Blogia
Daniel Gascón

Reseñas

CRÓNICA DE UN FRACASO

CRÓNICA DE UN FRACASO

Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) no es solo uno de los mejores narradores vivos. También ha reflexionado con perspicacia y pasión sobre los libros de los otros. Es un intelectual modélico, que se ha preocupado de aprender y de cambiar de opinión, y ha adoptado posiciones políticas valientes y necesarias. El hecho de que su crítica al autoritarismo y su defensa de la pluralidad, la libertad y la democracia hayan suscitado las críticas de una parte de la izquierda solo habla mal de ese sector de la izquierda.

En ‘La civilización del espectáculo’ (Alfaguara, 2012) Vargas Llosa analiza la cultura contemporánea. Recoge varios ensayos sobre el tema y los acompaña de “antecedentes”, piezas publicadas en ‘El País’. Repasa a autores que han reflexionado sobre el asunto: Eliot, Baudrillard, Steiner o Martel. La idea central es la irrelevancia actual de la alta cultura: la literatura y el arte han quedado reducidos a entretenimiento. Las obras son menos ambiciosas y tienen una cualidad light que alienta la complacencia y la autosatisfacción: “Los lectores de hoy quieren libros fáciles, que los entretengan, y esa demanda ejerce una presión que se vuelve poderoso incentivo para los creadores”.

Ese resultado es producto de varios factores: el bienestar de las sociedades occidentales hace que el aburrimiento sea el gran enemigo; la democratización de la cultura, que parte de un impulso positivo, pero conduce al desplome de las jerarquías estéticas y a la pérdida de influencia de los mediadores clásicos en favor de los publicistas; la incapacidad de las elites culturales para adaptarse a la sociedad de mercado; las caídas en una jerga solipsista y relativista de los intelectuales, y el descrédito granjeado por su complicidad con la mentira política; la obsesión por la fama; el escándalo vacío de cierto arte contemporáneo. Si en las sociedades totalitarias la política esclaviza la cultura, en las democracias la cultura espectáculo ha contagiado la política y ha conducido a una frivolización que pone en peligro el pensamiento y la privacidad. Esa frivolidad “consiste en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y en la que el gesto y el desplante –la representación- hacen las veces de sentimientos e ideas”. El impulso de acabar con las elites ha terminado en “en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es”. Hay elementos de la realidad que parecen dar la razón a Vargas Llosa. Se echa en falta alguna reflexión sobre la educación y la economía, y hay observaciones discutibles, como cuando alerta de la extinción del erotismo. Aunque la desaparición de los prejuicios haya quitado cierto encanto ritual –algo que habría que demostrar-, la liberación sexual ha permitido que mucha más gente disfrute del amor y el sexo. Algo similar sucede con muchos aspectos de la cultura.

Vargas Llosa realiza una defensa certera del laicismo: “El Estado democrático, que es y sólo puede ser laico, es decir neutral en materia religiosa, abandona esa neutralidad si, con el argumento de que una mayoría o una parte considerable de los ciudadanos profesa una determinada religión, exonera a su iglesia de pagar impuestos y le concede otros privilegios de los que excluye a las creencias minoritarias”. Señala que las sociedades donde la religión se mezcla con el Estado restringen la libertad de sus ciudadanos. Pero, añade que, si en un momento se pensó que la cultura podría ser la superación de la religión, esa sustitución no se ha producido: al contrario, parece que, parafraseando a Chesterton, cuando los hombres han dejado de creer en Dios se han mostrado dispuestos a creer en cualquier cosa (pseudociencias, cultos do-it-yourself, la evasión de las drogas) y sugiere que la religión daba un orden moral que se ha desplomado. No estoy tan seguro: los países menos corruptos y menos violentos son menos religiosos que los más corruptos y más violentos. Aunque las religiones contengan códigos morales, no creo que la mayoría de los creyentes se opongan al asesinato solo por temor al castigo divino.

‘La civilización del espectáculo’ es irregular y tiene un tono nostálgico: por una idea de la literatura, por la ambición de grandes aventuras artísticas y por la épica, por mandarines y estadistas. Hay un elemento casi inevitable: puede haber músicos mejores que Dylan, pero es complicado que haya un músico tan influyente como Dylan. Y esa nostalgia contiene un aspecto de idealización y generalización excesiva. Aun así, incluso en sus momentos más desconcertantes, sería un error desdeñar ‘La civilización del espectáculo’ como una mera muestra de conservadurismo intelectual. Vargas Llosa mantiene una aguda capacidad de observación y conserva su compromiso con la complejidad y con el poder de la literatura. Este ensayo, que no es el mejor de los suyos, es la crónica de un fracaso. Pero también forma parte de una defensa apasionada y contagiosa de la libertad y la palabra que Vargas Llosa realiza desde hace décadas.

Mario Vargas Llosa. ‘La civilización del espectáculo’. Alfaguara, Madrid, 2012. 227 páginas.

Esta reseña salió en Artes & Letras de Heraldo de Aragón. Imagen tomada aquí.

