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Daniel Gascón

Reseñas

LA ESCRITURA O LA VIDA

Sobre Autobiografía de papel y Contra Jeremías, de Félix de Azúa, en el número de junio de Letras Libres.

MUÑOZ MOLINA Y EL ESPEJO ROTO

MUÑOZ MOLINA Y EL ESPEJO ROTO

«La corrupción, la incompetencia, la destrucción especulativa de las ciudades y de los paisajes naturales, la multiplicación alucinante de obras públicas sin sentido, el tinglado de todo lo que parecía firme y próspero y ahora se hunde delante de nuestro ojos: para que todo eso fuera posible hizo falta que se juntaran la quiebra de la legalidad, la ambición de control político y la codicia –pero también la suspensión del espíritu crítico inducida por el atontamiento de las complacencias colectivas, el hábito perezoso de dar siempre la razón a los que se presentan como valedores y redentores de lo nuestro». Esas líneas resumen las ideas centrales de ‘Todo lo que era sólido’, donde Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956), que ayer obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, denuncia algunas de las cosas que se han hecho mal en España en las últimas décadas. «Creíamos vivir en un país próspero y en un mundo estable», explica, y no percibíamos la ceguera general ni la deslealtad de las élites: «En treinta y tantos años de democracia y después de casi cuarenta de dictadura no se ha hecho ninguna pedagogía democrática». Los partidos políticos, que tienen un papel exagerado en la vida española, no se dedicaron a reformar las instituciones incompetentes heredadas del franquismo, sino a ocuparlas. Eso se ha traducido en que no se ha creado «una administración pública profesional, solvente, atractiva como oportunidad de trabajo y progreso personal, ajena a la política y a los vaivenes electorales, escrupulosamente sujeta a la ley». La cultura del pelotazo, el populismo de inauguración y terruño, y la burbuja supusieron un cambio de valores y desarrollaron una pasión por la propaganda y el oropel: abundaban las declaraciones triunfalistas sobre el nuevo lugar de España, construcciones faraónicas, embajadas culturales y desembarcos en el extranjero a los que solo acudían delegaciones de periodistas españoles cuyo transporte se pagaba con dinero público. Era como si el país se hubiera convertido en un terreno de nuevos ricos, y el progreso material convivía con una obsesión por el pasado y un lenguaje político extraordinariamente violento.

Muñoz Molina mezcla el relato histórico con la perspectiva generacional y experiencias personales y profesionales: ‘Todo lo que era sólido’ quiere ser un ‘Yo acuso’ y un ‘Yo, pecador’. Una de sus virtudes es que no tiene miedo a ejercer, literalmente, de aguafiestas. Critica «el totalitarismo de la fiesta, en el que se confunden con entusiasmo idéntico la izquierda y la derecha». La pasión con que parte de la izquierda ha apoyado tétricos rituales religiosos como las procesiones vino acompañada de otra paradoja: «Primero se hizo compatible ser de izquierdas y ser nacionalista. Después se hizo obligatorio». Habría habido un énfasis transversal en los elementos identitarios; «la niebla de lo legendario y de lo autóctono ha servido de envoltorio para el abuso y de garantía de la impunidad».

