash. Se sentó a mi lado.
-¿Llevan mucho rato?
-No, ocho minutos o así.
-¿Qué tal está jugando Ignacio?
-Todavía está un poco dormido.
Uno de los de fuera vio al portero adelantado. Tiró; el balón terminó saliendo por la línea de banda.
-La idea era buena, pero hay que tirar con más fe –dijo un hombre en la banda, supongo que su padre; nos reímos.
Yo tenía ocho años más que Fernando y diez más que Ignacio. A los dos los había cuidado de niños. Yo había vivido fuera y cada vez teníamos menos relación, sobre todo con Ignacio, que a veces se enfadaba y rompía o escondía algo y se quejaba de que todos estábamos contra él, pero nos llevábamos bien. Muchas veces jugábamos partidos los tres juntos. Normalmente jugábamos solos, pero a veces también venía algún amigo suyo. Lo mejor era cuando venía mi padre. A veces los partidos eran muy reñidos y nos enfadábamos; otras veces hacíamos el tonto, y una vez rompimos el cristal de la ludoteca del barrio. Mi padre me había dicho que, aunque los tres éramos muy distintos en todo, en el campo nos movíamos de forma parecida. Una ex novia me había dicho lo mismo.
-Bueno –dijo Fernando-, lo que está claro es ahora mismo a Ignacio no le cabe un alfiler por el culo.
Nos echamos a reír. Fernando me ofreció su flash, pero lo rechacé. Fernando era el más tranquilo de la familia, pero era evidente que los dos estábamos nerviosos. Y, para ser sincero, esa sensación me gustó. Me eché un poco hacia delante y metí el libro en la mochila. En un contraataque, Ignacio recibió el balón mirando hacia su portería, se giró rápidamente y lo cruzó hacia la banda derecha: el extremo de su equipo avanzaba hacia la pelota. Se había levantado un poco de viento y en ese momento tuve la certeza de que todo iba a salir bien.
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LAS BOTAS DE VIOLETA
1.
Un sábado de octubre entré en el Decathlon de Grancasa. Iba a comprar unas botas de fútbol por primera vez en mi vida. Mi novia pasaba el fin de semana en Albarracín y yo tenía una resaca considerable y pocas ganas de hacer deporte. Había ido al Decathlon por mi primo: aunque fuimos juntos al instituto, nos emborrachamos miles de veces y jugamos varios años en el mismo equipo de fútbol sala, últimamente nos vemos poco. Lo llamé un día de este verano. Como siempre, me sentía culpable por haber dejado que nuestra relación se enfriase. No nos habíamos dicho casi nada cuando me preguntó:
-¿Quieres jugar en un equipo?
No me pareció una gran idea, pero no supe cómo reaccionar. Le dije que sí, y pensé que a mí siempre me había gustado jugar y que sería una buena excusa para vernos. Cuando empezó la temporada empecé a recibir correos, con la normativa del equipo, el dinero que había que pagar, el calendario de la liga. Respondí los correos, pedí un número de camiseta que no llamase mucho la atención, pagué la ficha y el traje. Fui al Actur a jugar un par de partidos de entrenamiento: aunque no vino mi primo, conocí a mis compañeros, un grupo bastante simpático. Todos eran amigos desde el colegio. Los entrenamientos se celebraban en un campo de fútbol sala –el deporte al que yo siempre había jugado-, aunque los partidos se disputarían en un campo de fútbol 7. Ese sábado de octubre era la primera jornada de liga, y por eso entré, una hora antes del encuentro, en el Decathlon. Le pedí consejo al dependiente. Luego, cuando vio las botas y las espinilleras que había escogido, dijo que eran de un color muy bonito y yo me quedé un poco avergonzado. Mi primo tampoco vino a ese partido.
Prácticamente yo tampoco estuve en ese partido, aunque como no teníamos cambios jugué muchos minutos. El entrenador, que pertenecía al equipo pero había estudiado Magisterio de Educación Física y jugaba en un equipo serio, me dijo que me pusiera de delantero. Me pasé el partido mirando al cielo, viendo por dónde volaba el balón que había sacado el portero. Casi siempre salía directamente fuera del campo. Hubo un par de veces en las que cayó cerca de mí. En esas dos ocasiones me asaltaba una duda terrible. ¿Debía darle de cabeza? Dicen que es malo para las neuronas. Y parece cierto: en general, los grandes cabeceadores no han sido gente muy inteligente. Y yo vivía de mi cabeza. No vivía muy bien, pero si mi cabeza empeoraba viviría peor todavía. ¿Me afectaría darle al balón de cabeza? ¿Traduciría más despacio? ¿Empezarían a gustarme las novelas de Saramago?