MIENTRAS EUROPA DUERME

‘Pasajero K’ (Seix Barral, 2012) es una novela sobre Europa: sobre los fantasmas del pasado reciente, sobre identidades múltiples, sobre los referentes culturales comunes, sobre un espacio sin fronteras y un continente donde se producen atrocidades xenófobas, y sobre mentiras privadas y públicas. Y, como otros libros de Adolfo García Ortega (Valladolid, 1958), es un libro sobre el dolor y el mal. Si ‘El comprador de aniversarios’ (Ollero y Ramos, 2003; Seix Barral, 2008) abordaba el Holocausto y ‘El mapa de la vida’ (Seix Barral, 2009) hablaba de los atentados del 11-M, ‘Pasajero K’ trata de la guerra en la antigua Yugoslavia, y de la violación sistemática de mujeres musulmanas de Bosnia en los años noventa, que formaba parte de la estrategia de la limpieza étnica. Sobre este conflicto, y sobre la importancia que tuvieron en él los escritores, Isabel Núñez realizó un admirable trabajo de investigación: ‘Si un árbol cae’ (Alba, 2008). La exfiscal de Tribunal Internacional para Ruanda y la Antigua Yugoslavia Carla del Ponte contó en ‘La caza: Yo y los criminales de guerra’ (Ariel, 2009) los obstáculos que había encontrado en su tarea.

‘Pasajero K’ arranca con la detención de Radovan Karadzic, expresidente de la República Srpska entre 1992 y 1996, psiquiatra y poeta, que durante años se ocultó tras el alias del doctor Dragan Dabic -experto en medicina china y terapias alternativas-, y que está acusado de genocidio y crímenes de guerra contra los musulmanes y croatas de Bosnia. El juicio y la investigación sobre sus crímenes unen por accidente a los dos protagonistas: Fernando K. Balmori, un director de cine que quiere hacer una película algo imprecisa sobre Europa y tiene una especie de síndrome de Diógenes que lo lleva a fotografiar constantemente una realidad que se le escapa, y la joven periodista Sidonie Maudan. Pese a que los separan varios decenios, tienen varias cosas en común. Son europeos cosmopolitas, hijos de parejas formadas por personas de diferentes países; también han tenido parejas de otros lugares: K. sigue obsesionado por el recuerdo de su difunta exmujer, una cantante italiana que estuvo a punto de alcanzar el éxito; Sidonie está embarazada de su exnovio ruso. Se encuentran en un tren que va de Madrid a París. Sidonie se dirige a La Haya, para cubrir el juicio a Karadzic, pero alguien entra en su compartimento y registra sus pertenencias. El objetivo de los perseguidores es encontrar y silenciar a un intérprete testigo de las atrocidades al que la periodista quiere entrevistar.

García Ortega  alterna una tercera persona desde el punto de vista de K. con una primera persona correspondiente a Sidonie. Construye un relato de aventuras, una búsqueda que es también una huida y tiene cierto aroma de novela de espionaje y cine negro. Aparecen referentes como Patricia Highsmith y John Le Carré. Los trayectos por Europa en ferrocarril –con sus múltiples significados asociados: su aroma de aventura, la movilidad de un país a otro, pero también la deportación y el exterminio- recuerdan a novelas como ‘El tren de Estambul’ de Graham Greene. A esas referencias se suma un paisaje cultural: desde Spinoza, Mendelsohnn y Kafka a Lenin y Van Gogh, pasando por el ciclismo, los museos y ciudades como Zurich, Roma, París, Berlín y La Haya. Ese imaginario, uno de los aspectos más logrados de la novela, tiene también un lado siniestro: “En Europa siempre nos hemos creído las historias que hablan de ogros y monstruos ocultos que salen de repente de sus guaridas y masacran salvajemente a las personas inocentes. Somos miedosos y ciegos, no hay ni ha habido nunca ningún monstruo cruel en Europa. La gente como Karadzic es gente como tú y como yo. Es buena gente. Somos un museo de buena gente. Eso era lo verdaderamente terrible”. Los datos históricos se combinan con la ficción narrativa y la especulación política; la novela señala la falta de reacción, la indiferencia o incluso la complicidad, de las democracias. ‘Pasajero K’ es sobre todo una denuncia del racismo y una reflexión sobre la empatía y la capacidad de indignación ante el sufrimiento de los demás: “K. se informaba sobre el juicio minuciosamente. Los dolores de oído le impedían dormir, así que, después de aplicarse las gotas habituales, se pasaba horas buscando en Internet datos sobre Karadzic”. La obsesión de Balmori y Sidonie por las víctimas y sus verdugos corre en paralelo con una evolución íntima de dos personajes desarraigados y llenos de interrogantes sobre sí mismos: “Ahora, en este viaje, todas estas cosas cobraban de nuevo un relieve inesperado, las situaciones se repetían, los nombres eran intercambiables en una historia similar, la de su nacimiento, la de un origen: Yuri, Kyiper, Radovan, Frédéric, Renata, Bruna, Sidonie, Delilija…”. A veces, cierto barroquismo argumental y algún problema de verosimilitud entorpecen un relato potente y ambicioso sobre las tragedias que se pueden producir a la vuelta de la esquina, mientras Europa duerme.

Adolfo García Ortega. ‘Pasajero K’. Seix Barral, Barcelona, 2012. 312 páginas.

Esta reseña sale en Artes & Letras de Heraldo. He tomado la foto aquí.