El libro está bien escrito, aunque es reiterativo en ocasiones, y es difícil no estar de acuerdo con muchos aspectos de su análisis. Lo que defiende Muñoz Molina, un hombre de la izquierda moderada que busca tender puentes con la mejor tradición ilustrada y democrática española, es admirable: el ideal del trabajo honrado y bien hecho, un Estado laico y meritocrático, libertad individual y servicios sociales, la existencia de una sociedad civil y un espacio de discusión civilizada. El diagnóstico y el ideal son más convincentes que el tratamiento: viene a decir, más o menos, que si todos fuéramos un poco mejores todos seríamos mejores. En ocasiones parece caer en cierto adanismo –hubo voces que alertaron de los peligros de la burbuja inmobiliaria, por ejemplo– o en la favorecedora postura del disidente, aunque su análisis no parece dirigido a gente muy alejada de él. En el ensayo conviven observaciones brillantes con elementos sobredimensionados, soslayados o discutibles. Algunos de sus mejores momentos derivan de la experiencia, y la trayectoria de Muñoz Molina resulta ilustrativa: por su desempeño de un cargo público o por la profesionalización de su actividad. El libro tiene elementos de autocrítica: cuando lamenta la obsesión por la Guerra Civil de principios de los años 2000, reconoce (quizá por vergüenza torera) que él escribió una novela sobre la contienda; se reprocha no haber detectado el espejismo destructivo de los años de bonanza. Pero debía haber abundado en esa dirección. Sin duda, la situación española es terrible y hay muchas cosas desesperantes. Pero, por tomar el ejemplo de la violencia del lenguaje político, el enfrentamiento verbal también es duro en democracias sólidas y el propio Muñoz Molina sabe que, pese al paisaje resquebrajado, no todo el progreso ha sido ilusorio. Honesto, valiente y escaso de humor, ‘Todo lo que era sólido’ es un libro donde Muñoz Molina ejerce el papel del intelectual comprometido y aspira a la lucidez de la resaca pero conserva en todo momento cierta ingenuidad: de ella se derivan algunos defectos y muchos de sus méritos.

Antonio Muñoz Molina. ‘Todo lo que era sólido’. Seix Barral, Barcelona, 2013. 253 pp.

Esta reseña salió en Artes & Letras de Heraldo de Aragón el 6 de junio.

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LOS HÉROES DE BUDAPEST

LOS HÉROES DE BUDAPEST

En los últimos meses de 1944, un grupo de diplomáticos de la legación española en Budapest, encabezado por Ángel Sanz Briz (Zaragoza, 1910 – Roma, 1980), salvó a unos tres mil judíos del exterminio. Arcadi Espada (Barcelona, 1957) ha dedicado cinco años a investigar el episodio. El resultado es el reportaje histórico ‘En nombre de Franco’, que parte de la idea de que la historia que cuenta es “menos importante que la de las masas enormes y mudas de cadáveres que nadie pudo salvar” y tiene dos objetivos principales. Por un lado, establecer que la actuación de Sanz Briz no fue una decisión personal, sino que seguía órdenes del gobierno franquista. El régimen, que había mantenido una “pasividad criminal” ante el genocidio, decidió realizar una operación de salvamento que no se limitó a Hungría. Había motivos políticos: la derrota de Alemania era inminente y el franquismo necesitaba el apoyo de la opinión pública internacional. Sanz Briz, el abogado Zoltán Farkas, la canciller Elisabeth Tourné (que llevaba años ofreciendo protección a los judíos) y Giorgio Perlasca actuaron con celo humanitario y ofrecieron pasaportes y refugio a los judíos en riesgo de deportación. El diplomático zaragozano estaba alarmado por la persecución antisemita: había alertado a su familia y a su gobierno, y acogió a unas setenta personas en las dependencias de la embajada española sin informar a sus superiores. Pero emprendió la operación de salvamento siguiendo las instrucciones del régimen.