Me acordé de que mi padre suele decir que en el campo uno juega según su forma de ser en la vida. Eso me deprimió bastante, y pensé que la próxima vez intentaría cabecear, y que si me llegaba un balón raso podría arreglar un poco mi actuación. El portero volvió a sacar; miré el cielo. Había nubes negras.
Perdimos. En el vestuario había tres dedos de agua y llovía cuando salí del campo. Había que andar unos doscientos metros hasta la parada del autobús, y sentí que volvía a la adolescencia, y a la sensación de vacío absoluto que provocaba padecer una resaca espantosa, sufrir una derrota abyecta y tener una novia en un pueblo de Teruel.
2.
Al día siguiente fui a comer a casa de mis padres. Entré en el estudio para curiosear los libros que le habían llegado a mi padre esa semana. Mis dos hermanos, que juegan en dos equipos de fútbol, estaban frente al ordenador. Le expliqué a mi hermano Diego mis problemas para cabecear. Me dio un consejo valioso:
-Cuando el balón se acerca, das un paso hacia delante: entonces saltas y parece que has intentado llegar. Así nade te dice nada.
Les conté el partido y nos reímos recreando mi juego. Oí que en la otra habitación mi padre hablaba por el móvil. Organizaba la exposición que conmemoraba los 75 años del Real Zaragoza: se inauguraba esa semana, y su móvil sonaba constantemente.
-Sí –dijo-, no te preocupes, no hay ningún problema. Mi hijo irá a buscarlas.
Colgó el teléfono. Me saludó y me preguntó cómo iba todo.
-¿Sabes dónde está la estatua del Batallador? –dijo.
Asentí.
-Tienes que ir a buscar las botas de Violeta. Me ha dicho que él juega a las cartas en un bar que hay detrás del Batallador. Se llama el Dioni. Vas allí y buscas a Violeta –en ese momento, yo tenía el aspecto de un cabeceador consumado-. No me digas que no sabes qué cara tiene José Luis Violeta.
-No. Sé quién es. Pero si no lleva la camiseta del Zaragoza no creo que lo reconozca.
-Bueno, tú preguntas por el señor Violeta. Te dará unas botas, son para la exposición. Vamos a poner una vitrina con objetos de los jugadores: camisetas, botas, espinilleras –hizo una pausa-. Esta tarde no tenías nada que hacer, ¿no?
La verdad es que no.
3.
El taxi me dejó detrás de la estatua del Batallador. Me sentía como un espía que debía cumplir una misión. A veces voy a correr al parque, hacía mucho tiempo que subía hasta allí. Hacía sol y unas chicas habían metido las piernas en la fuente. Me acordé de cuando me saltaba las clases del instituto y acudía al parque con alguna compañera de clase.
Había dos chiringuitos con mesas de plástico. Ninguno se llamaba Dioni. Pero entré en uno de ellos. Dentro del bar, mirando hacia la ventana, cuatro señores mayores jugaban al guiñote. Parecía una película del Oeste. Ninguno de los jugadores llevaba la camiseta del Zaragoza. Me dirigí a la barra.
-Perdón, ¿es éste el bar Dioni?
-A mi hijo le llaman Lino –me contestó.
No sabía si eso era una respuesta afirmativa o negativa, pero soy un optimista.
-¿Podría hablar con el señor Violeta?
-¡José Luis!
Uno de los jugadores de cartas se levantó. Le dije quién era. Me dio la mano y salimos. Abrió el maletero de un coche y sacó unas botas. Me las enseñó, me dijo que tenía otras más bonitas pero que las tenía alguien de la familia. Las metió en una bolsa de plástico. Nos despedimos y volví a casa andado. Sentía que llevaba algo muy valioso en aquella bolsa de Sabeco.
4.
Al día siguiente me fui a Madrid. Le dije a mi padre que las botas estaban en mi casa; él dijo que hablaría con mi hermana para que se las llevara al Palacio de Sástago, donde estaba montando la exposición. Por la tarde, vi que tenía una llamada perdida de mi hermana. La llamé.
-No te preocupes. Te he llamado porque no encontraba las botas de Violeta, pero ya las tengo, se las estoy llevando al papá.
-Vale.
-Son bastante molonas, y tienen unos colores bonitos, ¿no?