EN EL CENTRO DE LAS COSAS

Desde que Andrés Trapiello lo rescató en ‘Las armas y las letras’ en 1994, la figura de Manuel Chaves Nogales ha protagonizado una recuperación espectacular. Lo han reivindicado Félix de Azúa, Antonio Muñoz Molina, Ignacio Martínez de Pisón o Xavier Pericay, que lo ha comparado con George Orwell y Albert Camus. Según Arcadi Espada, Chaves Nogales “nunca escribió a humo de pajas, y su escritura seca y culta es todavía hoy un ejemplo raro de tensión antirretórica, de anticasticismo y de compromiso con lo mejor de su tiempo”. Se han reeditado sus obras: Libros del Asteroide ha publicado recientemente ‘El maestro Juan Martínez que estaba allí’, un reportaje que sigue las andanzas de un bailarín flamenco durante la Revolución rusa; la biografía ‘Juan Belmonte, matador de toros’; el volumen de relatos sobre la Guerra Civil ‘A sangre y fuego’; o el análisis de la debacle francesa en la Segunda Guerra Mundial, ‘La agonía de Francia’. En 2011 Renacimiento, que ha editado muchas de sus obras, publicó ‘Lo que queda del imperio de los zares’, ‘La defensa de Madrid’ y ‘Crónicas de la Guerra Civil’, y Almuzara ‘La ciudad’. El trabajo de María Isabel Cintas Guillén, responsable de la edición de la ‘Obra Narrativa’ (Diputación de Sevilla, 1993) y de la ‘Obra Periodística’ (Diputación de Sevilla, 2001), ha sido fundamental en ese rescate. Tras largos años de investigación, Cintas ha publicado ‘Manuel Chaves Nogales. El oficio de contar’ (Fundación José Manuel Lara, 2011).

Cintas ha logrado reunir muchos datos sobre Chaves Nogales. Hay todavía algunas lagunas. Pero el libro –que también es una visión lateral de una auténtica edad de plata del periodismo español, a través de uno de sus representantes más destacados- es extremadamente iluminador y útil.

Es ante todo la biografía de un periodista. Nacido en Sevilla en 1897, Chaves Nogales comenzó a escribir en ‘El Liberal’ y en ‘El Noticiero Sevillano’ a mediados de la década de 1910, antes de marcharse a Madrid, donde se convirtió en uno de los periodistas más importantes del país. Trabajó en ‘Heraldo de Madrid’ y fue subdirector de ‘Ahora’, un diario conservador que contaba entre sus corresponsales a Eugeni Xammar y Francisco Melgar, y entre sus colaboradores frecuentes a Baroja, Unamuno, los Machado o Gómez de la Serna. Cuando la CNT y la UGT se incautaron de ‘Ahora’ poco después del comienzo de la Guerra Civil, se convirtió en el camarada-director. Se marchó de Madrid cuando el gobierno republicano dejó la ciudad. Era un defensor leal de la República que había descubierto que no había sitio para él entre dos barbaries enfrentadas: “Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid, como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes”.  Se fue a Francia con su familia y vivieron la desbandada francesa. Su mujer y sus hijos volvieron a España y él se marchó a Inglaterra, donde siguió escribiendo para Atlantic-Pacific Press y luego para su propia agencia, hasta su muerte en 1944. Poco después de su fallecimiento, el franquismo lo depuró por masón.

“Andar y contar es mi oficio”, declaró. Su trabajo periodístico es impresionante. Estuvo en el centro de las cosas y narró los grandes acontecimientos de su tiempo: visitó la Unión Soviética, conoció el fascismo y el nazismo, vio las operaciones de las tropas españolas en el norte de África y los disturbios de la República, recorrió Europa en avión, entrevistó a Goebbels, a Abd el-Krim, a Haile Selassie, a la aviadora Ruth Elder, a dirigentes de la Segunda República, a braceros andaluces y a Charles Chaplin. Su trabajo lo puso en peligro: tras su entrevista a Goebbels, estuvo para siempre en el punto de mira de la Gestapo. Y tuvo una virtud añadida: lo que Espada ha llamado “su alta capacidad prospectiva”. No solo supo contar lo que ocurría; casi siempre advirtió los peligros que se venían encima.

Además de la calidad y transparencia de su prosa y del talento para estar en el lugar adecuado, en Chaves hay un elemento de ejemplaridad y tragedia. Acabó en el exilio, alejado de su familia, y vio cómo se derrumbaban sus proyectos más queridos: la democracia en España o la civilización francesa. Pero también, en un momento en el que tantos –y tantos intelectuales- sucumbían a la tentación totalitaria, Chaves no solo fue uno de los mejores periodistas españoles. Gracias a su capacidad de establecer el diagnóstico de la realidad y de no perder la orientación moral y el compromiso con la democracia y el ser humano, estuvo a la altura de los mejores de cualquier lengua y de cualquier época. En 1941 escribía: “Francia sabe, y no ha podido olvidarlo, que hasta ahora no se ha descubierto ninguna forma de convivencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que una asamblea deliberante, ni hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia: es decir; la paz, la libertad, la democracia.

En el mundo no hay más”.

María Isabel Cintas Guillén. Chaves Nogales. El oficio de contar. Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías. Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2011. 378 páginas.