‘En nombre de Franco’ es también un intento de hacer justicia a Sanz Briz, que había salvado a opositores a la República en el Madrid de la Guerra Civil. En 1949 habló de su actuación en Budapest en HERALDO, pero a lo largo de una exitosa carrera diplomática esa gesta cayó en el olvido. Los intereses políticos habían cambiado: España no reconocía al Estado de Israel y reivindicar la ayuda prestada a los judíos húngaros podía entorpecer las relaciones con los países árabes. En 1966, cuando Israel declaró a Sanz Briz Justo entre las Naciones, le pidieron que no aceptara (al parecer, la familia no se enteró de que había recibido la distinción hasta después de la muerte del embajador). Había además un problema de arquetipos. Se trataba de un “héroe diplomático”, y de un franquista que había salvado a judíos. Antes de ‘La lista de Schindler’ personajes como él no resultaban interesantes; no había una historia previa en la que pudieran encajar. Y estaba la figura de Giorgio Perlasca, que se había presentado como el héroe solitario de la embajada española y había desacreditado al zaragozano: ya en los años cuarenta decía haber salvado a 5200 personas y poco antes de morir declaraba que Sanz Briz había huido de Budapest, y que lo que le importaba de verdad era salvar a una amante, “una bellísima señora hebrea”. España era un país neutral para los alemanes, pero no para la URSS. Sanz Briz tenía permiso de sus superiores para abandonar Hungría, y lo hizo tres semanas antes de la entrada de los soviéticos (que asesinaron al embajador sueco Raoul Wallenberg, otro de los héroes de Budapest). Espada señala las inconsistencias de la versión de Perlasca y desactiva con brillantez su relato, usando abundante documentación, la ironía y el convencimiento de que, como escribía en ‘Raval. Del amor a los niños’ (Anagrama, 2000), “la verdad emerge de la sintaxis como el cadáver de un ahogado”.

‘En nombre de Franco’ es un reportaje vibrante y conmovedor sobre un episodio hermoso en medio de la barbarie. Supone el segundo acercamiento de Espada al Holocausto, tras ‘Aly Herscovitz’, un libro electrónico escrito junto a Segio Campos, Eugenia Codina, Marcel Gascón y Xavier Pericay, y diseñado por Verónica Puertollano, acerca de una novia de Josep Pla detenida en la redada del Velódromo de Invierno y fallecida en Auschwitz. El libro apunta a una historia de la relación entre el franquismo y el antisemitismo, recorre la literatura y el periodismo españoles de la época, y habla del papel de otros diplomáticos, como Casimiro Florencio Granzow de la Cerda, que documentó las atrocidades cometidas contra los judíos de Varsovia. Como otros textos de su autor, tiene un elemento de desmentido polémico y una tesis incómoda: a veces, la obediencia –incluso a un régimen siniestro como el franquista– no conduce necesariamente al mal. El proceso de escritura forma parte del libro, que está estructurado en tres capas: el texto, las fuentes y cronología, y unos códigos QR que permiten acceder a la documentación en internet. Como otras obras de Espada, es una reflexión, y una demostración, acerca de la escritura de la realidad, y un tratado sobre las tentaciones de la ficción: sobre sus atajos, su capacidad para contaminar la verdad. Como todos sus libros, tiene una intención moral, y ofrece el espectáculo de una inteligencia perspicaz y rigurosa íntimamente impulsada por un afán de justicia.

Arcadi Espada. En nombre de Franco. Los héroes de la embajada de España en el Budapest nazi. Espasa, Barcelona, 2013.

Esta reseña ha salido en Artes & Letras de Heraldo de Aragón. He tomado la imagen aquí.

EL AVENTURERO RUSO

Los últimos libros de Emmanuel Carrère (París, 1957) utilizan las técnicas de la escritura de ficción para narrar acontecimientos reales. En ‘El adversario’ (Anagrama, 2000), contaba la historia de Jean-Claude Romand, un hombre que fingió que era médico y trabajador de la OMS durante años, y que mató a toda su familia cuando la gran mentira que era su vida amenazaba con descubrirse. En ‘Una novela rusa’ (Anagrama, 2008) combinaba la búsqueda de un secreto familiar con la crónica de la destrucción del amor. En ‘De vidas ajenas’ (Anagrama, 2011) describía la irrupción de la tragedia, en forma de tsunami y cáncer. En ‘Limónov’ (Anagrama, 2013) cuenta la vida del disidente ruso Eduard Limónov, un hombre que es “a la vez Houellebecq, Lou Reed y Cohn-Bendit” y a quien conoció  en los ochenta en París. Esta novela biográfica, galardonada con el Prix des Prix, tiene algo de reportaje político, de relato picaresco y de historia de aventuras.