Me quedé callado. Le pedí que me describiera las botas. Después le dije que volviera a mi casa y cogiera el otro par. Pero durante unos momentos, imaginé que los aficionados del Zaragoza iban a la exposición y miraban mis botas como si formasen parte de la leyenda.
LA VIDA COTIDIANA
Cuando volvió del baño, Raquel seguía dormida. Le sorprendió encontrarla en esa habitación, le extrañó ver sobre la almohada su melena rubia en lugar del pelo corto y negro de Susana. Sergio miró la ropa interior con dibujos de melocotones y fresas de Raquel y comprobó la hora en el móvil. Eran las diez de la mañana: tenía que limpiar la casa, y trabajar un poco antes de que llegase Susana, que había pasado dos semanas de vacaciones en la playa con su familia.
Por la ventana se colaban los ruidos de la ciudad y se filtraba el calor de una mañana de agosto. Sergio tenía resaca. Llevaba varias semanas intentando ligarse a Raquel: se habían conocido en el Instituto de Idiomas. Raquel había roto con su novio, y Sergio le había dicho que su relación con Susana, su novia desde hacía tres años, estaba en un impasse. Creía que esa palabra podía definir a cualquier pareja en cualquier momento; además, desde que se había independizado, estaba un poco molesto con Susana, que siempre parecía venir a su nuevo piso a disgusto. Raquel y Sergio habían visto una película juntos; el jueves habían ido a la piscina por la mañana. Estaba casi vacía y Raquel había hecho unas demostraciones de habilidades acuáticas sólo para él. El día anterior Sergio había ido a buscarla a la salida de la academia en la que trabajaba y se habían ido a tomar unas copas.
Raquel se tapaba con la sábana. En eso, como en el lado de la cama que prefería ocupar, era distinta de Susana, aunque a las dos les gustase nadar y hacer trabajos de artesanía. Sergio se tumbó junto a Raquel, levantó un poco las sábanas y miró su cuerpo. En la espalda, a la derecha y justo encima del final de la raja del culo, tenía un tatuaje. Le pasó el brazo por encima: le dijo que tenía que levantarse. Raquel sonrió con los ojos cerrados, puso la mano de Sergio sobre uno de sus pechos.
Sergio se estaba vistiendo cuando encontró la mancha de sangre sobre la cama. Raquel volvió de la ducha y dijo que le debía quedar un poco de regla, no se había dado cuenta. Sergio contestó que no pasaba nada: tendría que lavar las sábanas antes de que llegase Susana. Raquel se sentó al borde de la cama y encendió un cigarrillo: Sergio recordó que debía ventilar las ventanas y vaciar los ceniceros. Si no, tendría que decirle a Susana que había vuelto a fumar.
-¿Te apetece desayunar? –preguntó.
-Bueno –hizo una pausa-. ¿Tienes chocolate?
-No, creo que no.
-Me apetece un chocolate con churros. ¿Sabes si hay algún sitio por aquí cerquita?
Sergio dijo que sí, que había un sitio estupendo en la misma manzana. No le apetecía mucho ir: era un bar que frecuentaba con Susana, y le dio miedo que la camarera o alguno de los clientes lo reconociera. Abrió las ventanas y puso las sábanas en la lavadora. Hizo un nudo a los preservativos antes de meterlos en la bolsa de Sabeco: era lo que hacía Susana.
Tiró la bolsa en la papelera que había a la puerta de casa. Pensó en comprar los periódicos en el kiosco, pero sería un poco grosero leer mientras desayunaba con Raquel. Los compraría más tarde, cuando ya se hubieran despedido.
-¿Tienes un cigarrillo? –le preguntó a Raquel.
Sergio terminó de traducir el artículo a la hora de comer. Tomó gazpacho y un poco de longaniza. Puso en la cama las sábanas limpias. Había pensado en echarse una siesta –Susana se pasaría por su casa a las ocho, quizás luego fueran a cenar o al cine- pero no tenía sueño. Se sentía culpable. ¿Por qué había ido a la Hípica con Raquel? Susana siempre lo invitaba a ir a la playa y a la piscina, durante varios veranos había trabajado de socorrista en la piscina de Valdefierro, y a él siempre le había dado pereza acompañarla. Por supuesto, había ido algunas veces, pero a regañadientes. Y en cambio, esa misma semana se había sentido muy a gusto mientras Raquel le enseñaba cómo hacía volteretas, y después se había metido en el agua con ella y habían hecho carreras e incluso se habían besado por primera vez cerca de la escalerilla. El problema no era que hubiera sido infiel, sino que no sabía valorar lo que tenía: era incapaz de apreciar las cosas hermosas de la vida.