Este artículo salió en ‘Artes & Letras’ de ‘Heraldo’. He tomado la imagen aquí.

TRANSICIÓN, METEORITOS Y SANGRE

En ‘El jardín colgante’ (Seix Barral, 2012), que ha obtenido el Premio Biblioteca Breve, Javier Calvo (Barcelona, 1973) aborda la transición española. A diferencia de Javier Cercas en ‘Anatomía de un instante’ (Mondadori, 2009), no realiza un ensayo histórico. Tampoco elabora una ficción preocupada por la verosimilitud y respetuosa con los hechos, como Fernando Aramburu en ‘Años lentos’ (Tusquets, 2012) o Ignacio Martínez de Pisón en ‘El tiempo de las mujeres’ (Anagrama, 2003), ‘Dientes de leche’ (Seix Barral, 2008) o ‘El día de mañana’ (Seix Barral, 2011), o como Miguel Mena en ‘Días sin tregua’ (Destino, 2006). Calvo utiliza otros códigos, como los del thriller, el relato de espionaje, la ciencia ficción, el postmodernismo apocalíptico y el cómic, y traza una especie de alegoría. En el año 1977, mientras la caída de un meteorito acapara la atención informativa, los servicios secretos intentan adaptarse a los nuevos tiempos, en un país que parece dormido o aletargado antes de realizar una metamorfosis. Arístides Lao, un agente extraordinariamente brillante, aficionado a los puzles e incapacitado para la vida social, lucha contra la organización terrorista TOD, basada en el FRAP. Recibe la ayuda de Melitón Muria, solitario bebedor de whisky y habitual de los prostíbulos. Su objetivo es dar con uno de sus agentes infiltrados, Teo Barbosa, que está a punto de entrar en el núcleo activo del grupo. Calvo sabe crear suspense y manejar varios hilos narrativos: las pesquisas de Lao y Muria, y las peripecias de Barbosa: su historia de amor con Sara Arta, su entrenamiento en Francia y su relación con Madre Nieve, su participación en una acción terrorista y su traslado a un islote balear, donde se oculta con otros miembros de la banda. Utiliza capítulos breves con mucho diálogos y con temas recurrentes, como ‘Alicia en el país de las maravillas’, los puzles de Lao o la altura de Barbosa. Mezcla elementos pop –como la música de Patti Smith o los Sex Pistols- con un tono apocalíptico. La caída del meteorito, que narrativamente sirve para desactivar la cuestión de la verosimilitud, “dejó aturdido al país entero, por lo menos durante las primeras horas. Durante ese lapso, treinta millones de personas lo olvidaron todo. Como personajes de cuentos de hadas tocados por una varita mágica. Hipnotizados por las imágenes que retransmitía en directo la televisión, en un bucle que se repetía sin cesar en los dos canales: los prados y las huertas en llamas y la columna colosal de humo que durante aquellas primeras cuarenta y ocho horas se pudo ver desde prácticamente toda la mitad norte de la península. El cielo de España se llenó de ceniza y de polvo meteórico y adoptó una especie de estado intermedio entre el día y la noche”. Es una atmósfera de pesadilla: “La España que mantiene a la ciudad hechizada es un paseante oscuro, con un sombrero negro que le tapa la cara y un abrigo en cuyo interior esconde una colección de cuchillos”. Lao y Muria se abren paso en un sistema opaco, que trata de ocultar las connivencias entre los servicios de seguridad y las organizaciones terroristas: “Una amenaza que nos acompañe. Que nos permita seguir teniendo las riendas a los que realmente nos preocupamos por este país”, dice un personaje. Avanzan en un clima de violencia, donde apenas existen distinciones morales y donde la policía y los criminales compiten en brutalidad. El informe médico de Sara Arta, tras ser torturada por los servicios secretos, dice: “Mordeduras de perros en los miembros, vientre, pechos y zona genital”, “Lesiones por actividad sexual forzada durante un lapso prolongado y con múltiples parejas sexuales. Lesiones por penetración sexual con objetos. Desgarro total del perineo. Laceraciones en recto e intestino. Laceraciones en vagina y cuello uterino. Pérdida de tejido vaginal”. En ocasiones, esa violencia resulta algo gratuita y autoindulgente, como en algunos momentos ocurre con la prosa: “Sus ojos dan la impresión de entrar directamente en tu alma, abrir las ventanas de par en par y ponerse a vaciar los cajones en el suelo”, “España entera es un mundo reseco y agostado por el final cataclísmico del ciclo estacional”.

La novela pierde fuerza la parte final, donde se incrementa el aire de pesadilla y hay coincidencias demasiado fáciles. ‘El jardín colgante’ funciona mejor como relato de entretenimiento, basado en mecanismos de la narrativa popular y en la creación de una atmósfera original, que como parábola sobre la historia de España, donde recuerda la visión sentenciosa y vacua de ‘Balada triste de trompeta’ o esas historias sobre la guerra fría que prescribían una equivalencia moral entre las partes enfrentadas. La deliberada falta de humanidad de los personajes, la estética de cómic que adopta Calvo, su equidistancia conspirativa y su elección de la alegoría hacen que esa reflexión resulte pueril en el mejor de los casos.