Limónov es un personaje contradictorio y excesivo: nacido en Ucrania en 1943, lector de Dumas y Verne en su juventud, fue delincuente juvenil y poeta de provincias, estuvo interno en un psiquiátrico, se trasladó a Moscú y frecuentó los circuitos literarios. Fue sin techo en Nueva York, donde alternó la depresión con una vida sexual temeraria (que contó más tarde en un libro titulado ‘El poeta ruso prefiere a los negrazos’), sedujo a una criada (creyendo que era una heredera) y se acabó convirtiendo en sirviente de la casa (más tarde escribió que se entretenía apuntando a su jefe con un arma desde la ventana). Provocativo y perturbador, con una cualidad casi nietzscheana y cierta nostalgia de la hombría, los disidentes como Brodsky o Solzhenitsyn le aburrían profundamente. Poco después de llegar a Nueva York en 1974, a él y a su mujer les regalaron un televisor: “Cuando lo encienden aparece Solzhenitsyn, invitado único a un talk-show excepcional, y uno de los mejores recuerdos de la vida de Eduard es haber sodomizado a Elena ante las barbas del profeta que arengaba a Occidente y estigmatizaba su decadencia”. Fue un escritor famoso en París, con una aureola de estrella de rock. Apoyó a Serbia en la Guerra de los Balcanes y la BBC grabó imágenes de él disparando sobre Sarajevo. Regresó a Rusia y vendió cientos de miles de ejemplares de sus libros; entró en política. Colaboró con medios controvertidos, resultó herido en un golpe de Estado y fundó el Partido Nacional Bolchevique, cuya bandera se inspiraba en símbolos nazis y comunistas, y cuya ideología era un cóctel de nacionalismo, rechazo a la globalización y el capitalismo, crítica del poder establecido y de la corrupción, y censura del racismo: un movimiento opositor que se alimentaba de la nostalgia de una Rusia poderosa, pero también de la contracultura. Su enfrentamiento con Putin –con quien, señala Carrère, tiene algunas cosas en común, como ser hijos de miembros del aparato de la seguridad soviético y la idea de que la caída del comunismo fue una catástrofe para el orgullo ruso– le ha costado palizas, numerosas detenciones y una larga estancia en prisión con cargos poco claros: “Quizá el momento culminante de su vida, el momento en que ha estado más cerca de ser lo que siempre, con bravura, con una terquedad infantil, se ha esforzado en ser: un héroe, un auténtico gran hombre”. Otros opositores de Putin y sus políticas han sido asesinados.

Carrère ha entrevistado a Limónov y, aunque reconoce la tendencia a la exageración de su personaje, usa sus libros como fuente principal. Muestra una mezcla de fascinación y repugnancia por él: “Hay que reconocerle una cosa a este fascista: solo ama, y solo ha amado siempre, a las minorías. Los flacos contra los gordos, los pobres contra los ricos, los cabrones que admiten serlo, tan raros, contra los virtuosos que son legión, y por errática que parezca su trayectoria, posee una coherencia que consiste en haberse puesto siempre, absolutamente siempre, de su lado”. Lo humaniza al contar su relación con algunas mujeres, desde su desesperación cuando Elena lo abandona a su historia de amor con Natasha, cuyas infidelidades tolera. A veces se pregunta por las razones del interés inquietante que le produce su protagonista. Contrasta la vida accidentada de Limónov con su propia trayectoria: la existencia relativamente apacible de un escritor de clase media, que empezó como crítico de cine, es hijo de una experta en el mundo soviético y vive en una democracia sólida del primer mundo. Algunos de los episodios autobiográficos –como su entrevista a Werner Herzog, que le dijo que no quería hablar del libro que había escrito sobre él porque sabía que era una chorrada, o la descripción de los intelectuales franceses y su punto de vista sobre los sucesos contemporáneos– son al menos tan disfrutables como las andanzas de su protagonista. ‘Limónov’ también es un repaso apasionante de algunos de los acontecimientos clave de finales del siglo xx y comienzos del xxi: el retrato del clima literario en la Unión Soviética, la caída del comunismo y los combates de la antigua Yugoslavia, o las pugnas por el poder en la Rusia poscomunista, con la transición a un capitalismo corrupto y un clima de atroz violencia política. Impulsado por la honestidad narrativa y el deseo de ser claro, Carrère incorpora el proceso de escritura a su libro, que se lee con asombro, gran interés y cierto malestar.