En ese momento le llegó un mensaje de Raquel al móvil. “Ya estoy en casita. Estoy cansada pero contenta. Un besito”. Había algo ridículo en esos diminutivos: tuvo la sensación de haberse acostado con una adolescente. Raquel era divertida y muy guapa, y tenía una peca en el ojo izquierdo, pero le dio mucha pereza volver a verla. Tampoco estaba seguro de que no fuera a cambiar de opinión, y le mandó un mensaje sobrio pero afectuoso: tuvo que escribirlo tres veces.
Seguro que Susana nadaba mucho mejor que Raquel, y seguro que habría estado encantada de bañarse con él. Cuando desayunaban en el bar los domingos, Susana leía los suplementos semanales y las páginas de Economía y le explicaba noticias de la bolsa. Raquel no entendía nada de eso, y, a diferencia de Susana, no había llevado los vasos a la barra antes de marcharse.
Pensó en lo importante que había sido Susana para él en una época. Cuando subía las escaleras de su casa hablaba solo como si le contase cosas que le habían pasado, y durante el primer año en que salieron juntos él había señalado en el calendario todos los días que se vieron. Buscó en el cajón donde guardaba las cartas de Susana, los sms que apuntaba al principio de su relación, y algunos regalos y fotos. Era como si viera las pertenencias de otra persona: muchas cosas le daban vergüenza, le parecían ingenuas. Encontró un cuaderno hecho a mano, de color verde, con papel reciclado. Era difícil escribir en él: Susana, que lo había hecho, no estaba acostumbrada a tomar notas. Pero era muy bonito, y el color de la portada hacía juego con los ojos de Susana.
Sergio recordó que una vez Susana le había regalado un atril para su cumpleaños.
-¿Qué crees? ¿Que soy un cura?
Los dos se rieron, pero Sergio pensó que era un regalo absurdo. Ahora llevaba un año trabajando de traductor: utilizaba el atril cada día y lo llevaba a todas partes. Sergio cogió el cuaderno y escribió la fecha y apunto una frase que había traducido por la mañana: “Hay algo muy emocionante en la vida cotidiana”. Pensó que era un tributo a Susana, y que se había dado cuenta de algo importante. En la segunda página apuntó el principio de un cuento: después, dejó el cuaderno encima del escritorio. Era un lugar discreto, pero estaba seguro de que Susana se daría cuenta.
Susana estaba morena y guapísima. Cenaron en un restaurante japonés que había cerca de casa de Sergio: Susana dijo que habían sido unas buenas vacaciones, que había ido a bucear con su hermana, y que le había encantado la experiencia.
-Tiene buena pinta –dijo Sergio, y Susana lo miró un poco sorprendida.
Tomaron un gin-tonic y luego subieron a casa de Sergio. Todo estaba muy limpio y en orden. Sergio se sentó en la silla, y puso a Susana en sus rodillas. Le metió la mano por debajo de la camiseta y empezó a acariciarle la espalda. A él le encantaba, y a ella también.
Susana le contaba historias de su familia y a Sergio le parecían menos aburridas que de costumbre. Incluso le cayó bien el profesor de submarinismo con el que se había enrollado la hermana de Susana. Ella le preguntó qué había hecho y él le dijo que lo de siempre: leer, buscar palabras en el diccionario y matarse a pajas. Susana se echó a reír.
-Mira que eres bruto.
Sergio se levantó y fue a buscar un CD. Tenía dos o tres en la mano cuando escuchó la pregunta de Susana:
-¿Y esto?
Susana había cogido el cuaderno. Sergio se dio cuenta de que Susana no conocía la libreta, y recordó de repente a Alicia, la camarera altísima que se la había regalado.
-Es un cuaderno muy bonito –dijo Susana.
-Gracias.
-Aunque es más de mi estilo, ¿no?
Sergio asintió, la besó en la boca y le dijo que el color de la portada hacía juego con sus ojos.
Este relato de Daniel Gascón apareció en la revista Capúzame. La fotografía es de Philippa Tetley.
EL FUTBOLISTA
Mi padre lee los carteles de la pista de atletismo, los lee en voz alta y sonríe a la chica que vende los cacahuetes. Dice que debería comprarme un abrigo de verdad, como el suyo, que ha aguantado más de veinte años, y no esas cosas de señoritas que tanto me gustan. La chica de los cacahuetes se ríe, mi padre mira hacia atrás.