Javier Calvo. ‘El jardín colgante’. Seix Barral, Barcelona, 2012. 363 páginas.

Esta reseña salió en ’Artes & Letras’ de Heraldo de Aragón. He tomado la imagen aquí.

 

NOCHE DE LOS ENAMORADOS

NOCHE DE LOS ENAMORADOS

Es una gran tragedia que Félix Romeo haya muerto tan joven. Es una gran tragedia sobre todo para él, pero también para la gente que lo quería y que nos hemos beneficiado de su inteligencia infatigable y su entusiasmo contagioso por la cultura, por los afectos y por la vida. Esa personalidad arrolladora a veces puede diluir lo que yo creo que Félix era por encima de todo: un escritor. Y un escritor que, como demuestra este último libro y como demuestran sus colaboraciones en prensa, estaba en plenitud de facultades y tenía todavía muchas cosas que darnos. Sin que sirva para paliar el dolor, es emocionante pensar que Félix Romeo tuvo tiempo de terminar y entregar a su agente un libro tan estremecedor y potente como Noche de los enamorados, un libro en el que creía profundamente y que recoge muchas de las cosas que le preocupaban. He editado bastantes textos de Félix y he estado en contacto directo con muchos de sus editores. Y Félix tenía ese elemento aparentemente caótico y torrencial, pero cualquiera de sus editores reconocerá su profesionalidad, su compromiso con la escritura. Siempre entregaba a tiempo. E incluso al final ha muerto antes de tiempo, pero ha entregado su libro a tiempo.

Como sabéis, Noche de los enamorados habla del compañero de celda de Félix Romeo, Santiago Dulong. Félix lo conoció en la cárcel de Torrero, el 14 de febrero de 1995, donde estaba condenado por un delito de insumisión. Dulong, falangista y católico, había matado a su mujer, María Isabel Montesinos Torroba. Es posible que también hubiera asesinado a su primera mujer. En el juicio, celebrado unos meses después de ese encuentro, Dulong fue condenado “a las penas de treinta días de arresto menor por la falta de malos tratos de obra y un año de prisión menor por el delito de imprudencia temeraria”. Imprudencia temeraria quiere decir aquí estrangularla. Tras ese encuentro azaroso, Félix rumió y convivió, a lo largo de los años, con esa historia y con sus interrogantes: ese crimen y esa convivencia es lo que ha contado en esta novela. La escena del crimen, la primera parte, relata la vida de estos dos personajes y el momento en que Félix conoce a Dulong. La segunda parte, Los hechos probados, se centra en el homicidio y en la sentencia. Noche de los enamorados tiene mucho de investigación, y al leerlo pensaba en los libros de Modiano, uno de los autores preferidos de Félix, o en una de sus series de televisión favoritas, Crímenes imperfectos. Pero sobre todo creo que entronca con la tradición intelectual más noble: la de Voltaire, la de Zola o de Sciascia, donde un escritor detecta una injusticia y la denuncia. También es el relato de cómo se hace esa investigación. Félix entra en los foros de internet de las ciudades donde vivió la familia de María Isabel, pide informes de registro civil, visita la cofradía zaragozana del “Prendimiento del Señor y el Dolor de la Madre de Dios”, a la que Dulong perteneció “devotamente desde su fundación en 1947” y a la que también perteneció María Isabel, repasa el relato de los hechos en los periódicos aragoneses. También aparece otra de las cosas que le interesaban mucho a Félix Romeo: la historia de Zaragoza. Dulong era el bisnieto de Santiago Dulong Serrano, el primer alcalde republicano que tuvo la ciudad, en 1873. Santiago Dulong Serrano estuvo en la cárcel por sus ideas, mientras que su bisnieto fue a prisión por matar a su mujer: ese contraste no se subraya, pero está ahí. Félix Romeo sigue el rastro de Dulong Serrano en los periódicos de la época y en los libros de escritores aragoneses como Juan Moneva y Puyol. En la investigación de la vida de Santiago Dulong y María Isabel Montesinos Félix encuentra muchas cosas, pero también encuentra callejones sin salida, obstáculos burocráticos e incógnitas.

Dice Félix: “Este no es un libro sobre la justicia imposible que se administra sobre los muertos, sino un libro sobre las palabras. Palabras jurídicas. Palabras periodísticas. Palabras médicas. Palabras policiales. Testimonios orales. Palabras al viento, como el que azota ahora las ventanas de la habitación en la que escribo”. Noche de los enamorados es también una forma de levantar las palabras para ver qué hay debajo. Y Félix Romeo, que era un gran aficionado a los diccionarios y escribió muchos, recurre con frecuencia al Diccionario de la Real Academia para buscar las palabras. Arcadi Espada dice que en cuanto detectas lo que oculta un eufemismo, ya lo has desactivado. Ese es uno de procedimientos que emplea Félix, pero no el único. Dice Félix también: “Tengo que agarrar esas palabras que describen lo que sucedió instantes antes de la muerte de María Isabel”. He leído varias veces el libro, y me impresiona su composición: la habilidad con la que Félix juega con los tiempos y con los testimonios, la importancia de los detalles, como la caída del pelo en la cárcel o el pelo que Santiago Dulong le corta a su mujer para dejarla “pelona” y quitarle su atractivo, como el dolor que siente Dulong al orinar y la meada de su mujer en el patio de casa horas antes de morir. Es un libro breve, pero lleno de cosas, donde todo significa mucho y no hay ningún elemento colocado por azar.