Emmanuel Carrère. ‘Limónov’. Traducción de Jaime Zulaika. Barcelona, Anagrama, 2013, 396 páginas.

[Esta reseña apareció en el suplemento ’Artes & Letras’ de Heraldo de Aragón.]

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CUENTAS PENDIENTES

Sobre Las leyes de la frontera de Javier Cercas, en Letras Libres.

LOS AÑOS DE LA FETUA

LOS AÑOS DE LA FETUA

‘Joseph Anton’ (Mondadori, 2012) es la historia de un secuestro. En 1989, Salman Rushdie tenía 41 años, acababa de publicar ‘Los versos satánicos’, estaba casado con la novelista Marianne Wiggins y tenía un hijo de un matrimonio anterior. Había nacido en Bombay en una familia musulmana poco religiosa, había estudiado y vivía en el Reino Unido, y había tenido éxito con dos novelas: ‘Hijos de la medianoche’, sobre su país natal, y ‘Vergüenza’, donde hablaba de Pakistán, el país al que se mudó su familia. Aunque trataba de la novedad y la inmigración, ‘Los versos satánicos’ incluía una secuencia onírica basada en una leyenda de los orígenes del islam e irritó a congregaciones musulmanas de diferentes países. La mayoría de esas personas no habían leído la novela. Entre ellas se encontraba el ayatolá Jomeini, líder supremo de la República Islámica de Irán, que necesitaba enardecer a las masas tras la guerra con Iraq y emitió una fetua que condenaba a muerte al novelista. A partir de ese momento y durante una década, Rushdie vivió en la clandestinidad. Cuatro agentes de policía debían vivir en su casa, se trasladó constantemente de un domicilio a otro durante años, no podía aparecer en público, tuvo que adoptar un nombre falso –Joseph Anton, por dos de sus escritores favoritos: Conrad y Chéjov– y esconderse cuando iban a limpiar el lugar donde vivía.

‘Joseph Anton’ es la crónica íntima y minuciosa de esa pesadilla. Si, desgraciadamente, los últimos 25 años han hecho que nos acostumbremos a la persecución de artistas por motivos religiosos, el libro reconstruye el asombro ante la aberración original: el líder de una potencia extranjera condenaba a muerte a un ciudadano británico por publicar una obra de ficción. Rushdie describe su sensación de soledad, sus esfuerzos para escribir y continuar su vida, desde sus matrimonios y sus divorcios a la educación de su hijo mayor. Además de la amenaza del terrorismo internacional, Rushdie –que reflexiona varias veces sobre Manuel Cortés, el alcalde republicano confinado en su casa desde 1939 hasta 1969– tenía que enfrentarse a otras fuerzas. A algunos conservadores británicos les divertía que un novelista de izquierdas, crítico con el gobierno y el pasado colonial, tuviera que ser protegido por el Reino Unido. A otros les indignaba que se le brindase esa protección. Muchos líderes religiosos condenaron el libro. Parte de la izquierda, presa del relativismo cultural, parecía confusa e incapaz de distinguir un inequívoco asalto a los principios de la Ilustración. Otros hacían a Rushdie responsable de lo que les ocurriera a él y a las personas relacionadas con el libro. Y, aunque el autor habla con afecto de los policías, debió negociar con sus superiores, a veces hostiles, para obtener cierta autonomía (por ejemplo, asistir a una presentación de su libro), y sufrió duras críticas de la prensa sensacionalista.