-¿Qué te parece si le compro un balón de fútbol a Carlos? - me pregunta.
-Me parece una tontería.
Le digo que en el colegio mi hijo Carlos odiaba el fútbol. Estuvo un tiempo apuntado a kárate y a natación, pero no me parecía bien que practicase deportes violentos, y ni su madre ni yo teníamos tiempo para llevarlo a la piscina tres días por semana. Luego se apuntó a atletismo y empezó a gustarle.
Mi padre no me escucha. Hunde las manos en los bolsillos, se inclina contra la valla y mira a Carlos en la línea de salida.
-Correr -dice-. Eso es un deporte de solitarios.
*
Los jueves por la tarde mi padre salía de trabajar un rato antes. No me quedaba a jugar con mis compañeros: corría hasta casa y dejaba la cartera en el pasillo, junto al taquillón. Mi padre me esperaba en el garaje. Se limpiaba las manos con un trapo amarillo y sacaba la motocicleta, mientras yo buscaba el balón de reglamento, un Adidas que nunca llevaba a la escuela.
Dejábamos la moto apoyada contra la pared y saltábamos el muro del campo de fútbol. Estaba a las afueras del pueblo, entre las granjas y el cementerio. Me ponía unos guantes; mi padre sacaba la llave inglesa del bolsillo del pantalón y encendía los focos sólo para nosotros.
Mi padre había sido uno de los mejores jugadores de la comarca: una vez lo llamaron para hacer unas pruebas con un equipo de primera división. Era un hombre alto y fuerte y aunque tenía casi cuarenta años aún podía pasarse toda la tarde jugando.
Se colocaba en el centro del campo: yo daba vueltas alrededor. Le pasaba el balón al primer toque, y él me lo devolvía un poco más adelante, cada vez más deprisa.
Después hacíamos paredes de portería a portería. Me mandaba un pase largo hacia la banda derecha y aunque yo no podía más lo oía correr detrás de mí. En cuanto nos acercábamos al área le dejaba el balón de cualquier manera. Sólo quería que tirase a puerta, que marcase gol y volver a casa. Pero él llegaba a la media luna, amagaba un disparo y me pasaba la pelota en diagonal, al sitio exacto donde yo debería estar.
Sabía que nunca llegaría a tiempo, y sabía que acabaría llegando: él gritaba dale con fuerza, y yo cogía la bola casi fuera del campo y tiraba y la mandaba contra el lateral de la red. Me caía al suelo; intentaba respirar. Mi padre ponía los brazos en jarras.
-Ésa no es manera de dar al balón.
A veces él también tiraba a puerta. Cuando no era gol, el balón salía fuera del campo. Saltaba la valla y me metía en la acequia que olía a mierda y a ratas. Oía a mi padre desde el otro lado.
-Tienes que tirar con fuerza, Luis. Con rabia.
Cuando ya no podíamos más, mi padre cogía la pelota y daba toques en el aire. Me temblaban las piernas y siempre se me caía al suelo. Mi padre miraba el reloj de vez en cuando.
-Si te viesen los de Albalate se morirían de la risa.
Albalate era el pueblo de al lado. Eran nuestros rivales. Tenían un lateral izquierdo que daba unas patadas terribles.
Mi padre venía a verme todos los partidos, pero nunca me decía nada. Se quedaba en la banda. Iba de un lado para otro y hablaba con la gente. A veces, se acercaba a Fernando, el medio centro, y le decía alguna cosa. Cuando volvíamos a casa me explicaba lo que tenía que haber hecho en todas las jugadas.
-El fútbol es como la vida -decía-. Si ves cómo juega alguien ves cómo es en la vida.
*
Yo no era uno de los mejores del equipo. Jugaba en el centro del campo, por la derecha, y trabajaba mucho. No era muy hábil ni muy fuerte, ni era uno de esos jugadores que a mí me gusta ver. Pero era uno de esos a los que preferiría tener en mi equipo. La gente del pueblo creía que era bueno porque siempre jugaba igual.
Tuve una sola tarde de gloria, una tarde en la que pareció que era bueno de verdad. Tenía 16 años, era el último partido de Liga y jugábamos en el campo de Albalate. Albalate estaba a sólo 10 kilómetros de mi pueblo; había venido todo el mundo.