Noche de los enamorados también es un libro obsesivo, febril. Félix Romeo tuvo durante mucho tiempo ese caso en la cabeza, y no es difícil imaginarlo escribiendo de madrugada. Pocas lecturas me han transmitido una sensación comparable de intensidad e intimidad. Como en muchos de sus textos, hay un elemento metaliterario, una reflexión sobre lo que está escribiendo y sobre cómo debe leerse. Hablando de un policía que investigó los hechos con el que intenta contactar, dice: “Así que aquí falta su nombre y también falta su versión de la historia, o lo que ahora recuerde de esa historia que sucedió hace dieciséis años y que yo, no sabe por qué motivos, porque yo tampoco los conozco, vengo a remover, y de los que no pueden salir más que moscardas, gusanos y mal olor”. Y este libro, de una manera extraña, es una especie de autobiografía iceberg que casi puede pasar inadvertida porque, quizá al contrario de lo que parecía, Félix Romeo era un hombre muy pudoroso. Aquí Félix habla de su llegada a la cárcel, en unas páginas tremendas sobre el mal olor y la suciedad, que son dos de los temas de Noche de los enamorados. Habla también de su carrera de escritor: ingresa en prisión nada más publicar Dibujos animados. Su segunda novela, Discothéque, aparece también en el libro, porque es una novela que tiene mucho que ver con la violencia y la cárcel y hay un personaje inspirado en Dulong. También aparece Amarillo, el libro donde Félix hablaba del suicidio de su amigo Chusé Izuel. Noche de los enamorados tiene que ver mucho, además, con la escritura esencial y testimonial de Amarillo. Aparece también el programa de televisión La Mandrágora. Y aparece su novia, la pintora Lina Vila, que le ayuda en la investigación y ha hecho una portada en perfecta sintonía con Noche de los enamorados. Ismael Grasa ha dicho que es el libro del hijo de un policía, y creo que es una observación brillante: es una investigación corregida. También creo que Dulong es una especie de retrato en negativo, de opuesto o, como se dice en la Guerra de las Galaxias, de reverso tenebroso de un hombre enamorado del amor, que presumía de que tenía el nombre muy bien puesto: “Feliz Romeo”. Hay un momento en el que Félix se pregunta por qué le atrae esta historia y habla de “asomarse a un espejo oscuro”.

Félix Romeo tenía una idea moral de la literatura. La hemos visto en sus libros y en sus críticas. Una vez me dijo, en La Caja de los Hilos, “La literatura se escribe contra el mal”. No creo que este libro sea una manera de ajusticiar a unos difuntos y no me cuesta nada imaginar a Félix huyendo de cualquier interpretación solemne, pero creo que sí que es un libro sobre la justicia, y en cierta manera un intento de reparación. Félix Romeo habla de: “la evidencia de que la víctima se ha convertido en culpable. Ha pasado a ser la responsable de su asesinato. La que va a ser realmente juzgada”. Es un libro humanista, valiente y generoso: es la defensa de una víctima, no solo ante su asesino, sino ante la pereza, el apriorismo, la negligencia y la indiferencia que conspiran para admitir que, más o menos, Dulong solo dio un empujón a su mujer hacia la muerte. Es un libro contra la clasificación y la generalización: contra el psicólogo que, cuando le entrega un test a Félix en la cárcel y él se niega a responderlo, dice que ya se lo esperaba. Contra los policías que dicen que están hartos de tener que ir a casa de Santiago Dulong y que la próxima vez que los avisen sea cuando haya sangre. Es decir: una exprostituta, alcohólica y probablemente infiel, una mujer por cuyo asesinato no protesta nadie, también tiene dignidad. Por supuesto, no merece que la maten; pero, además, no merece que la juzguen por su forma de vida. Creo que esa es una de las cosas que quería decir Félix con este libro. Y quizá parezca una obviedad, porque España ha cambiado en estos dieciséis años, pero el mismo Félix decía a menudo que muchas veces olvidamos cosas obvias que son también esenciales. Noche de los enamorados, en cierta manera, reconstruye esa dignidad violada: lo hace recreando el crimen, desmontando el descuido y la parcialidad de la investigación, pero también especulando sobre la vida de María Isabel o emparentándola con personajes de la historia y la literatura, como Frida Kahlo, Artemisia Gentileschi, Sherezade u Ofelia. Esas referencias son todo lo contrario de la pedantería: son una forma de reconocer la humanidad de esa persona. Porque creo que Félix pensaba que la literatura sirve precisamente para eso: para revelar nuestras aristas, para mostrar la complejidad de todos, pero también una dignidad y una libertad que son al mismo tiempo individuales y universales. A veces, para mostrarla solo hay que saber mirar, ser capaz de ver. Y por eso Noche de los enamorados es un libro perturbador, obsesivo y profundamente moral: en cada una de sus páginas oigo hablar a nuestro amigo de cosas que le importan a él, y, como tantas otras veces, su voz imprescindible, hermosa y clara me recuerda que nos importan también a todos.

