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Daniel Gascón

AMIS, HITCHENS Y BELLOW

Martin Amis cuenta en Experiencia (2000, traducido por Jesús Zulaika):

"A eso de las 11.15 un silencio largo se abatió sobre la mesa donde estábamos cenando. Christopher, completamente sobrio pero con los ojos bajos, aplastaba entre las manos un paquete vacío de Benson & Hedges. Los Bellow también tenían la mirada baja. Yo estaba sentado con la cabeza entre las manos, mirando fijamente las secuelas de la cena (de aquella especie de siniestro automovilístico: faros abollados, bisagras desencajadas, tapacubos bamboleantes…). Tenía el pie dolorido por las continuas patadas en las espinillas que le había propinado a Hitch.

Sería una simplificación decir que Christopher se había pasado los últimos minutos hablando sin parar de memeces izquierdistas. Pero no temamos caer en simplificaciones. Las simplificaciones, a veces, le vienen a uno de perlas… El tema de la discordia era, por supuesto, Israel. La posición de Christopher al respecto se hallaba perfectamente explicada en un trabajo suyo titulado “La herética tierra prometida” (Raritan, primavera de 1987), donde en apoyo de sus ideas había aducido “las idealizaciones generalizadas de Israel que normalmente encontramos en Saul Bellow, Elie Wiesel y otros”. Gran parte del discurso de Christopher de aquella noche, en la mesa de Vermont, puede hallarse en su ensayo de 8.000 palabras, escrito, por así decirlo, por el gentil que había en él. Y el resto de tal discurso lo encontramos en “Acerca de la misa la media: homenaje al telegrafista Jacobs” (Grand Street, verano de 1988), que escribió ya como judío [tras descubrir que su madre lo era]. Huelga decir que la cambiada identidad étnica de Christopher, por una básica y elemental cuestión de pundonor, no causó el menor efecto en sus opiniones sobre ciencia y moralidad políticas".

Christopher Hitchens escribe en Hitch-22 (2010):

"En Experiencia, la envidiablemente escrita autobiografía de Martin Amis, en cuyas páginas me siento orgulloso de aparecer varias veces, hay un episodio sobre el que la gente me sigue interrogando. Martin ofrece un relato ligeramente oblicuo y esotérico de un viaje que hicimos en 1989, durante el que me llevó a visitar a Saul Bellow en Vermont. En nuestro trayecto de película de compañeros desde Cape Cod –lo que cuenta sobre eso es casi perfecto- dejó claro que no permitiría que la conversación virase hacia nada político, y menos izquierdista, y menos si tenía que ver con Israel. (“Nada de memeces siniestras”, que era nuestra expresión coloquial para hablar de un izquierdismo demasiado fácil.) Sabía que la invitación suponía un gran honor, no solo porque era una enorme distinción conocer a Bellow sino porque, solo por detrás de su padre, era el mayor regalo de esa clase que podía hacer Martin. No hacía falta que me dijera que debía aprovechar la oportunidad para dedicarme a escuchar en vez de hablar.

Y sin embargo es cierto, como él cuenta, que para el final de la cena nadie podía mirar al otro a los ojos y que su pie estaba dolorido y cansado por sus choques con mi espinilla por debajo de la mesa. ¿Cómo podía haber ocurrido? Ahora llega mi oportunidad para dar mi propia versión de Rashōmon.

Bellow nos había recibido y nos había dado bebidas y, a mi juicio, en la etapa anterior a la cena justifiqué la confianza de Martin. Nuestro anfitrión hizo una pregunta sobre Angus Wilson cuya respuesta yo conocía y también hizo una pregunta sobre su pasado con Whittaker Chambers para la que al menos pude sugerir una solución hipotética. Por su parte, Bellow nos había leído parte de sus viejos textos y correspondencia con el pobre, loco y aplastado John Berryman. Todo estaba saliendo bastante bien. Pero en la mesa de mimbre de la habitación en la que estábamos hablando había algo que representaba una amenaza tan trillada como la pistola en la repisa de la chimenea de Antón Chéjov. En otras palabras, si está ahí en el primer acto, es evidente que la intención es que se dispare antes de que caiga el telón. Solo hay que esperar. Era la única pieza impresa a la vista y era el último número de la revista Commentary, y su destacado titular de portada decía: “Edward Said: Profesor del terror”.