Íbamos dos a dos y acababan de fallar un penalti. Nos tenían encerrados en el área. De vez en cuando atacábamos al contragolpe. Si ganábamos, quedaríamos primeros en la Liga Comarcal y pasaríamos a las eliminatorias provinciales. Faltaba poco para terminar y los albalatinos nos gritaban todo el tiempo.
De repente, cogí un balón muerto en el centro del campo. Quique, el lateral izquierdo, vino corriendo hacia mí. Me asusté tanto que le eché el balón entre las piernas. La pelota pasó limpiamente y se la dejé a Fernando, que venía por el centro, y corrí como un loco por la banda derecha, igual que cuando hacíamos paredes con mi padre. Fernando me vio. Me pasó la bola muy rápido, en diagonal. Iba demasiado deprisa, pero llegué a tiempo.
Tiré tal como venía. Esperaba mandar el balón a la gloria o a la acequia, o a lo mejor al lateral de la red, pero dio en el segundo palo y entró. Mis compañeros vinieron hacia mí. Me di la vuelta para ver la cara de mi padre.
Había un montón de gente, todos gritaban, y el árbitro tuvo que parar el partido. Mi padre estaba detrás de los hombres del pueblo: el padre de Fernando lo sujetaba por los hombros. Un chaval de Albalate le había dado una bofetada a Cristian, el hijo de la peluquera, mientras calentaba en la banda. Mi padre lo había tirado al suelo de un puñetazo.
Al final, tuvimos que salir de Albalate corriendo, pero pasamos a la fase provincial. Nos eliminaron en la segunda ronda.
*
La carrera está a punto de empezar, y mi padre aún es más alto que yo, pero eso es lo único que no ha cambiado. Ha perdido 10 kilos y anda un poco encogido. Este invierno lo vi retorcerse de dolor en la alfombra del cuarto de estar. Después el médico dijo algo sobre la próstata.
Es la primera vez que Carlos corre en una pista de verdad. Está muy rojo, como si ya viniera cansado. Empieza casi al final, al lado de otro chico que lleva una camiseta amarilla.
Mi padre no mira la pista. Se fija en los edificios y los aparcamientos de la ciudad donde vivo.
El chico de la camiseta amarilla deja atrás a Carlos. Carlos intenta alcanzarlo, pero está demasiado lejos. La carrera de verdad sucede cincuenta metros por delante, entre los chicos de Scorpio y Helios, y a mitad de la segunda vuelta sólo quiero que todo termine cuanto antes. Enciendo un cigarrillo.
-Si fumas- dice mi padre-, tus hijos serán unos viciosos.
Carlos está triste. Va un par de metros por delante de nosotros. Llevo su bolsa con la ropa sucia y las zapatillas. Mi padre no dice nada. Es sábado por la mañana y las calles están casi vacías. Hay algunas botellas por los suelos.
Carlos se para en un semáforo en rojo. Mi padre se acerca y le pasa la mano por el pelo.
-Cuando corras-dice-, tienes que tener en cuenta la respiración.
Carlos mira hacia arriba un segundo. Mi padre comprueba que no vienen coches y cruzan de la mano.
Van hacia una tienda de deportes, y miran los balones y los guantes y las zapatillas, y mi padre mueve las manos como si intentara explicarse.
En cuanto el semáforo se pone verde cruzo la calle muy despacio. La tienda está a punto de cerrar y antes de alcanzarlos me quedo quieto un momento, observando nuestro reflejo en el escaparate.
Este relato apareció en la revista Turia.
CUARENTENA
Lo que más me gustaba de la estación de Canfranc eran las chicas que venían de esquiar, con el equipo y las maletas y una vulgaridad irresistible. En aquella época, pasaba por la estación un par de veces al mes, porque daba clases de español en Tolouse. A veces seguía en el tren que iba a Zaragoza, mi ciudad, y veía a mis padres; en otras ocasiones bajaba y cogía un regional que me acercaba al pueblo donde trabajaba Clara. Había vuelto a discutir con ella ese fin de semana, y le había dicho que mi tren salía a las cinco, porque prefería esperar en la estación a seguir hablando de lo mismo.
Clara era maestra y estaba destinada en un pueblo de Huesca. Quería que yo hiciera unas oposiciones para ser profesor de secundaria; según Clara, no le resultaría difícil pedir el pueblo donde me enviaran, y así podríamos vivir juntos. Aunque su plan me parecía bastante improbable, le expliqué por qué no quería opositar.
-Sólo quiero vivir en sitios que tengan FNAC.