Texto leído en la presentación de Noche de los enamorados (Mondadori) en el Teatro Principal de Zaragoza.

LA FAMILIA, EL TERROR Y LA TRIBU

“Yo, señor Aramburu, por las razones que usted conoce, siendo niño, pasé nueve años con unos parientes míos de San Sebastián”. Así arranca ‘Años lentos’ (Tusquets, 2012), el libro con el que Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) ha obtenido el Premio Tusquets de Novela. Txiki Mendioroz se traslada al País Vasco a finales de los años sesenta y se adapta a una nueva vida y a sus familiares: a su tía Maripuy, una mujer de carácter; a su tío Vicente, pusilánime y aficionado al alcohol; a su prima Mari Nieves, a quien “la naturaleza tuvo la crueldad de imponerle un apetito sensual desapoderado”, y a su primo Julen, un personaje central borroso y enigmático. Ese narrador, que tiene sus raíces en la novela picaresca, traza un cuadro solo aparentemente costumbrista, donde se mezclan su punto de vista de la niñez con datos que ha conocido o intuido más tarde: es una historia de secretos de familia y el retrato una combinación siniestra de catolicismo, mitología nacionalista, silencios y represión franquista. Pero Aramburu recurre a otro artificio literario. Interrumpe ese relato con apuntes de un escritor, que busca cómo dar forma a esa narración y enriquecerla para construir una novela. Es como si encontráramos un libro a medio hacer: como si lo que nos ofreciera Aramburu fueran los materiales previos de una novela todavía no escrita. Es un procedimiento arriesgado pero eficaz, que da verosimilitud a la historia de Txiki y saca partido a las especulaciones y las elusiones de su relato.

En su estupendo libro de cuentos Los peces de la amargura (Tusquets, 2006) Aramburu muestra los efectos del terrorismo etarra; en Años lentos habla de sus consecuencias, pero también del momento en que nace. Al principio, Julen trata a Txiqui con un desprecio xenófobo, pero después le acaba tomando cariño. Un día promete que le mostrará la cosa “más sagrada del mundo”: una ikurriña que guarda debajo de la cama. Julen recibe el adoctrinamiento del cura de la parroquia, don Victoriano -“vasco es el que habla euskera. Los demás son medio vascos o directamente coreanos. A estos los manda el opresor para que nos roben el alma vasca”, le dice a su primo- y entra a formar parte de una ETA incipiente.

El escritor habla en sus apuntes de “aquella sensación de marasmo histórico”. Y, en un grado u otro, los personajes son víctimas –y a veces también verdugos- de un clima social. La fuerte personalidad de Maripuy no la libera de las convenciones. Cuando Mari  Nieves se queda embarazada, intenta provocarle un aborto, antes de buscarle un marido que no quiere. Julen, que empieza siendo un héroe para su primo, se convierte en un tipo más bien digno de lástima y más tarde en un apestado. La familia se ve sometida al ostracismo cuando el héroe de la causa vasca se convierte en villano, como les ocurría a muchos personajes de ‘Los peces de la amargura’. Aramburu –un escritor con tendencia a lo esperpéntico que en ocasiones usa un lenguaje levemente arcaizante- tiene algún elemento simbólico discutible, pero consigue crear personajes contundentes y elaborar un relato poderoso. ‘Años lentos’ es un libro duro, pero no renuncia al sentido del humor (por ejemplo, el olor de los pies de Julen no solo incomoda a Txiki, sino también a un compañero etarra). En este libro, el humor aparece muchas veces en las anotaciones del escritor, y sirve para reflexionar sobre los códigos de la literatura realista: “Tratar de averiguar en qué portal vivía. Si no lo averiguo, omito el número, qué más da”; “Crepita de vez en cuando la cáscara de alguna de las castañas puestas a asar sobre la chapa del fogón. (Ojo con este detalle que me obliga a situar la acción en otoño)”. Otras veces adopta un tono más serio: “Si hay que apartarse del testimonio del informante, se hará. Primero la literatura; después, si queda sitio, la verdad”. Esa reflexión metaliteraria es una manera de preguntarse cómo se puede hablar del fenómeno más trágico de la historia española reciente. Aramburu encuentra una forma admirable, que juega con la ocultación y presenta un ambiente asfixiante. El miedo, el dolor, los gritos y los susurros contribuyen a crear una sociedad enferma, donde los individuos –con enormes fallos, pero casi siempre con un elemento de humanidad- son superiores al conjunto y a la mentalidad tribal. ‘Años lentos’ señala una turbia culpa colectiva y defiende la libertad y el criterio individual. El escritor anota: “Me han contagiado el odio que le profesa a él y a su familia mucha gente en el barrio por causa del hijo supuestamente colaborador de la policía. Me ve, me saluda. En lugar de corresponder a su saludo le clavo una mirada de fuego. Comprende. Sin decir nada vuelve la cara hacia otro lado. De entonces acá han transcurrido cuarenta años. Me gustaría pedirle perdón, pero no vive. Así y todo me gustaría pedírselo y además públicamente, y ya sólo por dicho motivo debería escribir la novela”.

‘Años lentos’. Fernando Aramburu. Tusquets, Barcelona, 2012. 219 páginas. Esta reseña salió en Artes & Letras de Heraldo de Aragón. He tomado la imagen aquí.