A veces angustioso, pero nunca falto de humor, ‘Joseph Anton’ es un reconocimiento a las personas que combatieron al lado de Rushdie en una larga batalla contra el oscurantismo y a favor de la libertad de expresión, que lucharon para que ‘Los versos satánicos’ saliera en rústica, que presionaron a los gobiernos y escribieron sobre la novela como una obra de arte: los agentes Andrew Wylie y Gillon Aitken, y buena parte del mundo literario, desde Susan Sontag a Martin Amis, Günther Grass, Christopher Hitchens o Vargas Llosa, pasando por los cien escritores de países musulmanes que participaron en el volumen Pour Rushdie. No era un acto gratuito: el traductor japonés del libro fue asesinado y el traductor italiano estuvo a punto de morir. Nygaard, el editor noruego, recibió tres disparos. (Cuando Rushdie le llamó al hospital, Nygaard  le anunció que iba a reeditar el libro.) Habla también de quienes se pusieron del otro lado, como Berger y Le Carré. La autobiografía muestra el mundo incierto del espionaje y la diplomacia y retrata a políticos como Thatcher, Havel (uno de los primeros en apoyar a Rushdie), Mary Robinson (la primera jefa de Estado en recibirlo), Clinton (que prestó un apoyo dubitativo pero decisivo) o Blair (cuyo gobierno fue clave para que Rushdie recobrara su libertad).

Tras el caso Rushdie, el miedo se instaló en el mundo cultural: esa es otra de las razones por las que ‘Joseph Anton’ es un libro importante y lleno de lecciones fundamentales. En 1990, cuando esperaba una revocación de la condena que finalmente no se produjo (de hecho, aunque en 1998 Irán dijo que no ejecutaría la sentencia, la fetua no se ha anulado), Rushdie pidió disculpas. Más tarde se arrepintió de ese momento. Se dio cuenta de que “necesitaba expresar con claridad qué era aquello por lo que luchaba: la libertad de expresión, la libertad de la imaginación, la vida sin miedo y el hermoso y antiguo arte que tenía el privilegio de ejercer. Y también el escepticismo, la irreverencia, la duda, la sátira, la comedia y el regocijo profano”.

‘Joseph Anton’. Salman Rushdie. Mondadori, Barcelona, 2012. Traducción de Carlos Milla Soler. 686 páginas.

Foto de Aloma Rodríguez. Esta reseña ha salido en ’Artes & Letras’ de ’Heraldo de Aragón’.

ABISMOS

Sobre La tejedora de sombras, en el número de junio de Letras Libres.

LAS PASIONES INTELECTUALES

Tony Judt murió en 2010 a causa de una esclerosis lateral amiotrófica. La enfermedad, diagnosticada dos años antes, le había paralizado de cuello para abajo. Desde 2009, su amigo Timothy Snyder, especialista en la historia de Europa del Este y autor del admirable ‘Tierras de sangre: Europa entre Hitler y Stalin’ (Galaxia Gutenberg, 2011), visitaba la casa de Juddt para charlar una vez por semana. ‘Pensar el siglo XX’ (Taurus, 2012) es el resultado de esas conversaciones: un repaso a la trayectoria vital e intelectual de Judt y una reflexión sobre la historia de Europa.