No había perdido todo el tiempo que empleé en batallas dudosas durante cenas en Nueva York, Washington y Chicago, y pensaba que sabía cuándo alzar mis viejos y cansados puños y cuando mantenerlos en el regazo, pero agotaba un poco los nervios preguntarse de antemano cuándo y cómo se vaciaría ese cañón cargado. La cena fue, por turnos, cordial y chispeante, pero llegó un momento en que Bellow hizo una súbita observación sobre el antisionismo y se levantó para coger la revista y subrayar su argumento. En realidad, creo que anteriormente había subrayado algunos pasajes del artículo. Incluso comparado con el depravado estándar de polémica que había establecido la tarea editorial de Norman Podhoretz, era un ataque a Edward extremadamente tosco. Escuché el asqueado resumen de Bellow un rato, hasta que me di cuenta de que no podía quedarme callado. Quizá, si Martin no hubiera estado allí, podría haber cerrado la boca. Pero si él no hubiera estado allí, yo tampoco habría estado. No, lo que quiero decir es que Bellow no sabía que yo era amigo íntimo de Edward. Pero Martin sí. Así que, aunque sabía que él quería que me mantuviera apartado de cualquier polémica, no podía dejar que me viera sentado como un cómplice, mientras se difamaba a un amigo ausente. Por lo que él sabía, si la compañía era suficientemente ilustre, quizá lo negara también a él antes de que cantase el gallo. No podía admitirlo. Así que dije lo que pensaba que debía decir –no era mucho, pero fue más que suficiente- y la velada cuidadosamente planeada y deliciosamente ejecutada de mi amigo más querido quedó inmediatamente destruida. Sufrió más de lo necesario, porque Bellow había sido trotskista y había luchado en las calles de Chicago: estaba acostumbrado a cosas mucho más calientes y apenas se ofendió. Más tarde me mandó una carta afectuosa sobre mi introducción a una nueva edición de Augie March".

El 29 de agosto de 1989, Bellow escribía a Cynthia Ozick (la carta completa está en Letters, 2010):

“Mi joven amigo Martin Amis, al que quiero y admiro, vino a verme la semana pasada. Lo trajo de Cape Cod un compinche al que no conocía y del que no había oído hablar. Se quedaron a dormir. Cuando nos sentamos a cenar el amigo se identificó como colaborador habitual de The Nation. Miré The Nation por última vez cuando Gore Vidal escribió su artículo sobre la deslealtad de los judíos hacia Estados Unidos y su preferencia basada en la sangre por Israel. Durante el largo tiempo que ha pasado desde que nos conocemos, ha crecido una duna de sal que aliña los comentarios ridículos de Gore. Tiene cuentas pendientes con EEUU. En cualquier otro lugar, podría haber sido homosexual y patricio. Aquí tiene que mezclarse con tipos duros y con negros y judíos; la democracia le ha imposibilitado ser un caballero invertido y excepcional. Y la fuente de su dolor le ha hecho rico y famoso. Pero dejemos a Gore, podemos saltárnoslo. Vamos a nuestro invitado, el amigo de Martin. Se llama Christopher Hitchens. En la cena dijo que era un gran amigo de Edward Said. Leon Wieseltier y Noam Chomsky también eran grandes colegas suyos. Al mencionar el nombre de Said, Janis refunfuñó. Dudo que eso no estuviera previsto, porque es casi seguro que Hitchens cree que soy un terrible reaccionario: la Derecha Judía. Criado para respetar y rechazar la cortesía al mismo tiempo, el invitado luchó breve y silenciosamente con el periodista decadente y finalmente habló. Dijo que Said era un gran amigo y que debía pedir disculpas por discrepar con Janis pero le lealtad hacia un amigo exigía que dejara las cosas claras. Todo el mundo conservó la educación. No quería una escena, por Amis. Afortunadamente (o no) había leído varios fragmentos del artículo de Said en Critical Inquiry, que mostré como prueba. Los judíos eran (más o menos) nazis. Pero, por supuesto, dijo Hitchens, era bien sabido que [Yitzhak] Shamir se había dirigido a Hitler durante la guerra para llegar a un acuerdo. Protesté que Shamir era Shamir, no era los judíos. Además, no confiaba en las pruebas. La discusión se balanceaba. Amis cogió las selecciones de Said para leerlas. No encontró nada que decir en el momento pera a la mañana siguiente intentó sacar el tema, y para evitar otra situación embarazosa le dije que había sido una montaña construida a partir de un grano de arena.

Hitchens atrae a Amis. Es una tentación que puedo entender. Pero el tipo de gente sobre el que te gusta escribir no siempre es buena compañía, especialmente en una cena".

En las imágenes, Amis; Hitchens y Amis; Bellow y su mujer, Janis.

1 comentario

Juan -

Extraordinario, ¡muchas gracias por tirar del hilo!