EL MONSTRUO EN EL ESPEJO

Sobre El precio de la culpa de Ian Buruma, en el número de febrero de Letras Libres.

EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS

Entre 1933 y 1945, los regímenes nazi y soviético asesinaron a catorce millones de no combatientes entre el Mar Báltico y el Mar Negro. Esos territorios, que abarcan los países bálticos, Polonia, Bielorrusia, Ucrania y el borde occidental de Rusia, fueron el escenario de la alianza, el choque y el delirio homicida de las utopías de la clase y de la raza. Sufrieron dos –a veces tres- ocupaciones durante la guerra y la mayor destrucción durante la contienda.

En ‘Tierras de sangre’ (Galaxia Gutenberg, 2011), el historiador y profesor de la Universidad de Yale Timothy Snyder (1969) traza una detallada anatomía de esos crímenes. La hambruna de Ucrania orquestada por la Unión Soviética mató a más de tres millones de personas. Hubo 2.500 condenas por canibalismo; después, como no se cumplían las cuotas demográficas, se ordenó la ejecución de los responsables del censo. Al mismo tiempo, Hitler ascendía al poder: soñaba con las llanuras del este de Europa como granero para los alemanes; los habitantes de esas zonas eran un obstáculo que podía eliminarse. Las purgas de Stalin incluyeron el asesinato étnicamente motivado de 250.000 polacos en 1937 y 1938. El periodo que cubre Snyder incluye el desmembramiento de Polonia tras el pacto Molotov-Ribbentrop, la aniquilación de sus elites a ambos lados de la divisoria y la matanza de oficiales de Katyn, ordenada por Stalin. Después de la ruptura del acuerdo entre Hitler y Stalin, la región fue el lugar del enfrentamiento entre el nazismo y el comunismo, y el escenario del mayor crimen del siglo: cuatro de los 5,4 millones de judíos asesinados durante el Holocausto vivían en las “tierras de sangre”, y allí fueron deportados la mayoría de los judíos que residían en otros lugares y fueron asesinados en la Shoah. Aunque asociamos el Holocausto con los campos y el asesinato industrializado de las cámaras de gas, la mitad de las víctimas cayeron por armas de fuego. Más de tres millones de prisioneros de guerra soviéticos –a quienes la Unión Soviética consideraba traidores- murieron en los campos alemanes, a menudo de hambre; en los campos de detención de los nazis, el porcentaje de prisioneros del Ejército Rojo que murieron durante la Segunda Guerra Mundial alcanzó el 57,5%. La Unión Soviética deportó al gulag a 2,3 millones de prisioneros de guerra del Eje. Después de la derrota nazi, se produjeron la deportación de muchos alemanes que vivían en esos territorios y la persecución antisemita de Stalin. Snyder ha realizado una investigación exhaustiva y alterna el relato de los grandes acontecimientos y las explicaciones estadísticas, logísticas y políticas con los testimonios de los testigos, los perpetradores y las víctimas.

La idea central del libro, que Snyder defiende de forma convincente, es que los dos imperios totalitarios se alimentaron entre sí para cometer crímenes, en una inflación asesina: a veces se aliaron, a veces compartieron objetivos (como cuando en 1944 Stalin permitió que Hitler aplastara la resistencia polaca, que podría haberle causado problemas), y otras veces su enfrentamiento produjo una escalada de violencia. Uno de sus grandes valores es unir esos acontecimientos en una narración global. Muchos de los hechos que cuenta –desde los episodios de canibalismo en Ucrania en los años 30 a la masacre de Babi Yar en 1941- son conocidos, pero el relato de Snyder les da una nueva dimensión, o cuestiona el imaginario y las versiones que habitualmente aceptamos. También rescata numerosos episodios, como la indiferencia occidental ante el Holocausto, el hecho de que el gobierno polaco fuera el único que actuó para defender a los judíos, o las traiciones a la historia, entre las que destacan los esfuerzos del régimen soviético para distorsionar el genocidio nazi: los monumentos a las víctimas no llevaban la estrella de David sino la estrella comunista.

Algunas de sus interpretaciones han resultado polémicas. Donald Rayfield ha escrito que Snyder resta importancia a los efectos de la represión soviética sobre los habitantes de Rusia, y Anne Applebaum, autora de ‘Gulag’, sostiene que los campos de Siberia eran más letales de lo que reconoce Snyder. Otros especialistas le han acusado de restar importancia a la responsabilidad de los nazis y favorecer a los ultranacionalistas del este de Europa que minimizan la Shoah. No parece del todo justo: aunque la Unión Soviética cometiera matanzas étnicas antes que Alemania, Snyder señala la posición central del Holocausto en la historia del siglo XX y no mitiga la responsabilidad nazi. Otro de los aciertos de ‘Tierras de sangre’ es que este poderoso estudio de los mecanismos del asesinato político de masas, lleno de datos y análisis, nunca pierde la perspectiva humana: Snyder logra que oigamos el murmullo estremecedor de las víctimas entre el ruido de la barbarie y las balas.

Timothy J. Snyder. ‘Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin’. Traducción de Jesús de Cos. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2011, 609 páginas.

Esta reseña salió en Artes & Letras de Heraldo de Aragón. He tomado la imagen aquí.