Cada capítulo va introducido por un texto de tono memorialístico; después Snyder conduce la conversación hacia un plano más general. Por muchas razones, la biografía de Judt es un buen punto de arranque para ese examen del siglo XX. Nació en Londres en 1948 y descendía de judíos del Este de Europa. Estudió en Cambridge y se especializó en la historia de la izquierda francesa. Viajó a Israel (persiguiendo a una chica) y participó en la guerra de los seis días. Lo sedujo la utopía del kibbutz, pero descubrió “que el sueño del socialismo rural era solo eso, un sueño”. Más tarde sería muy crítico con Israel. Aunque al principio había escrito sobre temas relativamente concretos y locales, desarrolló un gran interés por Europa del Este. Era un hombre de la generación del 68 que descubrió que el auténtico movimiento a favor de la libertad se había producido al otro lado del muro. Estudiar la oposición al totalitarismo de Kołakowski o Miłosz y conocer a disidentes de la Europa comunista le enriqueció como historiador y amplió su mirada: “La perspectiva de Kołakowski –la de que el marxismo, especialmente en su pleno apogeo, merecía atención intelectual pero estaba desprovisto de perspectivas políticas o valor moral- iba a acabar convirtiéndose en la mía”. La fascinación por el liberalismo de la Europa oriental y la tarea moral de los intelectuales  serían elementos fundamentales de libros como ‘Pasado imperfecto’ (Taurus, 2007), ‘Sobre el olvidado siglo XX’ (Taurus, 2008) y su obra maestra ‘Posguerra’ (Taurus, 2006). 

Las aristas del personaje –el judaísmo, la educación inglesa y la influencia de la cultura británica, Oriente Medio, los amores y los matrimonios fracasados, el papel del historiador, el valor de cohesión de la alianza de la socialdemocracia y la democracia cristiana, el error identitario de la izquierda- se vinculan con hechos históricos que Judt ha tratado en sus libros. ‘Pensar el siglo XX’ tiene un aire de revisión o de cara B de esos textos: Judt y Snyder comparan a los escritores comunistas y fascistas; repasan la dimensión intelectual de la guerra fría, que para ellos tuvo lugar sobre todo dentro de la izquierda; evalúan a Koestler, Orwell y Léon Blum; hablan del Imperio Austrohúngaro y del franquismo, de Estados Unidos y de la Unión Europea; de Hayek y Keynes. Dice Judt: “El siglo XX no fue necesariamente como nos han enseñado a verlo. No fue, o no fue solo, la gran batalla entre la democracia y el fascismo, o el comunismo y el fascismo, o la izquierda contra la derecha, o la libertad contra el totalitarismo. Mi percepción es que durante gran parte del siglo nos dedicamos a debatir, implícita o explícitamente, sobre el surgimiento del Estado”. Y: “Los grandes vencedores del siglo XX fueron los liberales del siglo XIX, cuyos sucesores crearon el Estado del bienestar en todas sus posibles formas”.

Aunque es un interlocutor respetuoso, Snyder conoce mejor algunos aspectos de Europa del Este y cuestiona algunas de las posiciones de Judt. Buena parte del encanto del libro reside en la sensación de escuchar a dos personas extremadamente inteligentes. Como en cualquier conversación, cierto desorden y observaciones improvisadas y marginales proporcionan algunos de los mejores momentos.

Menos emocionante que ‘El refugio de la memoria’ (Taurus, 2011), ‘Pensar el siglo XX’ es un libro irregular, pero superior al sobrevalorado ‘Algo va mal’ (Taurus, 2010). Judt es más convincente en su análisis del pasado que de la actualidad y a veces tiene una visión exagerada de su propia iconoclastia: desmonta algunos tópicos, pero en otras ocasiones encaja en cierto prototipo de intelectual progresista en Estados Unidos más fácilmente de lo que él piensa. Su tono displicente es divertido, pero en ocasiones resulta injusto: a menudo, tiene razón al señalar los errores de sus adversarios, pero casi nunca considera que puedan equivocarse de buena fe. ‘Pensar el siglo XX’ habla de asuntos que nos resultan casi lejanos y de otros que nos acompañan todo los días: en ambos aspectos resulta iluminador, lleno de observaciones interesantes y de una pasión contagiosa.

Tony Judt con Timothy Snyder. Pensar el siglo XX. Traducción de Victoria Gordo del Rey. Madrid, 400 pp.

Este artículo ha salido en Artes & Letras de Heraldo de Aragón. He tomado la imagen aquí.