Clara suspiró y me dijo:
-Pues vas a tener que elegir entre la FNAC y nuestro proyecto de pareja.
Si hubiera dicho entre la FNAC y yo me haría costado más escoger, pero su expresión –proyecto de pareja- me pareció horrible, y le pedí por favor que me acercara a la estación. Le eché la culpa a una huelga en Francia.
Compré varios periódicos en el quiosco, revistas que nunca había leído y un libro que contenía fotografías antiguas de la estación. Fui a la cafetería, me senté junto a la barra y pedí un gin-tonic. Leí la prensa y corregí exámenes hasta la tercera copa. Poco a poco la estación se iba llenando: tipos que habían pasado el fin de semana en el Pirineo, que traían esquís o bicicletas, y gente sin aspecto deportivo: pensé que serían personas como yo, que trabajaban en Francia y volvían a casa el fin de semana. En el tren habría muchos viajeros que iban a pasar unos días a París, que cruzaban la mitad de Francia por la noche. Clara no había querido hacer ese viaje.
Estaba pensando que si pedía una cuarta copa encontraría el sentido de la vida cuando escuché su voz.
-Tranquilo, si sueltas la barra no va a caerse.
Me di la vuelta. Era una chica morena, con el pelo rizado, cuatro o cinco años más joven que yo. Llevaba muletas y una pierna vendada. Pensé que mis periódicos no le dejaban ver el expositor de tapas.
-Perdón –dije, y aparté un poco mis cosas.
Ella dijo que ya sabía lo que quería. Le acerqué una banqueta para que se sentara, y se puso a hablar. Dijo que se había torcido un tobillo la tarde anterior, y que había pasado el día en la estación, mientras sus amigos seguían esquiando. Volverían todos juntos a Zaragoza esa misma tarde. Uno de mis sueños era que una desconocida comenzase a hablar conmigo en una estación del tren. Ahora, con todo a mi favor, no se me ocurría qué decir. Le pregunté por lo que hacía, y le hablé de mi trabajo. Me preguntó si ligaba con mis alumnas; no le contesté.
Después comencé a enseñarle las fotografías de la estación. Leímos juntos los pies de foto.
-Mira, si pudiéramos entrar en esta foto yo me quedaría aquí y te cuidaría, sería tu enfermero en la estación. Lo mejor sería que fuera tuberculosis o algo así, una enfermedad más romántica que un esguince de tobillo, y que tuvieras que estar en cuarentena.
Ella se rió.
Terminamos de mirar las fotografías y hablamos un rato más. Cuando subí al tren tenía su número de teléfono apuntado en el móvil. Nunca la llamé. Pero a veces, cuando llego con tiempo a una estación, me acuerdo de ella.
Este relato aparece en el volumen colectivo Canfranc (Rolde , 2007), que ha coordinado Fernando Sanmartín. El texto acompaña a esta fotografía que, como todas las del libro, es de Andrés Ferrer.
THE FOREIGNERS (II)
Traducción de Philippa Tetley y Daniel Gascón. El primer capítulo, en inglés y en castellano . La fotografía muestra una calle de Norwich .
2.
Unlike Marta and Natalia, I lived in the outskirts of Norwich, at the University: another village, a greyish residential quarter housing students from all the parts of the world. My room was in Norfolk Terrace, which wasn’t as cool or expensive as Nelson Court or Constable Terrace, but which was much better than Waveney. Norfolk and Suffolk were two ziggurat-shaped buildings. My room was on the ground floor, in front of an artificial lake full of mutant fish, where, just in case, it was forbidden to bathe.
I arrived very late but a night guardian gave me the keys. He teased me because I had two family names and told me where my room was in great detail, so I only got lost three times.
In the first days there were meetings about cheap supermarkets and academic requirements: there were no exams in February, plagiarism would be punished, every international student had their own tutor and there was a student help-line.
You could find almost everything you needed on campus: a sports centre, a disgusting restaurant, a travel agency, a theatre, a cinema, a museum, a Waterstones bookshop and a second-hand one, a small supermarket (with tobacco), newspapers and a laundry. There was a disco on Thursday nights, and a chapel that was used by many religions. Norwich was twenty minutes away by bus. A lot of people rode bikes, but I was scared of choosing the wrong side of the road.
There was a market on Tuesday and Thursday. You could buy second-hand bric a brac, posters, cheap CDs. And sometimes you were approached to join an association: the Poetry Club, the Conservative Party, the Latin Society, or the Role-playing Club, whose members fought with wooden swords in front of my window on Sunday afternoons.
There were professors, international and first-year students living on campus. I shared my floor with eleven British boys, a German and a boy from California. The house rules forbade that girls lived on the ground floor, in fear that a rapist might break in through a window.
I ran into María and Natalia when the people from the Office of International Relations took us on a bus tour around Norwich. They’d joined a group of Spaniards. It included a few boys that were going to study Environmental Sciences there, and a guy from Saragossa who’d out of the blue become the leader of the gang. His name was Fernando and he had the Real Saragossa’s insignia tattooed on his arm. He’d studied Human Resources in Saragossa and then he’d started Management in the University of Teruel. I asked him why. He said he’d get a subsidy of one thousand eight hundred euros a year for travel expenses.
“That doesn’t look like a lot of money”, I said.
“No, not if you go.” But, of course, he never went to Teruel. And he was already familiar with Norwich, because he’d arrived a few days before everyone else. He even seemed to have learned a lot about English culture.
“Here people live fucking well. Even construction workers. In Spain you work in construction and midmorning you have some fried eggs with ham and half a bottle of wine. And here, at lunchtime, they have a coke and a chocolate bar. That means they don’t work much.”
“You know, despite appearances”, said Fernando looking at Natalia, “I’m a worldly guy.” He said there was a special lunchtime offer at Pizza Hut, and was fed up with the tour, so he convinced all the Erasmus students to go and eat pizza. But I didn’t feel like it. I thought I shouldn’t separate from the excursion, because they might worry. When I realized that we hadn’t been counted, that we were old enough and that I had no food at home, Fernando and the others had probably arrived at the Pizza Hut, and I didn’t want to go there after rejecting their offer. I spent the afternoon walking, looking at shops and second-hand bookshops.
Norwich was a small city: its best moment had taken place in the Middle Ages. It had a gothic cathedral, a church turned into an art cinema, another that served as a bar, an art school and a small market near the police station. The castle, transformed into a commercial centre with a multi-screen cinema, was in the shopping district. There was a river with restaurants running along the banks, swans and a bar and night-club zone. The city was too small for my taste; we started to call it the village, because everything closed early.
I had a sausage and bought some food at the market. I didn’t want to get to the University late, because there was a welcome party for international students and I was afraid that Scotland Yard would be looking for me.
The stop for the 25 was near the market. Though there was a sign saying “UNIVERSITY”, a black haired guy, with a guitar, a radio and two bags, asked me if I knew where the University stop was. I recognized the accent and met Miguel, who was Asturian but studied Law in Bilbao. Miguel was wearing a blue coat that made him look like Harry Potter, though I didn’t tell him so. He’d flown from Oviedo–his ticket must’ve been much more expensive than mine, I thought- to London, where he’d spent two days in the house of a family friend. He’d been browsing in shops for a while, because he hadn’t brought a pillow and was unable to sleep without one, but the ones he’d seen were too expensive. I told him he was brave for doing that carrying all his luggage (and also that he could buy a duvet and a pillow in his own residence).
“I brought the duvet from home, man.”
“Maybe you can just get a pillow.”
“Do you think?”
“Sure”, I said, having no idea, but good intentions.
We told our life stories to each other: the family, football, what we wanted to do. Miguel had a brother who wrote in Asturian, the friend from London had been his girlfriend. She lived in a nice place, full of “super cool” paintings. Miguel wasn’t much interested in art, but he loved everything that looked artistic: he always had a book by his bed –the same for months- and his room in Nelson Court would soon be very well decorated, with the walls filled with photos of the sea and posters of Bob Marley and Rio de Janeiro. He said he didn’t play the guitar very well, but he’d brought it because you could always find someone who did. I told him there was a party that night and he invited me to his place for dinner: he’d brought some tins of fabada in his bags.
He looked out the bus window and pointed out what he considered interesting.
“Hey, man, what do you call pillow in English?”
“Pillow.”
At the University we picked up the key to his room; I helped him carry his stuff to his place. Miguel’s residence, a sort of chalet in the upper part of campus, was a bit more luxurious than mine. His room was on the second floor. I told him I’d cook something –I advised him to keep the fabada for a time of need- while he unpacked.
“It’s okay”, said Miguel. “I have some recipes.”
Miguel handed me a wrinkled serviette: his mother had written down for him how to make rice and pasta. I recommended he cover the pot so that the water would boil faster.
“Fuck, man, you are a fucking genius”, he said, and wrote “cover the pot” on his mother’s serviette instructions.